‘Equus’ o domando el caballo salvaje que se lleva dentro
Todo esto está vestido de un ropaje brillante. Una excelente iluminación que crea ambientes. Una escenografía sencilla y eficaz.
Vuelve Equus de Peter Shaffer a la cartelera madrileña casi cincuenta años después de su estreno en el Old Vic Theater de Londres. Lo hace en el Teatro Infanta Isabel. Un teatro que se ha empeñado en una programación comercial basada en buenos textos teatrales que ya han disfrutado del éxito en múltiples producciones. Obras protagonizadas por actores conocidos, al menos para el público televisivo, y con equipos artísticos de calidad.
En ese empeño traen esta obra que cuenta el proceso de curación de un adolescente que ha cometido una atrocidad. La de enuclear los ojos de varios caballos de la yeguada en la que trabajaba. Tras lo que ha dejado de hablar, lo que dificulta el proceso judicial para saber los motivos. ¿Qué puede ofrecerle la psiquiatría en esta situación? ¿Y la familia? ¿Y sus amistades?
La psiquiatría le puede ofrecer una catarsis que le cure ese dolor que tanto le hace sufrir y callar. La familia, un entorno castrador hasta cuando se le muestra como tolerante o en su aspecto más soft. Y sus amistades algo de diversión. Y todos, hasta el apuntador, le ofrecen sexo. Ya sea para hablarlo, callarlo o hacerlo. En este sentido hay una frase que dice el Dr. Dysart, el psiquiatra que trata al chaval: “[…] chupa, huele, palpa una incontable variedad de acontecimientos […]”.
De ahí que Alan, el adolescente mudo, que ha dejado ciego a los caballos, se muestre en casi todas las producciones como objeto de deseo. Esta no es menos. Los carteles y las (pocas) fotos distribuidas por la productora hacen hincapié en el joven cuerpo desnudo y musculado de Alex Villazán al lado del un caballo negro azabache. Los caballos, que al fin y al cabo siempre van desnudos, y ponen mucho a las chicas, como dice Jill, la joven compañera de trabajo de Alan que intentará acostarse con él.
Alan es, para ellos y para el público, un caballo. Un caballo salvaje. Al que el psiquiatra, la jueza que instruye el caso, los padres y su compañera de trabajo deben domar. Domesticar. Como lo están todos. El psiquiatra que convive con una mujer que se entretiene tejiendo bufandas mientras él sueña con Grecia. Una mujer a la que ni toca. La jueza que rechaza siquiera una caricia. Unos padres que solo muestran los sinsabores del matrimonio, mediados por la dificultad para educar a la prole, siempre que están en casa. Una compañera que solo quiere ser como los demás y tener sexo, mucho sexo, por el que muestra curiosidad.
Todos quieren convertirlo en ese chico que estudie, que desbarre un poco en la juventud, pero luego se case con la novia del insti o de la uni, consiga un trabajo o se quede con el negocio familiar. Repita el círculo vicioso de la vida de reproducir y reproducirse. Y abandone esas galopadas y corridas (sí, han leído bien y se refiere a eso que está pensando) nocturnas a lomos de un caballo que, por aquello de la transferencia freudiana, ha convertido en el hijo que Dios dio a los hombres, en Equus.
Todo esto está vestido de un ropaje brillante. Una excelente iluminación que crea ambientes. Una escenografía sencilla y eficaz. Basada en una serie de elementos de madera móviles y curvos que lo mismo permiten poner en escena la barra de un bar que reproducir el salón de una casa o una consulta o una marquesina de autobús a la luz de la luna.
A los que acompañan unas proyecciones en video muy cuidadas, con las que consiguen impresionantes escenas como la del mar y la galopada nocturna. Vídeos que alternan con reels cutres de TikTok del inicio colocados con mucha intención para situar al espectador contemporáneo en ese mundo de pantallas en el que crece su protagonista.
Una escenografía en la que los actores se mueven como peces en el agua. Como si fuera su medio natural. En el que, excepto Roberto Álvarez y Alex Villazán, que llevan el peso de la función, el resto tienen que multiplicarse para dar vida a todos los personajes, incluidos los temibles caballos. Algo que consiguen con sencillos cambios de vestuario, peinado (Jorge Mayor ni siquiera esto) y de actitud en escena. Algo que manejan como si tal cosa, como si fuera lo normal, algo sencillo. ¡Ja!
Actores entre los que hay química. Entre los que Carolina África, la directora de la obra ha sido capaz, gracias al concurso del elenco, de crear una interacción verosímil entre los personajes. Y, por tanto, creíble para ser seguida con interés por un público que mayoritariamente se mantiene en silencio sentados en las butacas.
A veces lo hace simplemente con pinceladas. Como las tres escenas de bar entre la jueza y el psiquiatra. A pesar de que el psiquiatra infrinja la deontología médica y comparta confidencias maritales con su paciente. A pesar de que vea la posibilidad de curación de este en la práctica de la mentira terapéutica. Algo que para el conocedor de la materia chirriará.
Sin embargo, son claves para creerse la relación de confianza médico paciente. La generada entre Roberto Álvarez, el Dr. Dysart, un psiquiatra lleno de éxitos terapéuticos por los que abandonó el territorio salvaje de la investigación, y Alan, el adolescente mudo al que le cuesta confesar(se), traicionar(se). Liberarse se sus dioses, los sudorosos caballos de pelaje negro a los que gusta peinar y acariciar.
Y aceptar que papá y mamá tienen los mismos deseos sexuales que él. Que bajo la frialdad doméstica del padre y el amor (divino) que le cuenta la madre corre un profundo río de necesidad. Que todos ellos no son otra cosa que deseos, la más de las veces insatisfechos. Que la vida consiste en acomodarse a esa insatisfacción y disfrutarla. Ponerle inteligencia emocional o religión a la cosa. Embridar al caballo y a la yegua que llevan dentro. Colocarles una silla de montar. Montarlos. Y salir a pasear, si acaso a trotar. Antes de volver a casa, al establo, a estabilizarse. Y sino ¿para eso están la psiquiatría, y sus pastillas, y la psicología con su psicoanálisis? Se sabe lo que se gana con esto, pero ¿qué se pierde? ¿Usted qué piensa?