El gordo que te decía que hicieras ejercicio
“La humildad de los hipócritas es el más grande y el más altanero de los orgullos” (Martín Lutero).
Encendéis la televisión y aparece un gordo sentado en una silla de plástico blanco de esas que ponen en las terrazas de los bares. Sus michelines sobresalen por debajo de los reposabrazos como si fueran el airbag de un Fiat Punto que acaba de chocar contra una manada de búfalos y los brazos le cuelgan, cayendo al vacío como lenguas de grasa escupidas por un volcán triglicérido y furibundo.
Las patas de la silla se abren hacia fuera y lloran al ver esos tobillos que si fueran troncos serían milenarios, mientras tratan de sostener un peso abominable para el que no fueron diseñadas. El gordo está tan gordo que le cuesta respirar cuando anda en llano y, las cuestas, ni las intenta. Toledo lo conoce por las postales porque ni por asomo se plantea ir a comer ni carcamusas ni mazapanes. Ni aunque le inviten; tanto le cuestan las cuestas.
Porque el gordo es gordo porque sí, por comer; por comer mucho. Dice creer en Dios, pero disfruta la gula. El único problema que tiene con la comida es que les gustan todas y en cantidad. No tiene problemas de tiroides ni de nervios ni ansiedades ni nada. Pueden decir lo que quieran, que si retiene líquidos, que si es de complexión fuerte, que si curva de la felicidad... Ni caso.
Es gordo. Punto. Gordo. Su familia es una familia de gordos. Su padre fue muy gordo, su madre fue gorda, sus hermanos fueron también gordos. Su abuelo gordísimo, su abuela, su tío, su tía, sus primos, su bisabuelo, su tatarabuelo, su tastatarabuelo, el otro y el de la moto, al cual ya hemos citado. Todos gordos, emparentados y con la sangre del mismo color, porque las familias de gordos no tienen la sangre como los demás; la tienen amarilla, que sus hepatocitos ya no dan más de sí. En el agua parecen micelas.
Van al Aquarama de Benicàssim y se pasan el día donde los perritos calientes, luciendo flotadores y boyas. El niño se tira desde un tobogán y todo el parque teme que se quede atrapado y bloquee la atracción, como si fuera una de sus arterias a punto de explotar.
Minutos antes, el gordo, sentado en su silla de plástico lista para saltar por los aires o para hundirse en la tierra, se prepara para dirigirse a España en un día soleado de diciembre desde el centro de la mejor pista de entrenamiento del mejor estadio de la Real Federación Española de Atletismo, justo desde el centro, entre las calles cuatro y cinco, para que se le vea bien.
Va vestido con un elegante chándal rojo diseñado para la ocasión. De la chaqueta cuelgan medallas e insignias que ha ido ganando y/o acumulando a lo largo de su carrera; y son muchas. Sus zapatillas blancas, recién estrenadas, resaltan sobre el marrón de la tierra batida de las calles, el azul del cielo y el verde de la hierba que rodea las pistas. Es nuestro mejor deportista y tiene que estar en la postal perfecta para dirigirse al pueblo. Es mucho mejor que Rafa Nadal, que Pau Gasol, que Urdangarín y que, por supuesto, Carolina Marín, Mireia Belmonte o cualquier deportista que tenga pinta de mujer.
El gordo suda. No son los nervios de la grabación. Es el Sol Invictus y los focos del improvisado plató. Pero, sobre todo, es la digestión de la cena que se pegó la noche anterior en el KFC: pollo frito, puré de patatas, patatas con queso y beicon, Pepsi de dos litros, mazorca de maíz como ensalada y de postre, una tarrina de helado con bien de sirope por encima. Le sudan los sobacos, le suda la frente, la papada le brilla. Le echan más colorete con una esponjita para que no deslumbre en pantalla. La papada, en su caso es, o trata de ser, un avance evolutivo aumentando, la superficie corporal obteniendo así más oportunidades para poder excretar tanta toxicidad grasa.
Le avisan de que quedan tres minutos para grabar. Se seca el sudor de la frente con un pañuelo de papel. Se carga el pañuelo, se carga el peinado. Le retocan. Se recoloca en la silla; la chaqueta del chándal no puede soportar la presión de la barriga y la cremallera se abre por abajo. Se carga la cremallera. Le tienen que poner un imperdible. “Está gordísimo”, comentan los de vestuario por lo bajini. “Se sale del plano”, dicen los cámaras entre sí. “Huele a pollo frito”, es la comidilla en el plató. O la comilona.
