El Ministerio de la Desinformación
Lo que las mentiras constantes de Donald Trump han hecho a la Casa Blanca, al país y a todos sus ciudadanos.
El pasado otoño en Nueva York, en un encuentro con Volodymyr Zelensky, el presidente estadounidense, Donald Trump, explicó a su homólogo ucraniano recién elegido que lo sabía todo sobre su país porque en su momento fue propietario del certamen Miss Universo y un año lo ganó una ucraniana.
“Nos ayudó a conocer muy bien su país en muchos aspectos”, aseguró Donald Trump.
Como no es de extrañar, era todo falso. Una Miss Ucrania nunca había ganado el título de Miss Universo en los 66 años de historia del certamen, incluidos los 20 años en los que Trump fue dueño del concurso.
Algo que resulta tan poco sorprendente es que nadie se percató de la mentira ni se preocupó. De entre todo el torrente de falsedades que salen de la boca de Trump y de su cuenta de Twitter casi todos los días, una información como esta no tenía ni de lejos suficiente relevancia como para convertirse en noticia de última hora.
El día en el que visitó la Asamblea General de Naciones Unidas, Trump afirmó: “Hemos creado la mayor economía de la historia de nuestro país”. Sobre el tratado USMCA dijo: “Es un gran tratado, el mayor que hemos hecho nunca. El NAFTA era horrible. Este sustituirá al NAFTA”. Sobre Nancy Pelosi, presidenta de la Cámara de Representantes, comentó: “Muchos de los miembros de su equipo están reconsiderando su postura. Son conscientes de que están en una muy mala situación”. Sobre la promesa de su famoso muro en la frontera con México afirmó: “El muro está creciendo muchos kilómetros cada semana”. Sobre la Organización Mundial del Comercio (OMC) declaró: “La OMC no ha sido una de las mejores. De hecho, fue una creación de China, que despegó como un cohete desde el día en que firmaron”. Y, sobre las nuevas plantas de automóviles, comentó: “Muchas de las grandes empresas japonesas, a petición mía, están construyendo sus plantas de automóviles en Estados Unidos, unas plantas muy grandes en Carolina del Sur y Florida”.
Ninguna de esas afirmaciones es cierta.
La economía estadounidense no va mejor que nunca y, de hecho, durante el año solo frenó. El tratado USMCA es básicamente igual que el NAFTA, pero con pequeños retoques. Pelosi no está perdiendo apoyos entre sus compañeros demócratas. No se ha levantado ni un solo kilómetro de su muro en ningún lugar en el que no hubiera ya una valla. China no creó la OMC y Toyota y Nissan no han empezado a construir plantas de automóviles en Estados Unidos. Ni en ninguna parte.
Ese día, el escándalo que ha amenazado la presidencia de Trump –la petición que le hizo a Zelensky de que le hiciera el “favor” de investigar a un rival político– estaba en pleno apogeo, el día después de que Pelosi hubiera anunciado que se iba a llevar a cabo una investigación formal previa al proceso del impeachment.
Así resultó muy sencillo que el tema de la falsa ucraniana Miss Universo no recibiera atención.
Esto es agotador. Todo.
Llevo 33 años siendo periodista. He cubierto noticias sobre el Congreso, sobre la NASA y el programa espacial militar. En ciudades y en pequeñas localidades. En el Capitolio de Florida. En tribunales con atracadores y asesinos en serie. En todo este tiempo, nunca me había topado con un funcionario público, candidato electoral, burócrata, abogado defensor o incluso un solo criminal que fuera tan sumamente poco honesto como el actual presidente de Estados Unidos. Y eso que he pasado doce años cubriendo legislaturas en Florida.
Ese es, de hecho, el rasgo más característico de la actual Casa Blanca: el presidente suelta falsedades sobre prácticamente cualquier tema mañana, tarde y noche. Miente en entrevistas individuales, en conferencias de prensa y en reuniones con los demás líderes internacionales. Miente en sus discursos “oficiales” y en sus campañas electorales.
Sin lugar a dudas, el rasgo definitorio de este gobierno es que el presidente escupe falsedades a todas horas acerca de prácticamente cualquier tema. Miente en las entrevistas que concede a título individual, en las ruedas de prensa formales y cuando está al lado de otros dirigentes mundiales. También en sus discursos “oficiales” y en mítines de campaña.
En la sede de la CIA Trump mintió el primer día de su mandato sobre el número de personas que acudieron a su nombramiento durante un homenaje a unos funcionarios que murieron estando de servicio. Se inventó millones de votos de inmigrantes ilegales para explicar por qué Hillary ganó el voto popular. Se sacó de la manga a unas autoridades japonesas que, supuestamente, le dijeron que el Partido Demócrata quería perjudicar al país para hacerle quedar mal. Le dijo al primer ministro de Pakistán que su homólogo de India quería que él mediara para resolver el conflicto de Cachemira. Minutos después, el gobierno indio publicó un comunicado para aclarar que Narendra Modi no había dicho tal cosa.
