El verano en que Newton perdió sus ahorros por culpa de una burbuja financiera
«He logrado predecir el movimiento de los astros, pero no la locura del mercado».
Por Manuel Peinado Lorca, catedrático de universidad. Departamento de Ciencias de la Vida e Investigador del Instituto Franklin de Estudios Norteamericanos, Universidad de Alcalá:
El relato de cómo Isaac Newton ideó su teoría gravitacional es uno de los más familiares en la historia de la ciencia. Empieza en 1665, cuando un joven de 22 años, que llevaba cuatro estudiando en Cambridge, se vio obligado a refugiarse en la casa de campo familiar en Woolsthorpe cuando la Gran Peste llamó a las puertas de su alojamiento universitario.
Cuentan que durante su confinamiento tuvo tiempo sobrado para reflexionar tranquilamente y, después de ver caer una manzana desde un árbol que no es el manzano espurio que hoy embelesa a miles de turistas, descubrió la idea clave de la teoría de la gravedad. No está comprobado que 1665 fuera su annus mirabilis, pero es seguro que 1720 fue su annus horribilis.
Si fuese posible establecer una competición acerca del ser humano más inteligente que jamás haya existido quizás no hubiese acuerdo en reconocer al primero, pero una cosa es segura: Newton estaría en el podio. Muy pocas veces una inteligencia humana concibe una observación tan aguda e insólita como para que la comunidad científica no pueda decidir qué es lo más asombroso, el hecho en sí o haberlo concebido. La aparición de la obra maestra de Newton, los Principia, fue uno de esos momentos. Su publicación lo hizo inmediatamente famoso.
«Ningún mortal puede aproximarse más a los dioses», escribió el gran astrónomo Halley, expresando un sentimiento que no se cansaron de proclamar sus contemporáneos y muchos otros después de ellos. En el corazón de los Principia figuraban las tres leyes newtonianas del movimiento y su ley de la gravitación universal. De pronto cobraron sentido todos los movimientos del universo.
Mientras que Newton elaboraba cuidadosos cálculos sobre el preciso movimiento que regía el orden universal, otros, más pragmáticos, alentaban la ambición humana para llenarse los bolsillos. El presidente del partido Tory y Lord del Tesoro, el duque de Oxford, Robert Harley, urdió una trama que en pocos años condujo a una de las primeras burbujas financieras de la historia.
Como consecuencia de su participación en la Guerra de Sucesión Española, Inglaterra había contraído una enorme deuda pública. Dado que enjuagarla a base de subir impuestos era ya impensable sin que el pueblo se levantara en armas, el Lord del Tesoro decidió crear una empresa comercial, la Compañía de los Mares del Sur, a la que le traspasaría la deuda de la Corona. Desde el primer momento, la taimada intención de Harley era usar a la compañía como instrumento para atraer inversores fiados en la solidez y el excelente interés de los bonos del Estado.
A fin de hacerla más atractiva para convencer a los inversores de que asumieran los riesgos derivados de la deuda de guerra británica, el Gobierno concedió a la Compañía los derechos exclusivos (el denominado asiento) del comercio de bienes y esclavos con las colonias americanas de España, que Inglaterra había negociado en 1711 como compensación de su participación en la Guerra de Sucesión española en virtud de los acuerdos bilaterales entre británicos y franceses previos a la firma del Tratado de Utrecht en 1713. Como se demostraría dos años después, unos y otros se repartieron la piel del oso antes de cazarlo.
Creada la empresa, había que buscar inversores. La concesión de la exclusividad de comercio despertó el interés de los inversores ingleses. Como el comercio directo con las colonias españolas estaba muy restringido, muchos vieron en la actividad de la Compañía una fabulosa oportunidad de negocio. Las historias y rumores sobre las riquezas de Sudamérica a la espera de ser importadas a Europa y de los miles de esclavos que debían ser llevados hasta allí como mano de obra, hicieron que muchos ahorradores británicos, desde los más humildes hasta los lores más ricos del país, invirtieran y se sumaran al frenesí especulador.
El año de fundación de la Compañía, 1711, los accionistas asumieron un total de diez millones de libras esterlinas (el equivalente actual a unos 1 000 millones) en deuda del Estado a cambio de acciones de la Compañía. El Gobierno concedió a los bonistas una verdadera canonjía en aquellos tiempos convulsos: una anualidad perpetua por valor del 6 % de interés sobre los diez millones. El Gobierno tenía intención de financiar la operación por medio de las tasas y tarifas comerciales fijadas sobre los negocios suramericanos de la propia Compañía.
Este arreglo inicial hizo muy atractiva la inversión en la Compañía. En 1713 se firmó la Paz de Utrecht, y el asiento comercial se hizo público en términos mucho más desfavorables para Inglaterra (y por ende para la Compañía) de lo previsto dos años antes. Pese a ello, la empresa siguió atrayendo inversores debido a la supuesta solidez y el lucrativo interés ofrecido por los bonos del Tesoro británico.
Para mantener el apetito por las acciones de la Compañía y, por tanto, de la deuda británica, en 1719 sus correveidiles comenzaron a divulgar rumores cada vez más extravagantes sobre el valor potencial de su comercio con el Nuevo Mundo. Se hablaba de cantidades fabulosas de oro y plata sudamericanas a la espera de ser importadas a Europa. A comienzos de 1720, el astuto Harley se las apañó para que la Compañía recibiera una línea de crédito del Parlamento británico por valor de 70 millones de libras destinados a la expansión de sus actividades comerciales con las colonias hispanas.
El crédito, unido a la fantasiosa rumorología que había corrido como la pólvora por la City, causó un auténtico frenesí entre los inversores británicos, quienes, convencidos de que la línea de crédito significaba que las fabulosas promesas de obtener dinero fácil estaban a punto de cumplirse, hicieron que el valor de las acciones se disparara, pasando de 128 libras por acción en enero de 1720 a 550 libras a finales de mayo.
A principios de agosto de 1720, cuando la cotización alcanzó las 1 000 libras, la tendencia cambió bruscamente y la burbuja estalló. A parte del obvio agotamiento de los recursos económicos de la mayoría de pequeños ahorradores para poder adquirir acciones (1 000 libras de aquel entonces equivalían casi a un millón de libras del año 2000), la situación se complicó porque para poder hacer frente a los pagos de la deuda adquirida, cuyo primer vencimiento era en agosto, muchos accionistas decidieron aprovechar el alto valor de las acciones para venderlas y financiar así su propia deuda.
La venta masiva produjo una espiral descendente en los precios de las acciones. La crisis se propagó a los bancos ingleses, mucho de los cuales se habían endeudado extraordinariamente para adquirir y especular con acciones; eso produjo un repentino número de bancarrotas comerciales.
Entre los accionistas que se arruinaron estaba el hombre que llevaba 25 años dirigiendo la Casa de la Moneda, Isaac Newton, quien después de haber obtenido una jugosa plusvalía de 7 000 libras en abril, en agosto acabó perdiendo 20 000, sus ahorros de toda la vida.
Cuando su amigo Abraham DeMoivre le advirtió que había perdido todo su patrimonio, Newton exclamó:
Al fin y al cabo, como decía Spiro Agnew, «un intelectual es un tipo que no sabe cómo aparcar una bicicleta».