Esa extraña voluntad popular
Durante los últimos años hemos ido conociendo las extravagancias de los nuevos líderes populistas a lo largo y ancho del mundo. Por ejemplo, la zafiedad casi exhibicionista de un Trump, que él traslada desde sus poco edificantes consideraciones sobre el género femenino a los más variados temas de la política, la prensa y la sociedad, las cuales muchas veces aterrizan en forma de breves vómitos en su cuenta de Twitter.
Por su parte, Nigel Farage combina su impasible uso del engaño descarado con broncas extemporáneas como la que le dedicó en 2013 a Herman van Rompuy, el entonces presidente del Consejo Europeo, porque no estaba de acuerdo en convocar el referéndum que proponía el británico; total, uno más de la nueva política populista de la derecha dura. El padre de todos ellos parece haber sido Berlusconi, que combinaba sus conocidos escándalos personales con la traslación de planteamientos esenciales de su línea política al nacional-futbolismo y a la gestión del país como una empresa. En eso es también un adelantado con respecto a Trump. Por otra parte, la variedad asiática la tenemos bien representada en el letal presidente filipino, Rodrigo Duterte.
Un rasgo común a todo líder populista que se precie es el histrionismo. Si éste roza la extravagancia y se combina con propuestas lunáticas, y realidades virtuales, mejor que mejor. El espectáculo es una más de las propuestas políticas.
Y por cierto que uno de esos personajes del que nos habíamos olvidado es el antiguo presidente de Georgia, Mijeil Saakashvili, a quien en tiempos nuestra prensa aclamó como adalid de la democracia al frente de la denominada "revolución de las rosas" en 2003 que, básicamente, consistió en un asalto multitudinario contra el Parlamento, algo no tan extraño en las denominadas "revoluciones" que se han ido sucediendo en el Este desde 1989. Pues bien, tras terminar imponiendo un régimen casi autoritario y violento, Saakashvili, reclamado por cuatro cargos por corrupción, escapó a la cercana Ucrania, donde su presidente, Petró Poroshenko, le ofreció la ciudadanía ucraniana y el gobierno de la región de Odessa. Pero, ay, cosas de los populistas, "Misha" (mote popular del expresidente georgiano por su parecido con el osito homónimo de los dibujos animados) terminó mordiendo la mano de su benefactor, y hace unas pocas semanas la policía ucraniana lo detuvo en el tejado de su propia casa mientras lanzaba improperios contra Poroshenko. Por si faltara algo, el fiscal general de Ucrania acusa al ex presidente que desencadenó una guerra contra Rusia en 2008, de aceptar dinero del oligarca Serhi Kurchenko, socio del expresidente prorruso Víktor Yanukóvich, defenestrado por la revuelta del Maidán.
Tiempos curiosos y barrocos en los cuales resulta común preguntarse por qué una parte a veces significativa de la población de un país vota a ese tipo de candidatos, incluso cuando resulta bien evidente que muchos de ellos no poseen capacidad real de gobernar ni administrar, rozan púdicamente las propuestas de extrema derecha o las propasan generosamente; y cómo mínimo practican más la extravagancia que la política.
La respuesta no puede ser sencilla. De hecho, no existe sólo una, sino varias, que se articulan en una verdadera trama de motivaciones. Y los votantes tienen sus razones, surgidas de las presiones del contexto social y político, para reaccionar en esa dirección; no todo, ni mucho menos, es emocionalidad, sensacionalismo y voto de cintura hacia abajo.
Hay, con todo una primera causa genérica: la dificultad para comparar. En cada país, la tendencia general es a considerar que su líder populista es único e irrepetible, surgido del núcleo de la nación, y por ello una antena perfectamente adecuada para captar la "voluntad popular". Para muchas personas, basta con eso. Por otra parte, las comparaciones a veces se establecen con otros estadistas de la propia historia, algo que suele ser poco exacto porque el pasado, sobre todo en clave patriótica, está muy idealizado.
Pero lo que ya resulta muy difícil es asumir que ese líder populista es perfectamente comparable a otros, en toda una serie de países, del entorno geográfico o más allá. Además, en muchas ocasiones el fenómeno no ha sido simultáneo cronológicamente. Por lo tanto, en su momento no pudieron apreciar las similitudes entre Berlusconi y Trump, porque éste no había llegado al poder cuando aquel fue jefe de gobierno italiano entre 2008 y 2011.
Y en la actualidad, el común de los americanos no estarían muy interesados en comparar ambas figuras, suponiendo que conocieran la de Berlusconi, cuál fue la esencia populista de su labor de gobierno y qué comportó para Italia. Y aún así, aunque exista esa simultaneidad en el tiempo, los partidarios del reverenciado líder recurrirán a su argumento preferido ante quien pretenda perderse en comparaciones: "Tú, no entiendes nada".