Ha mentido en varias ocasiones sobre el famoso muro en la frontera que iba a pagar México, cuando en realidad México no ha puesto ni un solo peso. Ha dicho y sigue diciendo que China está pagando los aranceles que impuso al país, lo cual tampoco es cierto. Miente una y otra vez cuando dice que la ley que permite a los veteranos ir a un médico privado cuando hay mucha lista de espera es, en parte, cosa suya, cuando en realidad vio la luz gracias a tres de sus bestias negras: el fallecido senador republicano John McCain (Arizona) y el senador independiente Bernie Sanders (Vermont), que la redactaron, y el presidente demócrata Barack Obama, que la aprobó dos años antes de la elección de Trump.
Hasta la fecha, el presidente ha dicho muchas, muchas falsedades, varias de las cuales son directamente mentiras. Trump sabe que lo que dice no es verdad, pero lo dice de todas formas. No vamos a ponernos a citar ejemplos aquí (otros periodistas se encargan de esa titánica labor); basta con pararse a pensar en lo inverosímil que resulta todo este asunto. Cada vez que el presidente de Estados Unidos abre la boca, lo más probable es que de ella solo salgan falsedades. Cuando el vetusto líder del mundo libre pone los dedos sobre el teclado de su iPhone, los mensajes que comparte en las redes sociales tienden a ser exageraciones, invenciones sin fundamento, dramatizaciones o mentiras puras y duras.
¿Y qué es lo más preocupante de todo esto? Que, tras tres años de presidencia, estos comentarios han perdido la capacidad de sorprendernos lo más mínimo. Ha dejado de ser noticia que la persona al cargo del país más poderoso del mundo y el arsenal más destructivo de la historia es mentirosa hasta la médula. Y en esas estamos.
Si Ronald Reagan es recordado por ser el presidente que ganó la Guerra Fría y Barack Obama por ser el primer presidente negro, todo parece indicar que los libros de Historia no cubrirán precisamente de halagos a Trump, el presidente casi destituido que se inventaba cosas día sí y día también.
Hace tiempo, pero menos del que podría parecer, la complicada relación de Donald J. Trump con la verdad apenas tenía consecuencias.
Pasó de ser un agente inmobiliario de las afueras a un famoso de Manhattan y, más tarde, a un presentador de televisión cuya fama se debía a su afán por llenar las páginas de la prensa sensacionalista de Nueva York. Estaba dispuesto a hacer cualquier comentario polémico, escandaloso o provocativo con tal de acaparar titulares. A todos nos daba igual que estuviera acostándose o no con la supermodelo de turno, como decía su agente inventado, o que un miembro de la familia real británica fuera a mudarse a una de sus propiedades, salvo quizá al periodista que las pasaba canutas para rellenar las columnas correspondientes dentro del plazo.
Todo eso cambió en mayo del 2016, cuando se convirtió en el candidato a la presidencia de uno de los dos principales partidos del país. De la noche a la mañana, sus declaraciones adquirieron una gran importancia y cada sílaba que pronunciaba aparecía publicada en Estados Unidos, donde muchos no le habían hecho demasiado caso hasta entonces, y en capitales de países de todo el mundo, aunque él no lo apreciara en absoluto.
Tres años y medio después, casi todos los habitantes de este planeta que han prestado un mínimo de atención saben que, cuando el presidente de Estados Unidos hace una afirmación, lo más sano es tomárselo con una dosis de escepticismo. O varias, más bien. Y como Donald Trump exige lealtad de palabra y obra (es decir, un comportamiento que normalice el suyo), este rasgo de personalidad se convirtió desde el primer momento en una necesidad para casi todas las personas que trabajan en la Casa Blanca y los máximos responsables del ejecutivo.
Y así llegamos hasta hoy. Trump ha corrido el riesgo de ser destituido por retener cientos de millones de dólares en ayuda militar aprobados por el Congreso para obligar a un mandatario extranjero a facilitar su reelección. Por si fuera poco, también está propiciando un conflicto individual con Irán, que podría convertirse fácilmente en una guerra a gran escala.
En cuanto al tema de Ucrania, hay numerosas pruebas que corroboran las acusaciones vertidas contra él, desde testimonios hasta documentos. Y en cuanto al de Irán, existen pocas pruebas que confirmen su teoría de que el país estaba preparando un ataque inminente contra Estados Unidos.
Para salir indemne del juicio en el Senado y hacerse con la reelección a finales de año, el presidente necesita que una cantidad nada desdeñable de ciudadanos estadounidenses ignore todo esto y se fíe de su palabra.
Vistos los antecedentes, el número de razones para hacer algo así es exactamente cero.
