El mito de la buena mujer
A través de la historia las mujeres han demostrado ser tan violentas, crueles y malvadas como los hombres.
La actriz Brie Larson no sonríe. No lo hace en las entrevistas, tampoco en los estrenos de cualquiera de las películas. Su rostro serio y neutro le ha valido cientos de críticas, una legión de enemigos virtuales y también, el estigma de ser “una mujer insoportable”. También se le acusa con frecuencia de “estar a la defensiva” y no ser “amable”. Al final, la relación de Brie con el público — sobre todo el masculino — es bastante complicada. Tanto como para que sea un elemento notorio en su corta pero exitosa carrera.
Recuerdo lo anterior cuando alguien en Twitter, hace retweet a una imagen reaccionaria en la que el autor resume “todo lo que va mal en la actualidad”. La lista incluye a la comunidad LGTB, las feministas y también a Brie Larson. Más abajo, el desconocido agrega que la actriz — que se quejó de la poca diversidad entre los críticos de cine , por lo que se ganó el epíteto de “hembrista” — es la demostración que “las mujeres pierden el toque delicado de su naturaleza” debido a “posturas extremas”. Cuando alguien más preguntó qué era lo que Brie hacía que resultaba tan incómodo, el reaccionario se apresuró a responder “No sonreír. La mujer amable es parte de nuestra cultura”. La frase me dejó aturdida y furiosa.
No es la primera vez que la escucho, claro.
Hará unos meses, recibí un correo donde un desconocido me insistía en que debía ser “una buena mujer”. Tomó como ejemplo algunos de mis artículos y me pidió “dejar de fomentar la rebeldía y el mal comportamiento” porque “una mujer siempre debe ser un dechado de virtudes, ejemplos de familia y sobre todo, consciente que tiene la responsabilidad de ser un símbolo de bondad”. Leer algo semejante me dejó perpleja, no sólo porque jamás he pensado en que soy nada de eso — ¿alguien realmente se piensa en esos términos? — sino porque además, la larga parrafada parecía resumir esa imagen distorsionada, movediza y la mayoría de las veces confusa que se tiene la mujer. Como si el mero de tener un útero y un par de pechos, te convirtiera en un referente moral por necesidad.
Pues no lo soy ni quiero serlo. Y supongo que la mayoría de las mujeres que conozco tampoco. Por supuesto, hace algunas décadas la bondad de la mujer se daba por supuesta, elemental y necesaria. Todas las mujeres eran “decentes, puras y obedientes” como imposición social, y realmente nadie se atrevía a transgredir esa visión de lo femenino, por mucho que le provocara o lo que era peor: por mucho que tuviera la necesidad de hacerlo. Era preferible sin duda, atenerse a lo obvio, a lo común. Sonreír de buena gana, llevar la falda a la altura correcta, taparse el escote. Decir siempre “por favor”, jamás una grosería. Mantenerse esbelta, delgada y pulcra. Ser una mujer de sonrisas, de las que siempre tiene algo bueno que decir. Que encaja con toda facilidad en ese estereotipo inevitable y machacón que se perpetúa década a década.
Pero ¿qué ocurre cuando no lo eres? ¿Cuando no eres amable, ni quieres serlo? ¿Cuando no eres “decente” — lo que sea que eso signifique — ni tampoco te importa serlo? ¿Cuando llevas la falda muy corta, el escote muy bajo? ¿Cuando eres respondona, mal educada, grosera? ¿Qué pasa cuando te sales del canon con tanta frecuencia que terminas preguntándote si hay algo equivocado en ti? ¿Cuándo te preguntas por qué tu feminidad parece reñida con cierto comportamiento ideal que no deseas complacer? ¿Qué ocurre cuando te llaman “puta” sólo por disfrutar de tu cuerpo y te señalan por simplemente tener la libertad de decidir sobre tu capacidad de reproducción? ¿Qué pasa cuando la Iglesia que te llama feligrés te critica por el simple hecho de ser mujer? ¿Qué sucede cuando la cultura donde naciste te presiona, te critica, te ataca sólo por no obedecer el estereotipo al que se supone te deberías someter?
No son cuestionamientos sencillos de responder, mucho menos cuando la mayoría de las veces los argumentos que sostienen las respuestas a cualquiera de ellos se basan en prejuicios sociales que se justifican en la biología. En una ocasión leí que una mujer jamás podría ser rebelde — violenta, agresiva, visceral o contradictoria — porque su código genético no se lo permite. Según ese argumento, la selección natural dotó a la mujer de una pasividad, resignación y bondad apta no sólo para fundar el hogar que los hijos pudieran necesitar para crecer, sino para brindar a la «tribu» a la que perteneciera un tipo de conocimiento intuitivo que, de otra manera, no obtendría. En otras palabras, desde incluso antes del nacimiento, la mujer tiene la predisposición a la bondad, los brazos abiertos, la resignación. Una utópica abnegación que somete a la mujer a una versión limitada, bidimensional y falsa de sí misma.
