‘El perro del hortelano’, perrear con clase y a lo clásico
Una obra cuya complejidad y belleza del verso necesita buenos actores. Esta producción los tiene. Todos sin excepción.
El perro del hortelano de Lope de Vega que se puede ver en Fiesta Corral Cervantes, comienza como el nombre del centro que lo acoge. Es decir, como una fiesta. Prólogo de lo que va a ser el espectáculo. Una fiesta barroca en la que reinará la chacona, ese baile que fue considerado un poco subidito de tono para la época. Un perreo del Siglo de Oro, salvando mucho las distancias.
Un perreo en el que Diana, poderosa y deseada condesa napolitana, está enamorada hasta las trancas de Teodoro, su secretario. Pero la diferencia de clase les impide a los dos dar el paso. A ella (re)bajarse a confesarle su amor, aunque hace todo lo posible por hacer fracasar todas las aventuras amorosas de él. Lo mismo que al secretario le parece mal el subirse, pues no cree que su amor esté a la altura de la amada, por lo que se dedica al servicio, mucho más asequible e impresionable por su escribanía.
En ese quererse sin decirse que se quieren, en ese me quiere o no me quiere, desesperan. Creándose una tensión amorosa que se masca en el ambiente. Una tensión que relajan los criados con sus gracias y su llamada al sentido común. Y en esta obra hay criados y criadas para aburrir. Pues Diana, la condesa, tiene pasta gansa para tener gente a su servicio y más allá.
Tanto que hasta su secretario Teodoro se puede permitir tener también un criado: Tristán. Uno de esos personajes que a todo actor le gustaría interpretar alguna vez en la vida. Por lo que dice y por el protagonismo que va adquiriendo a medida que pasa la obra. Alguien que como un Deus ex machina encontrará solución al conflicto de clases y posibilitará la expresión pública y el consentimiento del amor.
Una obra cuya complejidad y belleza del verso necesita buenos actores. Esta producción los tiene. Todos sin excepción. Aunque los hay excepcionales. Desde luego, uno de ellos es Julio Hidalgo, que interpreta a Tristán sin que la audiencia, esté donde esté, y a pesar de la mala acústica del lugar, pierda un solo ripio. Ripios dichos y presentados con la intención del personaje. Un personaje que atesora la sabiduría y saber hacer de los que se han criado en la calle con mucha necesidad. Un saber popular del que sabe dónde está, y dónde se debe quedar, y lo que se juega en la vida.
Comentario aparte merece María Pastor, que interpreta a Diana. Sin duda el reclamo, la celebrity teatral que ha usado Fundación Siglo de Oro, los productores, para atraer al público. Si la información manejada no es incorrecta, este es su primer gran papel, después de mucho tiempo fuera de su territorio natural que fue el mítico y ya desaparecido Teatro Guindalera.
María Pastor trae formas, modos y un tono en la voz de este teatro que se notan en contraste con los otros actores. Formas y modos que son usados por el director de la obra para crear la imagen de un poder hierático. La de esas aristócratas que se ven en cuadros isabelinos y de la corte española de aquella España negra en la que no se ponía el sol.
Una condesa napolitana con flema británica, rigurosa en sus afectos, alrededor de la que sucede la vida. A la que se le permite, apenas, un mínimo temblor en la voz, mover una ceja, fijar una mirada, durante casi toda la función. Un tempano de hielo al que no se le ve arder por dentro. Con esos brazos casi siempre pegados al cuerpo que esta actriz llena de vida y movimiento, sin casi moverlos, dejando en el aire la pregunta de “pero, ¿cómo lo hace?”.
Formas que seguramente no son ajenas a la idea que el director de escena, un británico, Dominic Dromgoole, tiene sobre la nobleza de aquel tiempo. Un director que ha sido el director artístico del Globe, la reconstrucción en Londres del teatro en el que Shakespeare estrenaba sus obras. Lo que no es cualquier cosa. Director que le da un toque internacional, global a la función, pero que, al menos, vista en el corral de esta fiesta, en el caluroso agosto madrileño, se ve y se siente muy de aquí.
Un profesional que en este montaje apela a la máxima del espacio vacío de Peter Brook. Esa que dice que el escenario es un espacio vacío al que para llenarlo solo le hace falta un actor diciendo un texto, nada más.
Máxima que en este caso casi se cumple. A parte de la vestimenta, muy filipina, es decir, de la Corte de Felipe II, excepto en la farsa y los farsantes que se llenan de color, hay poco atrezzo. Lo mismo que la escenografía, que es la que ofrece el propio corral, sin más. Bueno, algún toque de luz, breve y leve.
Porque lo importante es el texto. Un texto lleno de versos endiablados. A veces trabalenguas como la carta que escribe Diana y que luego rescribe Teodoro, por orden de su señora. O muchos de los de Tristán. Versos que necesitan disposición corporal, gesto y voz, actitud.
Un texto que habla del anhelo amoroso y como se mueve en la sociedad a la que se pertenece. De la necesidad humana de amar y ser amado. De como marca esa necesidad la sociedad, la educación, la clase y el estatus.
También habla de la dificultad para saber si la persona que se quiere corresponde a ese querer. Y cómo los que rodean a los que se quieren confunden más que aclaran desde sus opiniones y prejuicios, socialmente aprendidos.
Una comedia sobre la importancia de reconocerse en la mirada del otro o de la otra, para poder ser quien realmente se es. Y no enredarse en lo que la sociedad, los colegas, la familia, el trabajo quieren que se sea, amorosamente hablando.
Enredos habitualmente trágicos en la vida real, que, convertidos en comedia, captan la empatía de un público popular y diverso que llena este corral vestidos de verano. Un público de ropas ligeras, escotes, camisetas, bermudas y chanclas que quiere, que le apetece, que va vestido para perrear.