La pasada primavera, en un vuelo de vuelta a Washington a bordo del Air Force One tras una visita a Luisiana, Steve Scalise, líder republicano de la Cámara de Representantes, no pudo contener la risa mientras recordaba las ridiculeces que plagaron las declaraciones de Trump durante aquel día: “¡Los molinos provocan cáncer! ¡Y matan a los pájaros!”.
Como manda la tradición, Trump había estado echando pestes de otra de sus bestias negras: los aerogeneradores. Que si no son fiables porque cuando no hay viento no se puede ver la televisión, que si las palas matan a los pájaros y se ceban especialmente con las águilas americanas (a saber por qué), que si devalúan las viviendas que hay a su alrededor… Incluso ha llegado a decir que provocan cáncer.
No hace falta afirmar que Trump no dijo ni una sola verdad acerca de la energía eólica. Es más, Scalise insinuaba con la frivolidad de sus comentarios que no hay que tomarse las palabras de Trump en serio. Está claro que tienen valor humorístico, pero es mejor no buscarles el sentido.
Por desgracia, a nuestro país y al resto del mundo no les queda más remedio que analizar lo que dice Trump. Aunque en la mayoría de los casos diga cosas absurdas o directamente falsas, la realidad es que él habla muy en serio, y el poder del que goza es tan inmenso que sus palabras no se pueden tomar a la ligera.
Por ejemplo, sus palabras afectaron al marine y los numerosos civiles yemeníes que murieron durante los primeros días de su mandato cuando dio luz verde a una incursión de las operaciones especiales en la zona, en parte porque Barack Obama se había negado a aprobarla.
También han afectado y seguirán afectando a Oriente Medio, donde sus decisiones de retirarse del convenio nuclear con Irán (cosa que, de nuevo, se debe a la Administración Obama), trasladar la embajada de Estados Unidos en Israel de Tel Aviv a Jerusalén y, más recientemente, asesinar al mayor líder militar de Irán, no han hecho sino desestabilizar aún más la región.
Y, desde luego, han afectado a los agricultores del Medio Oeste de Estados Unidos, que ahora corren el riesgo de quedarse sin sustento porque la guerra comercial de Trump con China ha destruido un mercado que estuvieron décadas cultivando.
Todas y cada una de estas decisiones se dejaron entrever durante meses e incluso años mediante declaraciones hiperbólicas sobre su visión estratégica, su dominio de la política exterior y su conocimiento del comercio internacional. Declaraciones que, tal y como se ha demostrado, eran objetivamente engañosas. Lo cierto es que Trump no sabe más de la guerra que “sus generales”. El tratado con Irán iba por el buen camino, tal y como declaraban fuentes de su propia administración. Y, visto lo visto, las guerras comerciales no son ni “buenas” ni “fáciles de ganar”.
Más que ninguna otra administración de los últimos tiempos, Donald Trump y su Casa Blanca están dispuestos a propagar información falsa sin más motivo que asegurar una segunda legislatura.
Hay ejemplos para dar y tomar. Trump y los suyos afirman que el precio de los medicamentos está bajando, que tenemos la mejor calidad de aire del mundo, que la construcción del muro fronterizo va viento en popa, que el ejército ha estrenado cientos de aviones y buques, que estamos recuperando empleos que se fueron a otros países.
El verano pasado, la Casa Blanca organizó una conferencia orwelliana a más no poder. El lobista de la industria del carbón que Trump había puesto al mando de la Agencia de Protección Ambiental estaba atribuyendo a su jefe los logros de Richard Nixon, Gerald Ford, Jimmy Carter, George H. W. Bush, Bill Clinton y Barack Obama en esta materia. Ahí fue cuando entramos de lleno en este mundo al revés.
Todo esto pasa tan a menudo y en tantos ámbitos que ya ni nos inmutamos. Escuchamos estas sandeces y nos encogemos de hombros. Quizá sea eso lo que buscan.
Los progresistas critican y los conservadores alaban las políticas que Trump ha puesto en marcha, desde la derogación de leyes medioambientales hasta el nombramiento de jueces procedentes de la Sociedad Federalista, pasando por una bajada de impuestos que favorece de forma desproporcionada a los más ricos. Sí, Trump ha hecho todas estas cosas, pero cualquier otro candidato republicano a las elecciones del 2016 las habría hecho casi todas, por no decir todas.
Lo único que Trump nos ha dado de su propia cosecha tendrá graves consecuencias a largo plazo: dejar por los suelos la credibilidad del Gobierno de Estados Unidos dentro y fuera del país. Por mucho que Scalise y otros republicanos quieran hacernos creer que no tiene ninguna importancia, lo cierto es que sí la tiene. Y mucha, además.
En más de 70 años de historia, la única vez que la OTAN tuvo que recurrir a la cláusula de defensa mutua fue cuando Estados Unidos fue atacado el 11 de septiembre del 2001. Soldados, pilotos y marines de 14 países arriesgaron sus vidas por defender el país.