Quedan dos minutos para la grabación. Pide un cigarro a uno de sus asesores. Lo enciende y le da dos, tres, cuatro caladas seguidas; no le va a dar tiempo a fumarlo entero. Le da una quinta calada hasta donde le alcanza su escasa capacidad pulmonar y se lo devuelve a su asesor para que lo apague. Echa el humo hacia el frente y se envuelve a sí mismo en una nube de tabaco. Queda un minuto.
Uno de los asesores abanica el aire alrededor, que no es cuestión de que aparezca en los televisores de toda España como si aquello fuera un programa de esos de Ha nacido una estrella, porque con la estrella ya nació y es otro humo el que tiene que vender. Otro de sus asesores le acerca un espejo de mano. El gordo abre la boca, se mira los dientes, amarillos como su sangre. Pide que le acerquen su petaca. Toma un trago de ginebra. Algunos dicen que la quinina blanquea los dientes. Se los frota con la parte medial del dedo índice. Luego se los humedece con la lengua y traga los restos que consigue sacar. Ya está listo. Tres, dos, uno, se enciende el piloto rojo de la cámara principal:
―Españoles…
Y el gordo se dirige a todo el país para recordarnos la importancia que tiene hacer deporte y llevar una vida sana. Habla de lo importante que es inculcar a nuestros hijos una mentalidad saludable. Resalta el poder y el impacto que tiene la dieta mediterránea, la nuestra gracias a Dios, sobre nuestro organismo y vida.
Nos exhorta a que abandonemos el consumo de comida basura. O que limitemos su consumo, al menos. Se cabrea cuando habla del tabaco. De otras drogas ni habla. Incide en la importancia que tiene el deporte en nuestras vidas y el beneficio físico y mental que nos aporta. Cinco horas a la semana es más que suficiente si no te dedicas a ello de manera profesional como él, aunque todos seamos iguales.
Habla de la necesidad del Fair Play en el deporte y en nuestro día a día. Mete una pullita a Netflix cuando habla sobre el sedentarismo y nos anima a leer. Recomienda la Guía ética y reglas básicas para la buena práctica del deporte y una vida salubre. Es un libro de un solo tomo escrito hace muchos años por deportistas de élite, que contiene todas las claves necesarias para poner en práctica todo lo que, en teoría, ya deberíamos saber y respetar. Es de tal calibre la biblia que se la venera una vez al año.
Casi nadie se la ha leído pero la comprenden. Los que se la deberían haber leído, la comprenden mal. Pero lo fundamental está escrito en ella. Lo demás, lo apócrifo, es engañoso. Si todos y cada uno de nosotros cumpliéramos con todos los puntos señalados en todos y en cada uno de los capítulos, seríamos mucho mejores, más sanos, más longevos, más rentables para los demás y para nosotros mismos. La biblia apenas se ha revisado con los años, pero da igual porque, aunque el tiempo haya trascurrido rápido y a velocidad vertiginosa, sigue diciendo la verdad y nada más que la verdad. Y la verdad, al ser un concepto absoluto, es la misma ahora que antaño.
Chúpate esa. Da igual que ahora los médicos recomienden no comer más de X huevos a la semana. La biblia dice que es bueno comer un huevo al día. Y esto es así. Y si las madres dicen que hay que esperar dos horas después de comer antes de meterse en la piscina, nos esperamos dos horas, que para eso son madres y algo sabrán.
Fin de la emisión
Y la gente, su público, sus devotos y sus detractores, conocen de sobra al gordo, saben qué tipo de vida lleva, saben quién es y, aun así, se sientan cada año frente a la televisión para escuchar su mensaje. Luego, todos lo analizan. Unos están a favor y se lo creen; o hacen como si se lo creyeran, igual que hace él. Otros están en contra y no se creen nada. Pero todos se sientan frente al televisor.
Unos se indignan porque un gordo así les hable sobre vida sana y otros lo dulcifican diciendo que no es un gordo, que tan solo se salta la dieta de vez en cuando. Pero se sientan frente al televisor. Unos aplauden porque ha tenido bonitas palabras para los afectados de La Palma y otros en La Palma se acuerdan de que no tienen casa y que, por mucho deporte que haga el gordo, así seguirán. Pero se sientan frente al televisor.
Al final, y como siempre, la mayoría prefiere comportarse como esos niños que se tapan la cara con la palma de una mano para no ver, pero abren bien sus deditos para poder mirar entre las rendijas. Y se sientan frente al televisor.
Otros no se sientan frente al televisor. No tienen necesidad de perder el tiempo escuchando a un gordo contar milongas.