El regreso del talibán
Lo de Afganistán viene de lejos, siempre fue un conglomerado levantisco y fraccional, de tribus dispersas, guerreras, en alianzas y hostilidades cambiantes.
La noticia fue eclipsada por la llegada de la pandemia hace año y medio. El 29 de febrero del año pasado, en Doha, Qatar, los talibanes y el gobierno de Trump firmaron un acuerdo de retirada de las tropas estadounidenses en mayo del presente año. Los talibanes se comprometían a no convertir su territorio en base para el terrorismo contra los Estados Unidos.
Lo de las negociaciones entre los talibanes y el gobierno del estado fallido afgano, cuya única viabilidad consistía en recibir dinero y armas del amigo americano, era la mejor prueba de que nunca falta un roto para un descosido.
El ejército afgano era, a todas luces, numeroso, bien armado y absolutamente ineficaz para contener a los talibanes sin el apoyo directo del ejército estadounidense. Digamos, por ser suaves, que no se veían en el papel.
Lo de Afganistán viene de lejos. Siempre fue un conglomerado levantisco y fraccional, de tribus dispersas, guerreras, en alianzas y hostilidades cambiantes, dominadoras de los valles desde las fortalezas y refugios en las masas rocosas de sus imponentes montañas. Y cuando digo siempre me remonto a los tiempos del imperio persa y aún antes.
Fueron afganos los que se opusieron con frecuencia a los sucesivos emperadores. Fue Bessos, un general del imperio persa, un sátrapa nacido en la región de Bactria, hoy repartida entre Afganistán, Tayikistan y Uzbekistán, el asesino del derrotado emperador Darío.
Bessos organizó la resistencia contra la invasión de Alejandro Magno, hasta ser apresado, entregado al general griego Ptolomeo y sobre cuya ejecución existen versiones, a cual más dura y cruel, desde la crucifixión, al desmembramiento, pasando por las mutilaciones de orejas y nariz, siguiendo las costumbres del lugar.
Fue Espitamenes, el sogdiano nacido al norte de Bactria el que entregó a su rey Bessos a las tropas del general Ptolomeo, para después rebelarse contra los invasores griegos y oponer una dura resistencia, hasta que le abandonaron sus aliados masagetas, otra coalición de pueblos que habitaban en Afganistán y las antiguas repúblicas soviéticas de Turkmenistán, Kazajistán y Uzbekistán, le cortaron la cabeza y se la enviaron a Alejandro.
Al final el joven, magno y conquistador macedonio, tras tanta guerra infructuosa, terminó casándose con una de sus princesas, Roxana. Es curioso cómo el destino de las mujeres no varía demasiado ya sean afganas, o griegas. Roxana, la pequeña estrella resplandeciente, tras la muerte de Alejandro asesinó a otras de sus viudas y terminó siendo asesinada, junto a su hijo tras perder la protección de su suegra, la madre de Alejandro, su suegra Olimpia. Ambas murieron a manos del nuevo rey de Macedonia.
Un Afganistán de pueblos levantiscos, combativos, de alianzas cambiantes, territorio de paso para todas las caravanas y de todas las invasiones de Este a Oeste, de Oeste a Este. Un triángulo de las Bermudas que se traga ejércitos, e invasores. Y esto no ha variado lo más mínimo bajo la patina musulmana. Si en sus vecinos Irán, o Irak, son mayoritariamente chiitas, en Afganistán son sunitas.
Hasta en los procesos de desmoronamiento del imperio turco propiciados por Gran Bretaña durante la Primera Guerra Mundial, los Estados que se fueron formando obedecieron a esas tensiones internas y Afganistán se conformó como un conglomerado de tribus, con frecuentes revueltas y reyes derrocados, asesinados, en el exilio, cuentan las malas lenguas que con la intervención de Lawrence de Arabia.
Entre esas montañas y esos valles se perdieron los ejércitos soviéticos y luego los estadounidenses. La invasión de Afganistán siempre ha sido un mal negocio en términos de vidas humanas y desprecio de los derechos humanos. Aunque, para decir toda la verdad, ha sido un gran negocio para los intereses que representan los responsables del gobierno de Estados Unidos.
Porque de eso se trata, de un gran negocio de los intereses petroleros, constructores, tecnológicos, militares, o farmacéuticos en los que andaban implicados. Desde la familia Bush y sus intereses petroleros compartidos con la familia de Bin Laden, a las petroleras, constructoras y energéticas del vicepresidente Cheney.
Las farmacéuticas, alimentarias, o aeroespaciales de Rumsfeld, las aseguradoras, petroleras, o consultoras de Condolezza Rice (que hasta un petrolero tiene a su nombre), las empresas tecnológicas, de internet, aeroespaciales, contratistas de defensa del general Powell.
Decididamente el gobierno de Estados unidos, con casi todos y cada uno de sus componentes de por medio, se ha comportado como un consorcio de intereses empresariales que ha convertido las guerras de Irak y de Afganistán en un impresionante negocio de un imperio que llega, arrasa, extrae, se enriquece y desaparece en busca de nuevas oportunidades de extinción.
La situación de Afganistán era ya insostenible. Estados Unidos topa en Asia con los intereses de rusos y chinos. Las reservas de cobre, cobalto, litio, hierro, mercurio, esenciales para las industrias tecnológicas, son el oscuro objeto del deseo de China y Rusia, que se han apresurado a reconocer al Emirato Islámico de Afganistán, siguiendo los pasos de países como Turquía, o Pakistán.
Viviremos una temporada hablando de derechos humanos y de las mujeres en Afganistán bajo la égida de los talibanes, para pasar luego a otras noticias y al olvido. Pero en esto, como en otras cosas, cuando oigas hablar de derechos humanos, echa mano a la cartera, porque es el negocio de unos pocos lo que se encuentra en juego.
La caída del imperio americano, de sus ricos y poderosos, de sus corporaciones multinacionales, no puede significar el retroceso de la libertad, la igualdad y los derechos en el mundo. Esa es la guerra infinita que siempre hemos librado y la tenemos por delante la especie humana en todo el planeta. La contienda que no podemos perder porque lo que se encuentra en juego es nuestra propia existencia. O la vida, o el colapso.