A pesar de ello, durante los últimos tres años el presidente Trump se ha dedicado a mentir repetidamente sobre los aliados del país y sus responsabilidades financieras con la alianza militar. Ha llegado a decir que la Unión Europea se creó para perjudicar a Estados Unidos. También ha mentido sobre las condiciones de los acuerdos militares y comerciales con Japón y Corea del Sur.
Durante el primer año de Trump, el exsecretario de Defensa Jim Mattis, el consejero de Seguridad Nacional H.R. McMaster y otras personas clave de la Administración aseguraban a los altos funcionarios europeos que la relación con ellos no iba a cambiar independientemente de lo que dijera el presidente en un momento dado. No obstante, sus mensajes de tranquilidad empezaron a perder efecto cuando vieron que Trump era capaz de tomar decisiones precipitadas, como cuando anunció que abandonaría a los kurdos en Siria (que han luchado, sangrado y muerto por Estados Unidos en la guerra contra el Estado Islámico) a merced de Recep Erdoğan, mandamás de Turquía.
¿Qué pasará el día en que volvamos a necesitar de verdad a nuestros aliados habituales? ¿Cómo van a confiar en nosotros? ¿Por qué deberían confiar en nosotros?
Sin duda, lo que podría pasar en una futura crisis internacional, incluso en una tan posible y peligrosa como una guerra con Irán, es una hipótesis que, por una serie de motivos, de momento no quita el sueño a muchos estadounidenses.
Otro ejemplo más preocupante de la tóxica mezcla de osadía y deshonestidad del mandato de Trump ya se produjo en Estados Unidos hace tan solo unos meses.
El 1 de septiembre, a las 10:21 de la mañana (hora de Washington), el presidente de Estados Unidos salió de una sesión informativa sobre huracanes y decidió dar su versión de las últimas noticias en Twitter: “Además de Florida, Carolina del Sur, Carolina del Norte, Georgia y Alabama probablemente se verán afectadas (mucho) más de lo esperado. Parece que será uno de los huracanes más grandes de la historia. Ya tiene categoría 5. ¡MUCHO CUIDADO! QUE DIOS OS BENDIGA”.
La cuestión es que, por aquel entonces, la opinión general del Centro Nacional de Huracanes era que Dorian pasaría en paralelo a la costa este de Florida, Georgia y las dos Carolinas, para finalmente girar al noreste y alejarse al mar. Las observaciones y advertencias se difundieron por todas estas costas.
Es decir, el hecho de que Trump incluyera a Alabama no tiene ninguna relación con la previsión real del Centro de Huracanes.
Para entender por qué lo que ocurrió después fue tan devastador, quizá es necesario haber vivido en un estado propenso a los huracanes durante unos cuantos años. En estos sitios, la regla es muy sencilla: haz caso a los análisis y a las recomendaciones de los expertos. Sin distracciones ni tonterías. Hay vidas en juego.
También es importante entender que las advertencias públicas emitidas por los expertos se han estudiado minuciosamente para lograr un equilibrio entre proporcionar una previsión meteorológica precisa y dirigir una respuesta pública de manera organizada. Las evacuaciones son muy laboriosas y tienen sus propios riesgos y costes de oportunidad. Evacuar el sureste de Florida, por ejemplo, complica la evacuación del centro del estado porque, en primer lugar, el número de hoteles y refugios que están a un día de viaje de la costa es muy limitado y, en segundo lugar, porque en las carreteras interestatales y la autopista caben tan pocos coches que enseguida se forman atascos kilométricos. Pero lo más importante es que los meteorólogos quieren mantener la confianza general en sus decisiones para asegurarse el máximo cumplimiento ante cualquier respuesta que ordenen los responsables de emergencias. Por ejemplo, la gente detesta los pronósticos que primero dicen una cosa y luego la otra, aunque se basen fielmente en los modelos informáticos, porque les resulta desesperante y los nervios ya están por las nubes.
El tuit de Donald Trump sobre Alabama se saltó todo eso a la torera.
Intentar adivinar los motivos que lo llevaron a hacerlo solo puede causar dolor de cabeza. La explicación más sencilla es que Trump siempre ha sido adicto a los dramas. Además, su último proyecto antes de llegar a la Casa Blanca fue hacer un reality en el que esa cualidad tenía su recompensa. Alabama ha sido uno de sus estados favoritos desde una visita que hizo en campaña a Mobile en agosto del 2015, donde reunió a 30.000 personas. Él simplemente incluyó a este estado en el caso del huracán Dorian.
Las consecuencias no se hicieron esperar. La oficina del Servicio Meteorológico Nacional de Birmingham se vio desbordada con llamadas de pánico que preguntaban por el gran huracán que de repente amenazaba su estado. Los meteorólogos respondieron 20 minutos después con un tuit: “El estado de Alabama NO se verá afectado por Dorian. Repetimos: Dorian no supone un peligro para Alabama. El huracán se quedará bastante más al este”.
