El día que mi padre me echó de casa por ser gay me cambió la vida para siempre
Estábamos en el porche trasero. Una columna de humo ascendía desde la barbacoa de al lado y en el aire flotaba el olor del pollo a la brasa. Mi padre estaba más callado de lo habitual. Le dio un sorbo largo a su botellín de cerveza. Le pregunté: "¿Estás bien?".
De la nada, me dijo mi padre: "Si decides ser gay, dejarás de formar parte de esta familia. ¿Quieres ese estilo de vida? Pues vive así en otra parte".
Dirigió la mirada al bosque. No quería mirarme. Pensar en mí, en lo que era, le ponía enfermo. La vergüenza me superó. El sudor empezó a empaparme la camiseta y tuve que esforzarme para mantener dentro la bilis que me asomaba por la garganta. Le pregunté cómo lo había averiguado. Me había expuesto mi hermanastra.
Tartamudeando, intenté explicarle que no era una decisión. Sin embargo, a mis 18 años (pillado con la guardia completamente baja), no supe defenderme. Tampoco habría servido de nada. Mi padre, al igual que muchos otros padres, pensaba que era una situación clara de blanco o negro. O era gay o no lo era. Y lo era.
En cuestión de 48 horas, ya tenía las maletas hechas. Miré hacia atrás desde la carretera, con una parte de mí deseando que mi padre viera mi terror y cambiara de opinión. No lo hizo. Estaba con los brazos cruzados en el pecho, como un escudo, impertérrito, pese a que mi madrastra tironeaba de él con las lágrimas cayéndole por el rostro y diciéndole: "Es tu único hijo, no hagas esto". Pero había una disciplina marcial en casa y lo que él mandaba se hacía. La decisión estaba tomada.
Este mes se cumplen 20 años desde que todos mis temores se hicieron realidad. Me habían descubierto. Había sido repudiado. Rechazado. En mi vida me había sentido tan solo.
Para una persona de cualquier edad, pero especialmente para un chaval, es una experiencia devastadora. Tu padre diciéndote: "No me gusta cómo eres y no quiero tener nada que ver contigo". Me sentía insignificante. El desencanto y el odio hacia mí mismo cuajaron la idea de que había nacido con algo mal, que yo mismo era un error. Gay era una palabra negativa, tres letras grabadas a fuego en mi alma y que me identificaban como un indeseable.
En defensa de mi padre, es cierto que me dio alternativa. Me dijo que podría "quedarme y formar parte de la familia" si (y solo si) me atenía a las siguientes condiciones: 1. Ir al psicólogo una vez por semana costeándomelo yo. 2. Ir a misa todos los miércoles por la noche y dos veces los domingos. 3. Empezar a salir con alguna chica de esa iglesia que contara con la aprobación de mi padre. 4. No intentar asociarme con ningún miembro de la "persuasión homosexual". 5. Dejar de ser gay a todos los efectos.
Ya había luchado contra esto durante toda mi vida. Era consciente de que no podía cambiarme a mí mismo. Creedme, lo había intentado. Durante más de una década viviendo encerrado en el armario como joven queer de Texas, rodeado de machismo, intolerancia y homofobia, había intentado desesperadamente ser lo que no era. Había chicas preciosas, pero hiciera lo que hiciese, no podía evitar fijarme en los hombres. Nada iba a poder cambiar eso, ni siquiera la amenaza de perderlo todo.
En la época y el lugar en el que crecí, no se hablaba abiertamente de la homosexualidad, salvo como conocidísimo pecado y afrenta a Dios. Gay era una palabrota que volaba como insulto en los patios de recreo y en las discusiones de borrachos. Ser gay no tenía ningún aspecto positivo. Era algo vil y despreciable. Así pues, incluso cuando mi padre me expuso, estaba demasiado asustado como para buscar ayuda. En la familia de mi padre eran estrictos baptistas del sur. En la de mi madre, eran devotos de la Iglesia de Cristo. Mi madre era bipolar y había desaparecido con mi hermano, aún un bebé, hacía un año. Echando la vista atrás, tendría que haberles pedido ayuda a mis amigos, pero ellos tampoco lo sabían y mi corazón no habría podido soportar más rechazo.
No sabía adónde ir y pensé: "Si voy a ser un sintecho, mejor ser un sintecho en un lugar chulo". Así que me fui a Nueva Orleans.
Mudarme a la costa de Luisiana en plena estación húmeda de verano no fue precisamente una genialidad por mi parte. Sin embargo, todo esto sucedió antes del boom del Internet y los móviles, de modo que buscar en Google con el smartphone "mejores sitios para ser un sintecho" no era una opción. Todas mis posesiones se reducían a una mochila cargada de libros, un bolso de lona con ropa y los 117 dólares que llevaba entre billetes y monedas en los bolsillos de mis vaqueros.
