Elogio a la cama
Onetti llegó afirmar que “todo lo importante que ocurre en la vida sucede en un lecho”.
Boxmeer es una ciudad de la provincia de Brabante Septentrional, en los Países Bajos. A finales del año 2016 se hizo “viral” cuando el corregidor decretó a todos sus habitantes –poco más de veintiocho mil– que se afanaran en buscar en “desvanes y trasteros, en todas partes”. El objeto de la pesquisa no era otro que una cama, pero no un camastro cualquiera, era aquel en el que había dormido Vicent Van Gogh casi ciento treinta años atrás.
Unas semanas antes Martin Bailey, un historiador experto en el pintor holandés, había hecho público que la cama que aparece en El dormitorio de Arlés (1888) podría haber terminado arrinconada en alguna casa de Boxmeer, al término de la Segunda Guerra Mundial.
Seguramente todos los lectores tienen el cuadro en la retina; no es para menos, es un mueble icónico para todos los amantes de la historia del arte. Dejemos que sea el propio pintor quien lo describa en una carta que dirigió a su hermano Théo: “amarillo de cromo, las almohadas y la sábana verde limón muy pálido, la manta roja sangre”.
Y es que las camas son uno de los muebles más conspicuos de la historia. Son millones las personas que tienen la costumbre de leer en la cama, entre los cuales me incluyo, y algunos, los más osados, se atreven, incluso, a escribir.
Seguramente que más de uno pensará que este tipo de actividad puede resultar de lo más fatigosa en posición yacente, sin embargo, la nómina de escritores que lo han utilizado como improvisado despacho han sido elevada.
Quizás el más afamado de todos ellos sea Juan Carlos Onetti, que según las malas lenguas pasó prácticamente los doce últimos años de su vida en la cama, entregado a beber whisky, leer, fumar y escribir, lo que mejor sabía hacer.
Para ser honestos, Onetti no hacía la labor literaria en soledad, recurría a Dolly Muhr, su abnegada esposa, que hacía las veces de secretaria improvisada anotando todas aquellas ideas que las musas sedimentaban en su cabeza. En alguna ocasión el uruguayo llegó afirmar que “todo lo importante que ocurre en la vida sucede en un lecho”.
Esta imagen dista mucho de la que tenemos, en el imaginario colectivo, de un escritor en pleno acto de creación literaria, nos lo imaginamos sentado en una silla, con pluma al ristre –en el pasado– o inclinado sobre un ordenador –en el presente–. Pero eso sí, siempre sentado.
Cuando Vicente Aleixandre fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura una cadena sueca quiso entrevistarlo y grabar algunas “piezas” en su rincón de trabajo. El escritor, con aire circunspecto, les respondió que no iba a poder ser, ya que “siempre escribo en la cama”.
No era el único que ejercía el noble arte de la escritura en horizontal, también acostumbraba a hacerlo, en cuartillas que después fijaba con chinchetas en un tablero para que su mujer ordenase y transcribiera, el rezongón Valle-Inclán. Se cuenta que la muerte lo sorprendió en la cama en plena labor creativa.
A esta generación de “escritores horizontales” habría que añadir otros muchos como Mark Twain, Truman Capote o Vladimir Nabokov. Y es que la cama ha sido el escenario en el cual se han forjado algunas de las grandes obras de la literatura universal, por ejemplo, fue allí donde George Orwell alumbró su magistral 1984.
Los escritores no son los únicos que trabajan en la cama, también algunos médicos lo hacen, bueno realmente habría que matizar, lo hacen junto a ella.
Y es que los griegos llamaron kline a un mueble en forma de lecho –una especie de diván– que utilizaban para celebrar sus symposia, sus reuniones. Con el paso del tiempo se denominó kliniké a la práctica médica de atender pacientes en la cama y en el siglo diecinueve derivó al vocablo policlínica, que no significa “muchas clínicas”, como algunos creen. Con este término se designó a los establecimientos sanitarios que se creaban para a tender a toda una ciudad –en griego polis–.
Quizás a partir de ahora cuando veamos un letrero que anuncia un “Hospital Clínico” en el desvencijado desván de nuestra memoria se dibuje la imagen de un galeno –un clínico– explorando a un paciente que se encuentra tendido y expectante en su kline.