El mundo, las estúpidas paradojas y nosotros
Pensamos una cosa, decimos públicamente lo más apropiado y al final hacemos lo que nos viene en gana.
El filósofo polaco Zygmunt Bauman nos sorprendió hace cosa de una década con su libro Tiempos líquidos: vivir en una época de incertidumbre, una aproximación sociológica de los tiempos que nos ha tocado vivir, que sostiene que las estructuras sociales ya no perduran el tiempo necesario para consolidarse y no sirven como marcos de referencia para los actos humanos.
Este interesante apunte sobre la liquidez, la volatibilidad o la conveniencia en el mundo contemporáneo nos debería hacer reflexionar sobre determinadas paradojas (hechos o expresiones aparentemente contrarias a la lógica, según la RAE). Y con ello me refiero a las afirmaciones que hacemos con alegría, las verdades que pretendemos sostener con cierta soberbia o a los actos que realizamos sin atender ni al sentido común ni a nuestras mismas prácticas o costumbres.
Con este post no pretendo relacionar todas aquellas paradojas en las que a menudo nos perdemos los seres humanos, pero sí animar a una reflexión que nos ayude a tomar conciencia de las contradicciones con que vivimos. Y me gustaría comenzar por el principio: por la propia verbalización de las incongruencias.
Acuñamos la expresión ‘políticamente correcto’ para que nuestros discursos se cuidaran muy mucho de utilizar términos o aludir a tópicos que eventualmente pudieran herir la sensibilidad u ofender a otras personas por sus particulares condiciones de género, raza, ideología, creencias, costumbres, etc.
De esta manera, en los últimos 20 años se ha extendido como la pólvora la costumbre de ser políticamente correcto no por convencimiento, sino por conveniencia. Es decir: preferimos decir lo ‘apropiado’ y pasar desapercibidos, evitando así enzarzarnos en debates estériles de principios dogmáticos, para al final hacer lo que nos viene en gana. ¿Lo que pensamos de verdad? Bueno, eso lo dejamos para los amigos más cercanos o directamente para nuestras respectivas almohadas.
Así mismo, nos hemos enriquecido en nuestra nueva convivencia líquida con una particular interpretación del término ‘juzgar’… No, no voy a transcribir la definición de la RAE, porque esto va de otra cosa. Si prejuzgar es tomar una posición frente a algo de forma anticipada, un prejuicio jamás debería tener una interpretación exclusivamente negativa ¿no es cierto?
Pues ahora ya no es así, o al menos no se entiende de esa forma. Hoy prejuzgar es tener una opinión o una posición (determinada y firme o puramente especulativa) que no coincide con la de tu interlocutor. Y basta. No hay diálogo ni se apela a la razón, consecuentemente tú tienes un prejuicio, y deberías hacértelo mirar. Y cuando antes cuestionábamos, ahora resulta que juzgamos. “Creo que has puesto el cuadro un poco torcido”. Respuesta: ”¿Me estás juzgando? ¿Es que no valgo para nada…?”. Ahí lo dejo.
Y en esto de juzgar y los prejuicios se atiende de forma maniquea y no recíproca, porque en Occidente hacemos gala de una sensibilidad exquisita con todas las culturas, mientras que en buena parte del resto del orbe nos siguen considerando infieles, cruzados, bárbaros o gaijines, y se mofan o desprecian nuestro acervo cultural. Y no pasa nada, porque decir lo contrario… Sobre esto ya escribió Alexis de Tocqueville en 1835 en La democracia en América, cuando se refirió a la dictadura de las minorías, pero de eso ya hablaremos otro día con más tiempo.
Ahora volvamos un momento los ojos a casa y reparemos en la paradoja más cruel e interesada que se pueda imaginar: todos queremos salarios dignos pero casi todos adquirimos productos extranjeros, fundamentalmente de bajo coste, ergo fabricados en países con mano de obra barata si no directamente esclava. ¿Cómo es que somos capaces de congeniar un deseo tan sano y profundo con unos actos tan egoístas y dañinos para nuestra economía doméstica?
Prácticamente en la totalidad de las familias españolas hay al menos un vehículo de combustión, pero resulta que somos los nacionales más preocupados por el calentamiento global a nivel mundial. ¿Y cómo es eso? Y es difícil encontrarte con alguien que no intente convencerte de que dejes el coche en casa y utilices el transporte público, pero lo cierto es que no llega a la mitad las personas que hacen uso de él; y, ojo, que según un estudio reciente, se incrementa su uso en las ciudades, pero se dispara el avión para ir de una otra… ¿Esto tiene algún sentido?
Pregúntale a un estadounidense qué piensa de los chinos, y luego por dónde compra online y por la marca de su móvil. ¿Y qué me decís de todos los que sólo tienen muecas de desprecio y malas palabras para cualquier asunto relacionado con Estados Unidos, pero ven series, visten ropa, juegan, comen y leen productos manufacturados en ese país? ¿Hay mayor paradoja? Bueno sí, quizás la de Oriente Medio y África, que llevan casi un siglo demonizando a Occidente y consumiendo como si no hubiera un mañana. Y así podría seguir 5.000 caracteres más, pero me detengo aquí.
Os invito a que reflexionéis, y a que compartáis con todos nosotros algunas de las paradojas más flagrantes que advirtáis. Vivimos en un mundo donde sucede de forma trepidante e intensa, pero el ejercicio del sentido común jamás debería dejar de hacerse.