Durante los días siguientes, intenté desesperadamente aferrarme a un pequeño rayo de esperanza que susurraba: "Vas a encontrar el modo de salir de esta". Pero esa voz era más débil cada noche que pasaba tratando de sobrevivir.
Ese verano aprendí muchas cosas: descubrí lo que es ser rechazado en puestos de trabajo con un salario mínimo por no tener un número de teléfono fijo de casa (ni casa, siquiera). Descubrí lo que es encontrar la cena en contenedores de basura (querré eternamente a esos turistas que no se terminan las patatas fritas XL). Descubrí lo que es ser atacado en un refugio y recibir palizas en la calle por parte borrachos desconocidos solo por diversión, o ser acosado por la Policía por dormir en los bancos del parque. Descubrí lo que es pasar la noche con un desconocido para poder dormir en una cama suave y darme una ducha caliente. Y descubrí lo que es que te persiga una oscuridad pura y dura en forma de depresión, ansiedad y ataques de pánico. Había noches que pensaba: "Hasta aquí he llegado. No lo voy a conseguir. No voy a despertar mañana". De algún modo, la mañana siempre llegaba.
Tras cuatro meses viviendo en la incertidumbre y el miedo, por fin aprendí otra cosa: no pasa nada por buscar y pedir ayuda.
Encontré un teléfono público y pulsé el número 0 para hacer una llamada a cobro revertido (así se hacía en los viejos tiempos antes de que todo el mundo tuviera móvil). Llamé a mi abuela, mi fervientemente religiosa abuela. Llevaba cinco días sin comer y lo único que quería era 20 dólares para comprarme un menú que no estuviera medio enterrado entre moscas. Cuando oí su voz, me fallaron las fuerzas. Lloré y gimoteé; los mocos se me caían sobre el teléfono. Ella también lloró y me dijo que llevaba todo el verano intentando encontrarme. Me preguntó por qué no había llamado antes. Le respondí: "Eres religiosa, Dios es lo primero". Y ella me replicó: "No, la familia es lo primero".
Me envió 300 dólares y me dijo que buscara un hotel, que me diera una ducha y que me subiera a un bus para "volver a casa". A esas alturas, la palabra "casa" había perdido todo su significado. Pero fui de todos modos. Con su ayuda, su amor y su apoyo emocional, encontré dos trabajos, unas cuantas becas y empecé mis estudios universitarios. Al final, me mudé de Texas a Nueva York para perseguir mi sueño de trabajar en la industria editorial.
Veinte años después, con la ayuda de innumerables sesiones de terapia, por fin me va bien por mi cuenta. Me he labrado una carrera editando y escribiendo cómics, novelas gráficas y libros infantiles. Tengo una buena calificación de crédito y un apartamento estupendo. He construido una maravillosa familia de amigos y una relación sana y honesta con mi pareja. Me he mudado a Los Ángeles, donde disfruto de una ración sana de sol. He retomado el contacto con mi hermano, el bebé (que ya no es muy bebé y que no tuvo ningún problema con mi homosexualidad). Y sigo hablando a diario con mi abuela.
Incluso he vuelto a hablar con mi padre. Más o menos por las fechas en las que terminé la universidad, contacté con él para decirle que seguía vivo y que sería bienvenido si decidía retomar la relación conmigo. Al principio, se mostró reticente. Con los años, empezó a aceptar que no yo no iba a cambiar. Tuvimos un montón de discusiones e incluso algún momento en el que pensé que llegaríamos a las manos. Sin embargo, al final él aceptó mi homosexualidad y yo acepté que jamás me diría "lo siento".
A día de hoy, sigue insistiendo en que hizo lo que pensó que sería "mejor para mí". Nuestra relación actual no es la ideal, pero supongo que esto es mejor que nada. De vez en cuando nos ponemos al día por teléfono o nos deseamos felices fiestas. En muchos sentidos, me sigo sintiendo como un huérfano, un muchacho que perdió a su familia hace mucho tiempo.
En ocasiones, pasa algo que me hace sentirme como antes. Al instante, me siento rechazado, insignificante y completamente solo. Puedo pasar días deprimido o sufrir ataques de pánico. Pero me recupero. También intento recordarme a mí mismo que son sentimientos antiguos de otra época, de sucesos que quedaron atrás hace mucho. ¿Que cómo estoy ahora? Ahora estoy bien. Estoy a salvo. Y ya no estoy solo.
Últimamente ejercito mi gratitud. Porque me siento agradecido por lo que sucedió. Sí, agradecido. No porque sucediera eso, sino porque me hizo más fuerte, mejor persona y más empático. Sobreviví. Pero no todos lo logran. Y, ciertamente, nadie lo supera sin secuelas.
Este post fue publicado originalmente en el 'HuffPost' Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.