El virus que desmoronó la sociedad viral
Antes de la pandemia hablábamos de la “España vaciada”, durante la COVID-19 nuestro suelo patrio se convirtió en un solar despoblado.
El coronavirus se hizo fuerte y habitó entre nosotros. En la “antigua realidad”, esa en la que vivíamos hasta hace unos meses, abusábamos del término “viral”. Lo empleábamos con demasiada ligereza, se hacían virales los memes, las fotos, los vídeos…
Muchos de aquellos contenidos -que corrían como la pólvora- tenían un origen anónimo y una intencionalidad muy elemental, compartir la información con un grupo reducido de personas queridas.
La diosa Fortuna nos tentaba a dar un paso más allá y con la ayuda que nos proporcionaba el todopoderoso Internet muchos ambicionaron que sus mensajes llegaran hasta los confines de esta pequeña aldea, a la que llamamos planeta. Y algunos lo consiguieron, haciéndose virales.
En aquella época pretérita y que muchos añoran, las noticias crecían de forma exponencial a medida que se propagaban -se comportaban como virus-. El mundo se expandía a una velocidad vertiginosa e inasumible, no daba tiempo a metabolizar tanta información.
Era como si no hubiese un mañana, como si estuviésemos en la antesala del big bang. Para que nos hagamos una idea, se estima que en un día cualquiera de aquella lejana normalidad, si es que se podía llamar así, se enviaban unos trescientos cincuenta millones se tuits.
En aquel pasado disfuncional podíamos presumir ingenuamente de tener más de catorce mil amigos virtuales en Facebook -a esos que llamamos followers-, a los que nunca habíamos puesto cara, y de los cuales ninguno estaría dispuesto a pasar apenas unos segundos con nosotros si estuviésemos hospitalizados. Pero, en fin, por eso no dejaban de ser nuestros amigos.
De repente un virus devolvió a la semántica al banquillo, al lugar que le correspondía, devolvió lo “viral” al mundo de la biología. Este cambio de paradigma nos obligó a replantearnos muchos conceptos.
Fue por aquel entonces cuando nos preocupó la necesidad de aplanar la curva y evitar la propagación del virus. Fue en ese momento cuando nos hubiera gustado que lo viral se extendiese de forma más pausada, a ritmo de caracol.
A pesar de todo, el homo sapiens no se resistió a quedarse varado en la tragedia y pronto comenzó la narración de una comedia. Seguimos difundiendo de forma expedita hashtags con etiquetas como #yomequedoencasa, #quedateencasa o #estevirusloparamosunidos. Mensajes breves y claros que apelaban a una acción individual en beneficio de todos, por el bien de un plural mayestático. Ante la ausencia de vacunas o fármacos antivirales efectivos combatíamos al virus con mensajes virales, le embestíamos con su propia medicina.
También fue entonces cuando empezamos a preocuparnos por los que de verdad nos importan, lo más sustancial de nuestras vidas volvió a ser la familia. Cuando descolgábamos los teléfonos inteligentes lo primero que preguntábamos era por la salud de nuestros seres queridos. Los mensajes se convirtieron en verdaderas cargas afectivas, envolturas no-proteicas llenas de emociones y afectos.
Fue entonces cuando dejamos de mirar a las pantallas de forma ensimismada y fijamos la atención en el mundo que nos rodea, el que tenemos a nuestro lado. Descubrimos que la vida está llena de pequeños gestos cotidianos que nos hacen la vida más fácil.
Descubrimos la importancia de lo que bautizamos como “trabajos esenciales”, un eufemismo como cualquier otro que usamos para designar a las personas que limpian las calles, recogen las basuras, transportan los alimentos entre dos puntos alejados de nuestra geografía… en definitiva, las personas que nos regalan felicidad diariamente sin pedir nada a cambio, ni siquiera su reconocimiento profesional.
Nuestras calles se quedaron despobladas, el silencio se hizo atronador, antes de la pandemia hablábamos de la “España vaciada”, durante la COVID-19 nuestro suelo patrio se convirtió en un solar despoblado.
Durante semanas las grandes figuras del fútbol se esfumaron de nuestras vidas, las retransmisiones deportivas perdieron el protagonismo televisivo. Fue un tiempo para mirar a nuestro lado, descubrimos la cara oculta de esos seres desconocidos que vivían al lado de nosotros y la palabra “vecino” cobró una nueva dimensión.
Fue entonces cuando anhelamos dar un corto paseo con nuestros seres queridos, practicar deporte durante algunos minutos, sentarnos en una terraza o, simplemente, abrazarnos. Estos gestos, a los que antes no dábamos importancia alguna, se convirtieron nuestra meta emocional. Como decía Groucho Marx, la felicidad está en las pequeñas cosas… un pequeño yate, una pequeña mansión, una pequeña fortuna… o, simplemente, un pequeño abrazo.