Esta verdad dio lugar a que Trump y su gabinete político de la Casa Blanca libraran una batalla durante una semana contra los auténticos expertos, los hechos y la verdad.
En lugar de admitir el error y pasar página, Trump insistía en que tenía razón. Aseguró (falsamente) que, en el momento de publicar el tuit, todavía existía una probabilidad considerable de que Alabama se viera afectada. Y eso, a su vez, provocó una respuesta que ya había ocurrido tantas veces antes y que continúa pasando en la actualidad: su equipo intentó manipular de nuevo la realidad para encajar la mentira que su jefe había contado y que se negaba a retirar.
Con este fin, mandaron hacer un cartel de un mapa meteorológico con la información de casi una semana antes, cuando se había previsto que la tormenta cruzara la península de Florida. Después, Trump dibujó un semicírculo con un rotulador negro para incluir el sureste de Alabama.
Y esta fue la línea oficial que siguió la Casa Blanca durante días: que Trump tenía razón y que los mejores meteorólogos del país se habían equivocado. Es más, uno de los principales responsables de prensa guardó una de las copias de aproximadamente 22 x 30 cm del antiguo mapa con la previsión en su despacho, a modo de apoyo para seguir argumentando durante meses a los periodistas que Trump tenía razón.
Todo acabó siendo muy cómico y sirvió para esconder los riesgos que había provocado.
No se puede confiar en que Trump diga la verdad o corrija errores que son obvios, ni siquiera en los temas más serios. Y lo que es peor: su equipo de la Casa Blanca y sus jefes de gabinete se ponen de su lado y regañan a los compañeros que se atreven a contradecirle.
El Servicio Meteorológico Nacional y la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica (NOAA) se encuentran entre las joyas de la corona del gobierno federal: remansos de pocas competencias independientemente de la postura política del momento. La infantilidad de Trump los sumió en el terrible caos que le rodea constantemente.
El 6 de septiembre, la sede de la NOAA hizo público un comunicado (anónimo, pero presumiblemente de parte de un representante político) respaldando a Trump y llamando la atención a la oficina de Birmingham, que, a su vez, atrajo una avalancha de repulsas por parte de prestigiosos científicos y personal del gremio. Un gran revuelo que se armó sin motivo aparente.
Y esto fue por un huracán, un fenómeno atmosférico relativamente predecible en el que la Casa Blanca no es la única fuente de información, ni siquiera la principal. ¿Qué ocurre si se trata de algo más, como un ataque terrorista, un asalto a una base militar en el extranjero o un brote de una enfermedad, y la Casa Blanca sí es la fuente principal de información o incluso la única?
¿Algo así como, por ejemplo, el asesinato dirigido al líder de una nación hostil?
Trump ha hecho que el engaño sea la seña de identidad de la Casa Blanca y ha contado con un cómplice involuntario: la propia prensa de la Casa Blanca.
En cierta medida, esto era algo inevitable, al menos al principio. Por norma general, los periodistas asumen que las personas dicen la verdad cuando hablan, y a Trump y a su equipo se les concedió el mismo beneficio de la duda. Pero esto es discutible dado su largo historial como fabulista. Recuerden que solía llamar por teléfono a los columnistas más indiscretos y, haciéndose pasar por un tal “John Barron” o “John Miller,” se inventaba historias falsas sobre sus conquistas sexuales o empresariales. Quizá no se tenía que haber confiado en Trump desde el principio.
Sin embargo, había una percepción, en gran medida impulsada por los dirigentes nacionales republicanos, de que Trump se adaptaría al trabajo, que la responsabilidad del cargo pesaría sobre sus hombros y finalmente se comportaría como un adulto.
Pero no fue así. Se da la casualidad de que estuve en el equipo de prensa del primer día de Trump al frente del cargo y pude ver con mis propios ojos cómo, delante del muro conmemorativo en la sede de la CIA al otro lado del río en Langley, en Virginia, afirmó (falsamente) que hubo al menos un millón y medio de personas en la Explanada Nacional con motivo de su estreno en el cargo y que los medios mentían al decir que la multitud era mucho menor que la de Barack Obama ocho años antes. Un par de horas después, el primer acto oficial del secretario de prensa de la Casa Blanca, Sean Spicer, consistió en entrar a la sala de prensa, repetir esas mismas mentiras y marcharse.
El bombardeo casi diario de falsedades que se sucedió a partir de entonces ayudó a que los periodistas, incluido este servidor, se olvidaran de esa reticencia tan arraigada a usar la palabra “mentira” en la prensa hablada o escrita. Además de la posibilidad de echar para atrás al público con un término tan potente, existe un problema de base: una mentira implica que el presunto mentiroso sabe que lo que está diciendo es falso en el momento en que lo dice. Es prácticamente imposible demostrar esto en tiempo real. ¿Cómo vamos a saber lo que está pasando por la cabeza de la gente cuando habla?