Me pregunto cuántas veces debo recordar a todos los que insisten en esas ideas el hecho que en el pasado el poder y la agresividad femenina eran celebrados como un tipo de atributo no sólo reconocible sino además temible. En ocasiones incluso necesario. Que, aunque para los hombres las palabras «rebeldía» y «maldad» suelen ser términos distintos y no paralelos, para la mujer la cosa es bien distinta. Que mujeres como Boudica o las amazonas fueron consideradas iconos de valor en su tiempo, esencialmente por su capacidad para la lucha y la guerra. Que Juana de Arco fue respetada e incluso admirada justo por las características que mi amigo supone una mujer no puede poseer. Y que, de hecho, a través de la historia las mujeres han demostrado ser tan violentas, crueles y malvadas como su contraparte masculina. Lo cual no es un logro en sí mismo, pero que demuestra que el género no hace demasiada distinción en las raíces de lo que provoca la violencia y sobre todo, la idea más elemental que sobre la maldad. Más allá de eso, me preocupa esa idea sobre la mujer sumisa y dedicada, abnegada y toda bondad que el concepto que esgrime mi amigo parece describir. Un tipo de mujer irreal que buena parte de la cultura se ha encarado por año de sostener.
Simone de Beauvoir escribió que “No se nace mujer: llega una a serlo. Ningún destino biológico, físico o económico define la figura que reviste en el seno de la sociedad la hembra humana; la civilización en conjunto es quien elabora ese producto intermedio entre el macho y el castrado al que se califica como femenino” un concepto represivo que parece coincidir con esa noción de la “buena mujer” que se impone en nuestra cultura con tanta insistencia. Quizás porque el «mal» cultural y la rebeldía, sugieren cierta individualidad que para durante siglos le fue negada a la mujer por la sociedad. La identidad de lo femenino siempre pareció depender de cómo el hombre le concebía, incapaz de subsistir — y existir — más allá de los límites de una imagen ideal confusa. Por ese motivo, la concepción de lo maligno de la mujer siempre está sujeta a algo incontrolable, a su cualidad «incompleta» y la mayoría de las veces, obra de su naturaleza descuidada y pesimista. Como si la decisión moral de lo perverso — sujeta a un objetivo moral y una percepción sobre lo ético intelectualmente compleja — estuviera vedada para la mujer.
Una y otra vez se usa el determinismo biológico no sólo para analizar el prejuicio sino, además, darle al argumento cierta consistencia. Que no lo digo yo, parece insistir esa salvedad sobre los intríngulis del código genético, lo dice el cromosoma que nos separa. Y con eso parece ser suficiente para sustentar una serie de ideas incompletas e insuficientes para justificar la mirada condescendiente sobre la mujer. Como si la mujer fuera lo que lo que el hombre imagina que es y en esa imagen ideal la maldad o cualquier atributo que pudiera desmentir esa imagen edulcorada sobre lo femenino, se rechazara de inmediato.
Claro está, la historia no hace más que desmentir el mito de la buena mujer. Para demostrar que esa percepción de la mujer como carente de matices y, sobre todo, construida a partir de una imagen abstracta sobre lo femenino, es por completo falsa. Investigaciones judiciales e históricas que demuestran que la Alemania nazi, por ejemplo, más de quinientas mil mujeres se incorporaron al servicio militar durante la Segunda Guerra Mundial para servir al frente y que 3.500 de esas mujeres se convirtieron en guardias de campos de concentración — casi el mismo número de hombres — siendo tan temibles, implacables y crueles, como sus homólogos masculinos. Que la mayoría de las mujeres nazis ejercían poder de fuego contra los reclusos en campos de concentración y participaron como miembros activos del ejército, en torturas y matanzas. ¿Cómo puede definirse ese tipo de violencia tan pragmática como la de asesinar por métodos científicos, de hambre y frío a un grupo étnico? ¿No se supone que ese especialísimo ADN femenino debería inclinar a todas las mujeres hacia un espontáneo rasgo de protección y cuidado?
¿Qué hace a una mujer buena? ¿Qué la lleva a los altares de la imaginación popular? ¿La virginidad? ¿Llamarse madre? ¿Su obediencia al estereotipo que se le impone? ¿Las borrosas virtudes que se suponen parte de su personalidad? ¿Que la hace “malvada”? ¿El simple hecho de contradecir esa interpretación sobre su personalidad? ¿Sobre sus ideas? ¿Por qué se banaliza el concepto del bien y el mal con respecto a la mujer?
Se trata de una reflexión confusa, que hace que la percepción sobre la individualidad de la mujer se torne siempre incompleta. La rebeldía femenina parece encontrarse al límite de lo que se considera comprensible dentro de las características que se supone definen al género. ¿Qué ocurre con todas las mujeres que han luchado para oponerse a un sistema que las minimiza y las infravalora? ¿Qué ocurre con las Simone de Beauvoir del mundo? ¿Las Mary Wollstonecraft? ¿Las Margaret Mead? ¿Las Simone Weil? ¿Las millones de mujeres a través de la historia que han resistido esa noción de la bondad más parecida a la estupidez moral que les han querido endilgar? ¿Son excepciones a la regla? ¿Mutaciones biológicas e intelectuales aún inclasificables? ¿O se trata de algo más complejo, fruto de esa sutil discriminación a la que se somete a toda mujer por el solo hecho de serlo?
La supuesta — y en ocasiones obligatoria — bondad que se le atribuye a la mujer, parece sugerir el hecho de una idealización peligrosa. Tanto como distorsionar la tridimensionalidad de carácter y de temperamento que no hace no sólo humanos, sino además individuos. Y quizás por eso, la idea de la “mala mujer” continúa siendo tan incómoda, tan extraña y en ocasiones incluso, desagradable para la mayoría de quienes deben enfrentarse a ella.