El valor del sacrificio
¡Qué difícil es sacrificarse por otros! Todavía más si es por una persona desconocida.
En la Ilíada de Homero hay una alusión al mito de Alcestis y Admeto, una de las historias de amor más trágicas de toda la mitología. La repasaremos brevemente. Alcestis –la hija menor de Pelías, rey de Yolco– era una princesa de una portentosa belleza, razón por la cual a nadie le extrañó que de ella se enamorase locamente Admeto, rey de Feras. Fue un amor correspondido, como pocas veces sucede en la mitología.
La historia nos cuenta que, durante la boda, los novios se olvidaron de realizar un sacrificio a la diosa Artemisa, tal y como era costumbre entre los griegos. Aquella incuria produjo el enojo de la diosa y el consecuente castigo. Artemisa anegó la habitación nupcial con serpientes y uno de aquellos ofidios mordió mortalmente a Admeto.
Por mediación del dios Apolo, el rey pudo dilatar su muerte apenas unas horas, tiempo durante el cual debería encontrar a alguien que estuviese dispuesto a ocupar su lugar en el reino de Hades.
Ahora bien, ¿quién estaría dispuesto a semejante sacrificio? ¿A quién podría pedir Admeto que entregase su vida por él? En los primeros en los que pensó fue en sus padres.
Sin embargo, y en contra de todo pronóstico, los progenitores rechazaron cambiar su destino por el de su hijo, cuando Alcestis se enteró de lo sucedido no dudó un instante en ser ella misma la que ocupase el puesto de su marido. De esta forma, al día siguiente de la boda Admeto adquirió la condición de viudo.
¡Qué difícil es sacrificarse por otros! Todavía más si es por una persona desconocida. Eso sí que es sacrificarse de verdad. Etimológicamente esta palabra –sacrificio– procede del latín sacrum y facere, es decir, literalmente significa “hacer sagradas las cosas”.
En el Museo de Yad Vashem de Jerusalén se reconoce como “justo de las naciones” a aquellas personas que arriesgaron su vida por salvar la de los judíos perseguidos por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial. En este museo se reconocen con ese título a siete españoles. Uno de ellos tiene una placa conmemorativa en el número 22 del Paseo Pintor Rosales, en Madrid, el lugar en el que vivió durante algún tiempo.
Si el turista no es advertido, pasa junto a ella sin prestar la mayor atención, a pesar de que la gesta que conmemora es digna de una película. La acción tuvo lugar entre los años 1943 y 1944 cuando Sebastián Romero Radigales, que así es como se llamaba el héroe español, ejerció de cónsul general de España en Atenas.
Cuando llegó a la capital helena ya habían comenzado las deportaciones desde Salónica hasta el campo de concentración y exterminio de Auschwitz. Durante su estancia en la Hélade se calcula que –poniendo en peligro su vida– facilitó la salida de casi ochocientos judíos sefardíes.
Gracias a los documentos de tránsito que les facilitó, el 13 de agosto de 1943, un grupo de judíos que llegó al campo de concentración de Bergen-Belsen fue finalmente trasladado al Marruecos español, salvándose de una muerte segura.
Regresemos al mito de Alcestis en el punto en el que lo habíamos dejado. Unos dicen que fue Perséfone –la esposa del dios Hades– otros que fue el mismísimo Heracles; en cualquier caso, el resultado final fue que Alcestis fue devuelta al mundo de los humanos y regresó al lado de su esposo Admeto.
Se cuenta que permaneció durante tres largos días tumbada y en un silencio sepulcral, probablemente, como consecuencia del estrés postraumático por todo lo que había visto en el inframundo. Terminados ese tiempo se levantó y pasó el resto de sus días con su esposo. Lo que el relato no cuenta es cómo pudo convivir Admeto con aquella terrible carga emocional.