Sin embargo, a medida que pasaron las semanas y los meses comenzamos a ver que a Trump se le había proporcionado información rigurosa una y otra vez sobre cosas tan nimias como el tema de si Ronald Reagan había ganado en Wisconsin (sí lo hizo) o tan significativas como el de si China estaba pagando los aranceles que Trump había impuesto (no lo estaba haciendo). Y, a pesar de ello, continuó haciendo declaraciones falsas. Finalmente, esto llevó a que cada vez más medios de comunicación superaran su reticencia a llamar mentiroso a Trump cuando esté justificado.
Por desgracia, existen otros factores mucho más arraigados que han hecho que la relación de este presidente con la verdad parezca estar dentro de los límites de la normalidad, pero nada más lejos de la realidad.
En lugar de señalar las mentiras del Gobierno en el momento en que se producen, muchos periodistas las publican a modo de noticias. El titular es “El presidente ha dicho X”, en vez de “El presidente ha mentido acerca de X” o, más exactamente, “El presiente ha mentido acerca de X otra vez”.
Como antiguo periodista de Associated Press instruido en la responsabilidad de dar cobertura solo a los hechos, entiendo que hay veces en las que nuestro trabajo exige que seamos taquígrafos. Como alguien que ha cubierto a Trump desde el día que bajó por las escaleras mecánicas de su hotel, creo que esto hace un flaco favor a nuestro público. Y aun así, esta forma de trabajar es un clásico en casi toda la cobertura que se da a la Casa Blanca.
Parte de este problema viene condicionado por contar con periodistas que son demasiado jóvenes e inexpertos como para entender que el comportamiento de Trump no es simplemente algo poco habitual, sino que es aberrante y peligroso para una sociedad autónoma.
Antes cubrir las noticias de la Casa Blanca era una tarea para periodistas con una larga trayectoria. Para llegar hasta ahí, tenían que pasarse décadas cubriendo consejos escolares, comisiones del condado, tribunales penales, sedes de gobierno estatales, el Congreso, el Pentágono, el Departamento de Estado… Todo esto les proporcionaba una base sólida para comprender cómo funciona el Gobierno estadounidense y quiénes son las personas que hay detrás.
En la actualidad, la prensa de la Casa Blanca es totalmente diferente. Antes de trabajar allí, muchos periodistas quizá hayan cubierto solo unas cuantas campañas políticas o incluso solamente una. Se les presiona mucho para que expliquen los impuestos ad valorem, cómo funciona la emisión de valores o las fórmulas de financiación de los colegios a nivel estatal. Este es uno de los motivos, por ejemplo, por los que cuando los candidatos del 2016 prometieron eliminar los estándares académicos estatales (Common Core) y permitir que los consejos escolares locales pudieran decidir, muchos periodistas que cubrían esta noticia simplemente la redactaron deprisa y corriendo en lugar de preguntar a los candidatos a qué se referían, dado que los consejos locales ya controlan los consejos educativos.
Para ser justos, no es todo por su culpa. La crisis del 2008-2009 sembró el caos en el sector periodístico, puesto que se recortó el sueldo a los periodistas que más cobraban, es decir, aquellos que contaban con una década o más de experiencia. Esto dio lugar a un equipo de prensa a nivel nacional y en Washington mucho más joven y con menos experiencia que antes de la crisis, al mismo tiempo que el sector se transformaba para no quedarse atrás en cuanto a Internet y a las redes sociales.
Y es esta última pieza la que se considera el elemento más siniestro para “normalizar” a alguien como Trump.
La era de publicar uno o dos artículos al día, por no hablar de exhaustivos reportajes semanales, hace tiempo que acabó para la mayoría de las agencias periodísticas. Algunos “medios nuevos” tienen una cuota de cinco o seis artículos de opinión al día. No hace falta decir que no es la fórmula ganadora a la hora de producir un periodismo de calidad.
Sin embargo, ahora resulta que la máquina de ruido de Trump es perfecta para cumplir con esa cuota de cinco o seis artículos. Es más, entre los tuits matutinos, los comentarios imprevisibles en las sesiones de fotografía del despacho oval, los preámbulos de las reuniones del Consejo de Ministros y los gritos en el jardín sur al lado de las turbinas del Marine One en espera, Donald Trump genera el suficiente material como para una docena, incluso a veces dos docenas, de artículos de “contenido” todos los días. Esto contrasta con el mandato de Obama o de George W. Bush, cuando pasaban los días o incluso una semana sin que el presidente dijera algo de especial interés periodístico.
Por eso, incluso los altos cargos del equipo de prensa de la Casa Blanca (que son quienes deberían ser más sensatos) elogian sorprendentemente a Trump y a su administración por ser los más “accesibles” de la historia, pero sin reconocer que en gran parte el material es irrelevante o directamente falso.
