Elogio de las serpientes
Probablemente todos los animales atienden a las corrientes subterráneas, por eso suelen escapar de terremotos y tsunamis. Ninguno sin embargo es tan astuto como los ofidios. Ellos son, en sí mismos, una corriente subterránea armada de sensores, ojos brillantes, escamas y veneno. Animal sumergido o confundido con un terreno, frío y a la vez silencioso, la serpiente concentra muy distintas imágenes del demonio. No solo la Virgen María, no solo San Jorge: todos los santos de la positividad actualmente reinante temen ese ser de umbral, más latente que patente.
La serpiente soporta el silencio y la clandestinidad. Como hoy no existe ningún afuera al que fugarse, donde no llegue el poder mutante que se confunde con nuestros sueños, la serpiente podría simbolizar para nosotros la posibilidad de desaparecer haciadentro, como un preso que se fuga en el corazón más escondido de su propia cárcel. Si la estirpe descarada que hoy nos gobierna, esa laya de reptiles estelares sin esqueleto, se parece a un ofidio sonriente, así debíamos ser también los disidentes, capaces de estar y no estar. Capaces también de un humor demoníaco, más veloz, más inteligente y lento que cualquier protocolo espectacular. Tímidos hasta la desvergüenza, deberíamos ser aptos para desaparecer en una zona de sombra, en medio de esta comedia serial que se ha empoderado de nuestras emociones.
Por algunas técnicas orientales sabemos que existe un cierto tipo de reposo y concentración capaz de la más alta velocidad. No hay ninguna posibilidad para la serpiente que somos, un ser más ágil que el deslizamiento obligatorio que hoy nos ha colonizado, si al mismo tiempo no somos más lentos. Debemos ser capaces de regresar y permanecer inmóviles en un espacio sin tiempo ni imagen. Desaparecer, camuflarse, devenir imperceptibles. Disciplinarnos para estar a solas con una penumbra que es anterior al cuerpo, con el veneno de la propia diferencia y con los miedos que ésta genera. Ser serpiente exige incluso mudar de piel, apartarnos del afán de reconocimiento y de los clichés que pretenden protegernos.
Los ofidios son el alien mutante. Se mimetizan con el ambiente, sea la quietud de la piedra o la oscilación de la hierba. La culebra desaparece en cualquier lugar. Parece incluso muerta y, de repente, ya te ha mordido. Es crucial en esas bestias ser todo cuerpo, casi sin cabeza: su inteligencia está repartida a lo largo de una sola flexibilidad. No solo paraliza su veneno, antes lo hace el miedo que provocan. Paralizar, estrangular, devorar: en efecto, la imagen del demonio. Las mujeres que pactaban con el diablo, los brujos o chamanes, ¿no tenían en los seres reptantes un aliado? Podríamos recordar incluso aquella leyenda según la cual todo ángel es terrible. Ciertamente, no hay mirada adánica -tampoco la de Whitman- que no haya sido tocada por ese mal reptante.
Dormidas al mediodía, acumulando calor para su inescrutable misterio nocturno, la inteligencia de las serpientes es la de la misma tierra y todo lo que repta, confundido con los guijarros de un camino. Por ellas comenzó la maldición de la historia, este eterno vagar en busca de una promesa, después de que los hombres -la mujer, más atenta a los signos- fueran tentados con probar la fruta del árbol prohibido.
Frente a los animales con patas, la serpiente es ágil, toda ella cintura. Ante todo son capaces de permanecer quietas, desapareciendo en su simple manera de estar ahí, camuflados con los colores de una escena. A diferencia de las pantallas táctiles, hoy erigidas en símbolo de nuestra ansiada ubicuidad, la serpiente puede ser ágil y brillante, pero también camuflarse y desaparecer, sumergiéndose bajo las superficies. "Helada serpientenoche" -a coldnightsnake-, se puede leer en GiacomoJoyce.
El mensaje de los ofidios es simple y provocadoramente contemporáneo. Bajo este perpetuo verano de la juventud publicitaria, es necesario reinventar el poder de la desconexión, la aventura de no ser nadie. Reinventar, en esta época de transparencia total y espectáculo continuo, una nueva clandestinidad. Tal vez la mujer tiene esa sabiduría dentro, esa humildad para desdoblarse y actuar a tres bandas. El drama del hombre, siempre casado con su imagen narcisista, es que le falta esta tecnología de umbral, analógica de los espectros que se deslizan.