El pornófilo de menores
El imaginario popular, aderezado por la ficción —desde novelas a películas— muestra al delincuente relacionado con la pornografía infantil como una persona asocial, de mediana edad o anciano, de poca higiene y que a menudo es muy cruel con los niños de los que consigue abusar.
La experiencia que me dan catorce años dedicados a su persecución me ha demostrado que no es un patrón que se cumpla mucho, ni siquiera es habitual. Tampoco su investigación ni su persecución son dramáticos ni —casi nunca— sórdidos. Como delito eminentemente tecnológico, utilizamos herramientas sofisticadas, en ocasiones las más punteras del mercado o hasta diseñadas para nosotros —con la inestimable colaboración de INCIBE—, pero a ningún sospechoso se le detiene desde detrás de una pantalla: hay que conocer sus hábitos, sus relaciones sociales y familiares, entre otras y, por último, acudir a su casa. Lo hacemos de la forma más reservada posible. Aquí no hay arietes ni explosivos para tirar la puerta abajo. No hay compañeros de uniforme para asaltar la vivienda ni todo el mundo esposado en el suelo. Nuestra discreción se debe a la naturaleza del delito y del delincuente, que no es violento, salvo para sí mismo —los suicidios son esperables y, de hecho, ocurren—. Además, dado lo estigmatizante del hecho en la sociedad, evitamos en la medida de lo posible que nadie de su entorno sepa que la policía está en el edificio. No olvidemos que el sospechoso es inocente hasta que haya una sentencia firme en su contra.
Salvo aquellos que han tenido la desgracia de encontrarla por accidente —algo relativamente fácil en Internet—, la mayoría de ciudadanos desconocen qué es la pornografía infantil o, como debería ser llamada, las imágenes de explotación sexual de menores. No estamos hablando de chavales de 16 años haciéndose fotos en bañador delante de un espejo, sino de adultos violando a niños de seis años. De bebés atados y sometidos a terribles ignominias. De prepúberes obligados a tener sexo con animales. De adolescentes llorando mientras se introducen objetos en sus orificios, obligados por un acosador al otro lado de la red, que puede chantajearlos con lo que ya tiene sobre ellos. No hay en ello nada bonito o elegante. Es la crueldad elevada al grado sumo, producida de forma doméstica —aunque hay algunas organizaciones, sobre todo en Rusia y países limítrofes, más del 95% son producciones caseras—.
Estas imágenes se crean para recordar y dejar constancia de lo que se ha hecho, y se comparten para fardar de ello y conseguir a su vez nuevo material 'de calidad' —es decir, nuevo o desconocido para el grueso de consumidores—.
La lucha en su contra va más allá. Estamos ante uno de los dos delitos de mera observación que hay en el Código Penal —el otro es el de webs terroristas—. Eso quiere decir que su visualización, consulta y descarga están penalizados y dejan ante quien lo hace antecedentes por delito sexual. En esta categoría caen la inmensa mayoría de los detenidos en España. No han abusado nunca de un niño ni conocen a quién lo hace: se limitan a descargarlo de los lugares donde han ido aprendiendo que hay y, para conseguir nuevo material, intercambian el que ya poseen. Sobre esto, por supuesto, hay variedades. Algunos muestran sus colecciones por mero exhibicionismo y otros, cada vez más, montan sistemas para obtener beneficio a través de publicidad, de forma parecida a los sitios de descarga de productos protegidos por derechos de autor. Todos acaban detenidos, antes o después.
Los pornófilos de menores se justifican a menudo diciendo: "En realidad no hemos hecho daño a ningún niño, solo vemos lo que otros les han hecho". Sin embargo, cada vez que alguien ve esas imágenes, el protagonista vuelve a sufrir. Imaginemos, cualquiera de nosotros, que hemos sido víctimas de una violación y que, en cualquier momento, hay personas en el mundo que se están excitando y masturbando viendo lo que nos ha pasado. Si es traumático para un adulto, pensemos en lo que es para un chiquillo. No sería el primero que se quita la vida al no poder superarlo. Por eso —además de un posible efecto de imitación de la conducta observada, que está por demostrar— está tan perseguido. Tengamos en cuenta que las penas son muy duras. El tipo básico llega a los cinco años y el agravado, a los nueve. Eso solo por compartir lo descargado. Si, encima, lo produce, los delitos de abuso o agresión sexual, amenazas, coacciones u otros asociados se suman y el reo puede encontrarse con tranquilidad con una sentencia de cincuenta años o más.
Estos consumidores no son asociales. Están repartidos por toda la sociedad y el territorio nacional. Muchos están casados y tienen hijos —de los que nunca han abusado—. Incluso llevan una vida sexual en apariencia normal. También hay muchos menores de edad —que no por ello son impunes— y hasta algunas —escasas— mujeres. Algunos de ellos, los potencialmente más peligrosos, consumen solo ese tipo de material, pero cada vez encontramos más pansexuales que descargan y comparten todo tipo de pornografía. Para éstos, Internet ha ejercido una cierta desensibilización; no ven a la víctima que hay en los vídeos que obtienen, a pesar de que a veces hay lloros y un sufrimiento obvio, sino tan solo un objeto con el que satisfacer su deseo. Luego, en sus relaciones familiares, laborales y demás son ciudadanos en apariencia ejemplares.
Esos son la mayoría de casos que encontramos, donde nuestra visita a su domicilio es, como decíamos al principio, discreta y casi nunca hay esposas ni luces centelleantes. Otro día hablaremos de los productores, que aunque dan más miedo, tampoco se parecen en nada a los de las películas.
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Las andanzas de un policía tecnológico. Historias reales con pedófilos y otros delincuentes.