Un ejemplo perfecto de esto es Sarah Huckabee Sanders. Como secretaria de prensa de la Casa Blanca, su trabajo principal debería haber sido proporcionar información rigurosa al público estadounidense a través de los medios informativos. Claro está que tenía derecho a “dar una vuelta de tuerca” a los hechos para dejar al presidente lo mejor parado posible, pero fue mucho más allá. Sin ir más lejos, a menudo afirmaba que Trump trabaja más que cualquier otra persona que ella haya conocido, y eso que su programa de trabajo es el más tranquilo de todos los presidentes desde hace al menos 50 años. Afirmaba que Trump era un experto absoluto en todos los detalles de los objetivos políticos de su gobierno, aunque con una rápida revisión de sus declaraciones se aprecia que no suele tener ni la menor idea de lo que dice la ley o, incluso a veces, sus propias órdenes ejecutivas.
Sobrepasar con creces los límites de una agente de prensa aún podría tener excusa, pero no así lo que hizo los días siguientes al despido de James Comey en mayo del 2017.
Cuando el FBI cuestionó la moralidad del despido de su director a manos de Trump con la esperanza de bloquear una investigación en torno a su campaña, Sanders dijo que había oído personalmente a “un sinfín de miembros del FBI” apoyar el despido. Cuando se le preguntó al día siguiente a cuántas personas se refería con “un sinfín”, exactamente dijo: “He oído a un gran número de personas que trabajan en el FBI decir que están muy contentas con la decisión del presidente”.
Todo resultó ser mentira. No una mentira pequeña, sino inventada de la nada con el único propósito de destruir la reputación de alguien. Esto se hizo público de manera sencilla y prosaica en el informe del asesor especial Robert Mueller casi dos años después. A partir de ese día, se debería haber tratado a Sanders como si llevara escrita la palabra “fracasada” en la frente y ningún periodista debería haber confiado en nada de lo que volviera a decir.
En lugar de eso, meses más tarde, cuando dimitió, aparentemente todo se había olvidado. Dos miembros del consejo de la Asociación de Corresponsales de la Casa Blanca incluso le hicieron una fiesta de despedida.
Llegará un día en el que Donald Trump ya no sea presidente.
Quizá dentro de un año, quizá dentro de cinco. O, en la remota posibilidad de que un giro imprevisto acabe con su destitución o renuncia, quizá en solo semanas o meses. En cualquier caso, su salida de la Casa Blanca hará tener una idea clara de lo que los estadounidenses toleran de su máxima autoridad electa.
Después de Richard Nixon, el país llegó al consenso de que lo que había ocurrido no era para nada bueno, y se introdujeron salvaguardias institucionales para intentar evitar que volviera a suceder. El uso de Nixon de unos fondos ilícitos que apenas estaban regulados para pagar a los delincuentes del Watergate terminó en la aprobación de nuevas leyes para la financiación de campañas que establecían límites y exigían una mayor transparencia. Hubo otras leyes que proporcionaron protección de datos, crearon inspectores generales independientes para los organismos ejecutivos, codificaron el historial presidencial manteniendo y reforzando la ley de libertad de información.
Por debajo de todas estas reformas se encontraba la convicción compartida de que el presidente no debía mentir ni engañar. Esta era la principal virtud que Jimmy Carter vendía en 1976: que él no mentiría al pueblo estadounidense. Era una posibilidad muy remota, pero el mensaje le hizo ganar.
¿Qué valor tiene la verdad para los estadounidenses cuatro décadas después? Las encuestas muestran que la gran mayoría de la gente sabe muy bien que Trump y su gobierno están siendo totalmente deshonestos. Una encuesta de la CNN realizada en septiembre reveló que solo un 28 % de los estadounidenses cree toda o casi toda la información que viene de la Casa Blanca. Incluso entre un 40 % y un 45 % continúa defendiendo a Trump. He hablado con muchas personas de ese colectivo que desconfían de Trump, pero le apoyan de todas formas. Entre los motivos principales: todos los políticos mienten. Entonces, ¿por qué es tan grave que lo haga Trump?
Y eso es quizá la peor mentira y la más corrosiva que Trump ha vendido a sus defensores: que todo el mundo es corrupto, que todo el mundo miente, por lo que los republicanos también pueden aliarse con un mentiroso corrupto que esté de su lado.
He visto esta actitud en los partidarios de Trump, desde Wisconsin hasta Nuevo Hampshire o Florida, cuando se enfrentan a la prueba irrefutable de las falsedades y actuaciones en interés propio de Trump. Un concejal de Plymouth (Nuevo Hampshire), cuya población es de 6752 habitantes, comentó que no le importaba si Trump era un mentiroso porque todos los políticos lo eran, aunque en ese momento no supo dar ningún ejemplo. Un tesorero del comité republicano del condado del oeste de Iowa me comentó que no le importaba que Trump estuviera intentando llevar un contrato gubernamental multimillonario a su propio complejo de golf al sur de Florida porque todos los responsables electos encuentran la manera de hacerse con dinero público.
