Elogio de la vejez. De la decrepitud física y de las condiciones materiales
Con el coronavirus se ha puesto de manifiesto que las residencias de ancianos y ancianas eran más bien moritorios o morideros.
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Donde dice «fondos federales», pongan «privatización» (en Cataluña siempre un poco más, siempre a la cabeza de la privatización).
La vejez —créanme, soy una anciana; incipiente quizás, pero anciana— es una carrera, llena de dudosos y amargos hitos, más o menos acelerada, hacia la incapacidad y la impotencia. Lo explican muy bien todas las autoras —son muchas la que hablan de ello—. Margaret Drabble lo articula a través de Francesca Stubbs, protagonista de una de sus novelas.
Personalmente, me tranquiliza más un fragmento como el anterior que todos aquellos libros de autoayuda que pretenden venderte los achaques como bendiciones y una fortuna. Quizás porque no me gusta nada que me tomen por mema (eso no quiere decir que no lo sea); quizá porque me permite comprender, que es el primer paso para aceptar; quizá porque prefiero saber de qué mal tengo que morir. Pienso que en este caso la táctica de hacer de la necesidad virtud añade crueldad a la cosa.
Margaret Drabble no es la única que explica las servidumbres y miserias del envejecimiento. Por ejemplo, Ursula K. Le Guin las retrata literariamente y literalmente.
Viene a cuento decir que no hay que tener miedo de palabras como «vieja» o «anciano». Primero se intentaron sustituir por «persona mayor»; pero cuando se vio que la denominación no podía ocultar que tenía el mismo significado que «vieja» o «anciano, se ensayó «persona de la tercera edad». Podemos ir sustituyéndolas pero no hay nada que hacer. Las palabras, los eufemismos que suplantan términos que nos suenan mal tienen una vida limitada porque rápidamente absorben la carga peyorativa de la palabra que sustituyen. (El término «puta», que significaba «niña» o «chica» surgió como eufemismo y enseguida se contaminó.) Lo que molesta no es la palabra, es el concepto, es la vejez. Y ninguna palabra puede esconderlo.
El coronavirus es una radiografía, mejor dicho, es una lente de aumento de las lacras de la sociedad, de la brutalidad y crudeza del sistema económico. Sabíamos que las residencias de viejas y viejos eran aparcamientos (muchas veces con las plazas muy pequeñas y llenas de columnas); con el coronavirus se ha puesto de manifiesto que era mucho peor, que eran más bien moritorios o morideros.
Si al menos la pandemia sirve —puesto que contra el envejecimiento no puede hacerse mucho, sólo se puede aspirar a envejecer de la mejor manera posible— para que se arbitren sistemas de cara a que las residencias («asilos», les llamábamos antes y el cambio de nombre no es más que otro intento de lavarles la cara) no fueran sólo lugares donde se va a morir; se las dotara de los fondos económicos y de otros órdenes para que no acentúen ni agraven unas situaciones ya de por sí debilitantes, algo habríamos ganado. Doy por supuesto que el hecho de que, según la OMS, aquí la mitad de las muertes hayan sido de viejas y viejos que estaban en residencias, se apuntará con letras de fuego para que sea imposible que pueda pasar nunca más.
El objetivo sería que las palabras de la heroína de Drabble, Francesca Stubbs, no tuvieran que referirse, además de a la vejez, al estado y a las condiciones de las residencias.