Es un conflicto intratable
En el ámbito de la psicología social hablamos de conflictos intratables cuando un conflicto no tiene solución; cuando es irresoluble. En el mundo hay muchos países con conflictos irresolubles más graves que el que estamos viviendo en Cataluña, pero sí que, con más o menos intensidad, siguen el mismo patrón.
Desde hace años, estamos inmersos en un decepcionante conflicto en que los objetivos de ambas partes (la parte catalana y la española) se perciben como mutuamente incompatibles. Me refiero a unas necesidades y unos valores esenciales y básicos que cada parte considera inmutables; indispensables para la existencia y la supervivencia del propio país. Desgraciadamente, este conflicto se ha constituido como el núcleo central de la vida de miles y miles de catalanes y catalanas. Involucrados de forma constante y continua, vivimos en una especie de burbuja donde toda la vida gira alrededor de unas creencias de injusticia, de ilegitimidad del enemigo y de victimismo. La mentalidad compartida de victimismo de una parte importante de los catalanes deriva de la percepción de un daño intencionado cometido por los españoles. Sin duda, como sociedad hemos sufrido y hemos tenido pérdidas importantes y el daño percibido ha tenido consecuencias graves y duraderas; muchos catalanes lo viven como un perjuicio que se considera inmerecido, injusto e inmoral. Un daño que el grupo catalán percibe que no ha sido capaz de prevenir. Uno daño que abastece a buena parte de los catalanes de un incentivo moral para buscar justicia y oponerse al adversario; también del estímulo para movilizar el apoyo moral, político y material de la comunidad internacional.
Por desgracia, una buena parte de la sociedad cohabita dentro de esta narrativa crónica que se difunde dentro de las instituciones y por los canales de comunicación. Ambas partes deslegitiman el adversario excluyéndolo de la esfera de los humanos, atribuyéndole características negativas extremas, insultándole y desprestigiándolo. Unos y otros creen que los ultrajes que el enemigo inflige les autoriza y les da la justificación psicológica para degradarlo. Y al mismo tiempo sirve para explicar las causas del estallido del conflicto y su continuada persistencia. Y cuando más esta situación se prolonga más difícil y complicado es salir adelante, hasta el punto de que, en cuanto a nosotros, los catalanes, ya se habla de una tercera fase del “proceso” con acciones de toma del territorio.
No hablo de quien tiene la responsabilidad de haber llegado a esta situación. En este artículo sólo trato sobre la situación en la que nos encontramos. Aunque no puedo dejar de mencionar que, en mi opinión, en los conflictos intratables la parte que tiene más poder, en nuestro caso la española, es, si no del todo, casi del todo la responsable. Creada y configurada con el paso de los años, es esta misma cultura del conflicto la que, como he dicho, proporciona los fundamentos para su continuación y obstaculiza encontrar soluciones plausibles. Y lo más terrible es que esta confrontación que se vive como algo existencial, irresoluble y de suma cero nos lleva a los catalanes a unos esfuerzos psicológicos descomunales para mantener la propia identidad colectiva en alza. Una confrontación que exige la movilización y el sacrificio en lo que sea necesario y lo que haga falta. Cuando más punzante es el conflicto más aumenta la cohesión social y las conductas desprendidas hacia el grupo propio; esta fuerte cohesión social, esta férrea y tenaz resistencia, este pétreo sentimiento de pertenencia al grupo cumple una función de lo más importante a la hora de movilizar a las personas para participar activamente en el conflicto y en las creencias de que hay que aguantar lo que sea necesario. Es lo que a muchos les hace ignorar los conflictos internos y los desacuerdos con el fin de unir las fuerzas ante la amenaza externa. La estima a Cataluña y hacia la sociedad mediante la propagación de la lealtad, el amor, el cuidado y el sacrificio fortalece el grupo, desarrolla el consenso y el sentimiento de pertenencia, aumenta la solidaridad y permite orientar las fuerzas y la energía de la sociedad hacia el objetivo común de hacer frente al enemigo. Así, pues, absolutamente inmersos en un conflicto irresoluble, toda la vida gira alrededor de este.
Creo que nos urge salir de esta vía de confrontación. Unos y otros. La cultura del conflicto debe cambiar para ser sustituida por el desarrollo de una cultura de paz. Por supuesto, sería un proceso largo, gradual, complejo y difícil. Pero del mismo modo que los conflictos comienzan en la mente humana su final también se iniciará en la mente humana. Como digo, el cambio no se producirá de repente; será gradual puesto que los cambios cognitivos suelen ser lentos. Así pues, poco a poco debería prevalecer una cultura alternativa con símbolos que propaguen la paz. Que permita recobrar la confianza mutua. Una nueva cultura política que haga emerger el sentimiento de que la continuación del conflicto intratable hace daño a los objetivos y las necesidades de la sociedad; de que produce costes y sufrimientos inaceptables. De que hipoteca a las generaciones futuras. Hay que salirnos de la mentalidad embrutecedora de guerra donde todo es blanco o negro. Este proceso de cambio suele comenzar con unos pocos que fomentan estas ideas y luchan por legitimarlas e institucionalizarlas. Huelga decir que estos pocos serán objeto de escarnio e, incluso, de persecución por parte de las personas del mismo grupo. Un proceso que durará años. Necesitamos, sin duda, buscar otras opciones. Soluciones creativas que permitan salir de este nefasto callejón.