Pues bien, no todo el mundo es corrupto. No todo el mundo miente.
De hecho, la mayoría de los políticos no mienten y hacen todo lo que está en su mano para evitarlo. Intentan presentar hechos desfavorables sobre ellos mismos de la manera más favorable posible. Se obcecan. Cambian de tema. Evitan a los periodistas y al público. Sin embargo, en general, procuran no mentir porque saben que como mínimo les traerá dolores de cabeza y a unas malas puede ser el fin de su carrera política.
Al menos esa era la situación antes de Trump.
El comportamiento de los partidarios más fervientes de Trump en la Cámara, algo que se ha visto claramente durante las audiencias del proceso de impeachment, sugiere que habrá un grupo de cargos públicos que intentará hacer de los “hechos alternativos” una característica permanente de la futura política estadounidense.
Es difícil estimar lo peligroso que podría ser eso. La revelación de que Nixon había mentido sobre algo tan importante le llevó a su caída cuando un considerable porcentaje de los votantes de su propio partido decidieron que ese comportamiento era inaceptable. Cuarenta y seis años después, con una serie análoga de hechos que ya son de dominio público sobre que Trump intentó amañar su camino a la victoria en su reelección, los votantes republicanos parecen estar dando a Trump un aprobado, aceptando a cambio una serie de mentiras sin sentido en su propia cara.
¿Cómo sobrevive un autogobierno cuando un número notable de participantes simplemente se niega a aceptar los hechos porque son perjudiciales para un líder que consiente sus prejuicios?
En astrofísica, existe la máxima de que la gravedad al final siempre gana. Una vez gastadas las fuerzas nucleares fuertes y débiles, una vez que los fotones se separan y se dispersan, la gravedad siempre permanece e inexorablemente hará que se sienta su presencia.
Esto forma parte del mundo del día a día. Se pueden ignorar los hechos, pero no desaparecen solo con desearlo. Decir que el cambio climático es un engaño no evitará que Miami, Norfolk y Annapolis se inunden cada vez que se produzca una marea primaveral. Afirmar que el norcoreano Kim Jong Un ya no está interesado en las armas nucleares resulta que no implica que sea así.
Incluso si la verdad triunfa después de la época de Trump, tendrá que ser el público estadounidense quien lo haga posible. El ciudadano medio, ese que no se pasa horas al día controlando las noticias de la televisión por cable y de Twitter, tendrá que decidir que mentir es una forma de gobierno inaceptable. Que los responsables del dinero público y del bienestar del pueblo tienen la obligación principal de decir la verdad.
Los medios informativos no pueden llevar la batuta en este asunto. Las noticias son un negocio y, en los negocios, el cliente siempre tiene la razón. Si, en este caso, el cliente prefiere oír mentiras que estén en sintonía con sus miedos y prejuicios, hay muchos medios de comunicación que ofrecen ese servicio.
La pregunta que los estadounidenses deben hacerse es si tenemos derecho a recibir información precisa de nuestra Casa Blanca o no. ¿Permitiríamos que el alcalde de una pequeña localidad mienta con tanta frecuencia sobre los negocios de la ciudad? ¿Y qué ocurriría en el caso de la directiva escolar?
En retrospectiva, es fácil entender por qué la falsa ganadora ucraniana de Miss Universo fue tan fácil de pasar por alto en las fotos del 25 de septiembre.
En esos 17 minutos, Trump afirmó falsamente que no había presionado al nuevo presidente ucraniano para que investigara a Joe y Hunter Biden a pesar de que la transcripción de la conversación telefónica dos meses antes no dejaba lugar a dudas. Afirmó que otros países europeos no estaban ayudando a Ucrania tanto como Estados Unidos, cuando sucede justo lo contrario.
Defendió los esfuerzos de su abogado Rudy Giuliani para impulsar la desacreditada teoría de la conspiración de que Rusia no había ayudado a Trump a ganar las elecciones del 2016, y que Ucrania había hecho una encerrona a Rusia con pruebas falsas. Repitió de forma falsa y repetida que China había “dado” a Hunter Biden 1500 millones de dólares (unos 1300 millones de euros).
Y, entre otras mentiras, había una declaración a Volodymyr Zelensky que casi podría calificarse como declaración de política. Al pedir Zelensky ayuda para recuperar Crimea del dominio ruso, Trump básicamente se lavó las manos y dijo que la invasión y anexión había sucedido bajo el mandato de su predecesor Barack Obama (“es solo una de esas cosas...”) e instó a Zelensky a colaborar con el líder ruso Vladimir Putin. “Realmente habéis progresado con Rusia”, le dijo Trump. “Seguid por ese camino”.
La expresión disgustada de Zelensky durante la mayor parte de la sesión habla por sí misma. Corregir a Trump sobre el concurso Miss Universo fue la menor de sus preocupaciones. Y de las nuestras.
Este artículo fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ EEUU y ha sido traducido del inglés