El sordo
Un cuento veraniego
La sombra de la higuera es, en lo que cae (o no) la breva del verano, de muchas y beneficiosas aplicaciones. El señor Cela la tenía por insuperable para estar fresquito mientras uno se amanceba con la mano. Y todavía queda una libre para teclear en el móvil.
Menos íntimo, pero no menos placentero, es el sueñecito que nos echamos después de comer arropados por su sábana de frescor y moscas.
Pero yo me quedo con el momento en que la verde penumbra acoge la lectura de ese relato que hemos ido demorando durante todo el año.
Para quienes dispongan de tan preciada sombra, también para quienes gasten toldo, sombrilla o sombrero de paja, he pergeñado ocho cuentos pret-à-porter. Alguno asfixiante, como el verano, y el resto, frescos como la siesta.
-Mira -le dice el ayudante de dirección al segundo de producción- yo ya lo he dejado todo organizado para que José Luis grite “acción”, así que me voy a tomar una copa. Lo que venga ahora, os lo coméis vosotros.
-Tranquilo, hombre -responde el otro con sorna manchega- como falle algo, te vas a enterar por las voces del baranda. De todas formas, no es normal la tirria que le tienes a Antonio. Tampoco es para tanto, coño.
El ayudante de dirección bufa y da manotazos a las moscas que el segundo de producción le ha lanzado.
-¿Que no es normal? ¿Tú sabes la pelea que hay cada vez que toca una escena con él? Y si puede llevar melena o una peluca, pase, pero como toque pelo corto y se tenga que quitar los audífonos… No se entera de nada. Le ves poner caras y te vuelves loco tratando de averiguar qué se imagina. Cinco tomas no nos las quita nadie, así que yo me las paso con dos cubatas en el cuerpo. Cirrótico voy a acabar como este siga actuando. No sé qué le ven, que sale más en la pantalla que el Movierecord.
-Joder, Blas, como te pasas. El tío es bueno, y una vis cómica como la suya tampoco te la encuentras todos los días. ¿Cuántas escenas no ha levantado él solito? ¿Y cuántas réplicas no ha sabido llevar como quien lleva a un toro? Yo se lo oí al Garci, que si tienes un mal actor, lo mejor es ponerle frente a Antonio, que te lo hace bueno. Que cuesta… pues sí, cuesta. Pero se le tiene mucho respeto, y por algo será. -el segundo le pone la mano izquierda en el hombro al ayudante de dirección mientras le ofrece un cigarrillo con la derecha- Anda, quédate y en cuanto hagan el plano nos tomamos el pelotazo los dos.
-Vale -responde el ayudante con desánimo- pero pagas tú.
-Además, que un tío que se quedó sordo trabajando en los altos hornos de Bilbao… mucha tela, compadre. Yo eso lo respeto.
El ayudante se zafa de la mano amiga y vuelve a bufar.
-¿Qué coño los altos hornos ni qué coño Bilbao? Que es de Madrid y estudió derecho. A este lo quieren porque es del PCE y se comió su ración de cárcel en los cincuenta. Y por supuesto que eso es de respetar. Y de admirar. Pero no todos los sordos son Buñuel, no me jodas.
-Vale, para ti la perra gorda. Espérame aquí, que voy a ver qué cojones pasa con ese Citroën de atrezo ¿lo traerán marcha atrás? En dos minutos estamos en la barra.
Antonio repasa el guion. No su papel, que sabe de memoria y ha fatigado en el espejo hasta dejarlo pulido. Ahora se fija en las réplicas de los otros, intentando aprender el movimiento de los labios que le dé entrada o le indique el gesto que van a provocarle las palabras que no escuchará.
-Qué manía con que me peine hacia atrás-musita- Yo creo que José Luis lo hace a mala hostia. Es su sentido del humor. Pocos me han cuidado como él, pero está claro que disfruta haciéndome pasar un mal rato.
Como otras tantas veces, piensa si hizo bien en dejar los estudios cuando le picó el escorpión de las películas. Fue en el cine club de la facultad, lo recuerda perfectamente. Aquella tarde le decepcionó Ladrón de bicicletas, su final de teología barata y ñoña, vergonzante, que hizo sonreír al seminarista que ejercía de chota del decanato y de la policía (muchos años después, en un cine de París, descubriría que la voz en off que ensuciaba el plano final con su melaza pietista había sido un añadido de la censura española; que padre e hijo, en el lúcido corazón de De Sica, se hundían en la multitud en silencio, sin esperanza). Pero ya nunca se pudo quitar de encima el escalofrío provocado por aquellos planos furtivos, opacos, en los que la cámara, así lo sintió, no era un artilugio técnico para grabar, sino una navaja de barbero que hundía su hoja en la conciencia adormilada del espectador. No pudo evitar, ni siquiera llegó a plantearse si quería evitarlo, cambiar las aulas de Derecho por las clases de dirección en la Escuela de Cinematografía.
Cuando pasó lo que pasó y tuvo que buscar un trabajo, muchos aún le recordaban de cuando le pedían por favor que actuase para sus prácticas porque pocos en la Escuela tenían su desparpajo y su chulería, abonados como estaban al jersey de cuello alto y el gesto lúgubre. Así llegó a ser el actor que nunca pensó en ser; el que ahora se levanta del escalón en que se ha sentado para repasar el guion y pasea en círculos estirando las piernas mientras ignora el Ducados que cuelga de sus labios.
No le cuesta percibir los aspavientos que, desde la imaginaria línea que separa el rodaje del resto del mundo, le dirige un anciano; por los movimientos de los labios sabe que le está llamando, aunque no es capaz de distinguir su voz en el deforme ronroneo que percibe del exterior. Antonio se fija en el viejo, especialmente en el colmillo izquierdo que se clava en el labio inferior, en los ojos grisáceos y sin expresión, en la piel traslúcida y en los dedos largos y afilados que pretenden hipnotizarlo con los movimientos que le piden que se acerque.
-¡Coño, si es Drácula!
Se acerca al viejo con la lentitud y la pesadez de quien retrocede en el tiempo o chapotea en el barro. Cuando llega frente a él, este ya ha sacado del bolsillo de la chaqueta un cuadernillo y un bolígrafo.
-Perdone que le moleste, don Antonio, pero es que mi mujer y yo somos grandes admiradores suyos. Lo que nos reímos cada vez que usted sale en la peli. En la de Colón casi nos echan del cine… si usted me pudiera firmar un autógrafo para ella, poco contenta se iba a poner. Le pido perdón otra vez, don Antonio… esto me da mucha vergüenza.
-No se preocupe, hombre de Dios, que ha sido la gente como usted la que me ha hecho como soy. ¿Cómo se llama su mujer?
-Inma, don Antonio; Inmaculada quiero decir. Se llama Inmaculada.
El viejo se entusiasma cuando comprueba que Antonio escribe un texto largo, con caligrafía cuidada y pensando cada palabra. Antonio le devuelve el cuadernillo con una sonrisa plena, sangrante, desbocada.
-Aquí lo tiene. Que lo disfrute su señora. Y sigan yendo al cine, que es lo que importa.
Y se marcha sin atender las palabras de gratitud del anciano, que tiembla como un niño cuando lee la dedicatoria.
Para Inmaculada, esposa del comisario Gómez Casavera, al que conocían en los sótanos de Sol como “Drácula” y que me torturó hasta reventarme los tímpanos y dejarme sordo para siempre. Que usted lo pase bien.