En el espejo y en la hoja: Los rostros de la mujer moderna
Cuando era muy jovencita, solía leer con frecuencia las revistas “para mujeres” que una de mis tías había coleccionado por años. En la inmensa selección, había para todos los gustos, por lo que la mezcla de tópicos sobre la mujer parecía ser casi infinita. O al menos, lo suficiente como para abarcar una serie de temas que, al parecer, definían a la mujer dos o tres décadas atrás. Una imagen tan simplificada de lo femenino que podía resultar incómoda.
Claro está que, siendo tan pequeña, no pensaba sobre la mujer de esa forma. nadie analiza a los catorce años el tema del individuo y el género de esa forma y yo no lo hice. Lo que sí me quedó muy claro, fue la sensación persistente y dolorosa, que para el mundo de las hojas de papel glasé, los matices sobre lo femenino eran muy escasos.
— No todo es blanco y negro en el mundo — me respondió mi tía cuando le pregunté sobre su obsesión por coleccionarlas — Las revistas “para mujeres” te lo recuerda de vez en cuando.
¿Qué quería decir con eso?, me pregunté furiosa. Para mí la revista no era otra cosa que una combinación de estereotipos, lugares comunes y algo más lamentable: esa insistencia de mirar a la mujer como una figura predecible.
— De vez en cuando, es necesario recordar que todo matiz es válido — me insistió mi tía — que toda historia tiene dos versiones y nada se debe dar por supuesto.
— Y eso te lo enseña revistas llenas de recetas y consejos de belleza — me burlé. Levanté una que insistía en como complacer a un hombre “en diez rápidos pasos” — esto te lo enseña la otra versión de la historia.
Mi tía asintió, con un guiño malicioso.
— Cualquier propuesta que debata la opinión general, merece ser digna de ser leída — me respondió — La mayoría de las revistas para mujeres surgieron en una época donde ser mujer era un rol a desempeñar. Y el formato trató de brindarle las armas a esa mujer oprimida y abrumada por su rol, para que la pudiera mirarse a sí misma como algo más que madre, hija, esposa.
Miré la portada de la revista que tenía entre las manos. Una joven actriz hollywoodense sonreía a la cámara. El cabello abundante le caían en preciosos rizos sobre los hombros y todo ella tenía un aspecto radiante… e irreal. La mujer de portada era falsa, barata y radiante hasta la exageración. Me pregunté como mi tía podía suponer que algo tan insustancial podía representar a nadie y así se lo dije.
— Con el tiempo, vas a tropezar muchas veces con esa misma visión sobre la mujer — me dijo mi tía cuando le comenté lo anterior — la sociedad construyó una imagen sobre lo que somos y la sostiene sobre todo tipo de elementos culturales que no son tan fáciles de desdeñar a menos que comprendas su origen. Las revistas son un símbolo de esa evolución a medias. Todas las mujeres que las leímos siendo muy jóvenes: algunas hablaban de cocina, pero otras hablaban de ideas, de formas de comprenderte, incluso de sexo cuando aún era un tema tabú. Nos asombramos que pudiera hablar de libertad sexual como lo hacía. Que pudiera enfrentarse al estereotipo de la mujer en la cocina. Que hablara sobre días de trabajo, sobre oportunidades laborales. Muchas de mi generación encontramos ese enfoque importante.
Recordé esa conversación por años, sobre todo a medida que crecí en un país especialmente machista y en una cultura que no ve con buenos ojos los intentos de cualquier mujer de dialogar acerca de sus derechos. Con el correr del tiempo, llegué a entender de manera mucho más profunda lo que tía había intentado decirme, pero, sobre todo, el alcance de esa percepción sobre el poder de la imagen de la mujer que evoluciona y sus implicaciones. Claro está, vivo en una sociedad donde la mujer tiene pocas opciones de realización y que se hicieron mucho más restringidas a medida que la crisis económica y política se hizo más violenta. En más de una oportunidad, me pregunté cómo sería para las mujeres cuya posibilidad de éxito radicaba en el trabajo doméstico o la maternidad, encontrar una revista que te animara a salir del ambiente de la casa para probar opciones. Una idea que me intrigó por toda su complejidad.
Se lo pregunté a la madre de una de mis amigas, que ronda la quinta década de vida y que también, era asidua lectora de revistas. Mi amiga siempre me habló de su madre en términos un poco humorísticos, con su carácter firme y su extraño sentido del humor, pero en realidad se trata de una mujer que, a su modo y a su forma, batalló contra el machismo en Venezuela de una forma muy sutil pero firme. Cuando hablamos, me comenta de entrada que, para ella, el trabajo es una forma de identidad. Lo hace con cierto desparpajo, una provocación que no sé muy bien que desea expresar. Nos encontramos en su oficina pulcra y muy pequeña, con las paredes repletas de fotografías y un cierto aire amable que casi resulta hogareño. Pero también está sola. Cuando le preguntó por qué, suelta una carcajada.
- Los machos de nuestro país no están preparados ni creo que lo estén muy pronto para una mujer que piensa por sí misma, paga sus propias cuentas y hace lo que le da la gana — me dice — ¿Te parece exagerado? Pues en mi caso, lo compruebo a diario.
Es una historia que conozco hace mucho: el padre de mi amiga abandonó la familia cuando no pudo lidiar con el éxito profesional su mujer. ¿Una razón melodramática? Quizás lo sea, pero al final se trata de esa percepción casi dolorosa sobre la mujer disminuida por el estereotipo.
— Toda mujer que da la pelea a la imagen que se espera de ella, toda, es una sobreviviente. Y eso soy yo también.
— Y eso te lo enseñaron las revistas — le pregunto entre risas.
— Pienso que asumir que podía ser la mujer que imaginaba, fue mi primer gran triunfo.En mi época, el machismo era una especie de mal necesario. Aprendí a luchar contra ese machismo que nadie ve todos los días.
—¿Cómo te ves ahora mismo? — le pregunto. Ella medita la respuesta en silencio y mientras lo hace, miro a mi alrededor. Su oficina está llena de sus fotografías, de esa lenta evolución suya de la niña que fue, a la mujer plena que es. En varias de las imágenes, su exesposo sonríe. Una vida ajena, muy lejos de la que vive en la actualidad.
—Me veo como una sobreviviente — dice por último — a mí misma, a la sociedad, a los parámetros de una cultura que te dice que debes hacer.
Un concepto muy duro de asimilar, pienso, mientras camino por la calle. Miro a las mujeres a mi alrededor: Me pregunto si todas llevamos nuestra historia a cuestas, construimos una identidad a la medida de algo tan difuso como un prejuicio. No lo sé, me digo con sinceridad, pero sin duda, hay una misma visión que une, que crea una versión sobre lo femenino mucho más real y poderoso que la cultura sugiere debe ser. Y esa identidad compartida, tan radiante como intangible, la quizás sobreviva a cualquier restricción, a cualquier estereotipo cultural. Una expresión del yo atemporal.