El desarraigo de la generación 'made in crisis'
A nuestra generación le ha tocado lidiar con la incertidumbre como animal de compañía y arrastrará las consecuencias siempre.
A mi generación se le han agotado las expectativas. Nuestros refugios, trabajos y proyectos son pasajeros, la crisis económica no, y parece ser la única condenada certeza que nos deja este tiempo de volatilidad. Los mejores años de nuestra vida no se parecerán en nada a los de nuestros padres.
Siempre he sido de esos chavales pelmas que disfruta de las escaramuzas politico-familiares en las comidas navideñas. Me gustaba oír a los adultos debatir con vehemencia sobre los temas de actualidad y con los años me fui animando a intervenir y participar (y a sobreactuar también). Para muchos de mis primos estos fregados eran un coñazo insufrible y no me extraña. Pero estas últimas Navidades me llamó la atención ver como muchos de ellos se unían a la contienda, desplazando el clásico eje izquierda-derecha de los debates a un inusitado campo de trincheras generacional. A un lado, toda la prole millenial haciendo pelotón, habiendo aparcado el credo político de cada uno, y al otro, el resto de adultos progenitores.
En la muchachada básicamente arrancamos a maldecir el periodo histórico en el que nos ha tocado sobrevivir: dar tumbos entre becas, contratos temporales y demás eufemismos de precariedad; compartir pisos de mierda hacinados con otros sujetos de nuestra edad y desechar cualquier atisbo de proyecto de vida a largo plazo. Esto último fue algo que nuestros padres, con mayor o menor acierto, sí que lograron emprender a nuestra edad. He aquí el polvorín que hizo estallar la sobremesa: “como si los comienzos hubieran sido fáciles para alguien”. El encabronamiento parental era comprensible, lo suyo tampoco fue un camino de rosas y las crisis que señalamos también se las han comido de bruces ellos. Pero no es lo mismo una crisis con una vida consolidada que si te pilla despegando, especialmente cuando no conoces si quiera otra realidad a la de la crisis.
Se que mi madre me envidia en secreto, le hubiese encantado hacer un Erasmus, controlar los idiomas que manejo a mi edad y vivir una temporada fuera de España sin perder el contacto con los suyos gracias al puñetero smartphone. Lo que quizás no sabe es que yo también envidio sus noventeros veintipico. Esas fotografías en las que tus padres sonríen con la misma cara de pollo que tú, pero con un camino fértil por delante, lleno de proyectos asentables, promesas de progreso e incluso críos, para equilibrar un poco el idilio con una remesa de caca y llanto. Se que muchos acabáis de leer esto y pensar “bueno, ¿y quién pelotas fimaría este trueque entre viajar por el mundo y pagar una hipoteca a plazos?”. Yo tampoco, pero las coordenadas han cambiado e ir sin brújula acojona.
A la precariedad no termina uno de aclimatarse. Millennials (y adyacentes) hemos empezando a asimilar que no es que nuestras expectativas sean peores que las de nuestros padres, sino que directamente nos hemos quedado sin expectativas. Es imposible construir perspectivas a largo plazo en un entorno tan volátil como el nuestro. Creo que el coronavirus nos ha ayudado a digerir una idea que muchos llevábamos años rumiando: los tiempos de estabilidad que nuestros padres vivieron no van a volver nunca, pero ni siquiera unos que se le parezcan. Eso significa que llevábamos años levantando castillos en el aire.
Os cuento brevemente mi torre de naipes. Entré en la universidad en 2011 con dieciocho años y sentí la necia fortuna de haber esquivado la crisis de 2008 nada más salir de la facultad, “al menos tendré unos años de margen mientras estudio para que el mercado laboral se recupere”. Lo que me encontré al salir en 2015 es bien conocido por todos aquellos que hayan acabado la carrera en los llamados “albores” de la crisis: una pocilga laboral despiadada. Hice las maletas dos veces, la primera para aprender inglés mientras repartía comida en una bicicleta, la segunda con una beca bajo el brazo para trabajar en el Parlamento Europeo.
Escribo esto un año y medio después de aquel salto a Bruselas, ciudad en la que tras un par de bailes con la precariedad tuve la oportunidad que Madrid no me había dado tras un par de año trabajando: un maldito contrato laboral. A los tres meses de empezar a saborear las mieles de los derechos del trabajador (cotizar, vacaciones pagadas, un sueldo que no sea engullido por el alquiler…) llega el Covid-19, el ERTE y el correo del jefe diciendo que no hay fondos para que, cuando el contrato acabe, siga en el barco. Y aquí estoy aporreando estas líneas mientras husmeo en los portales de empleo belgas las posibilidades de sustento que la pandemia ha dejado a las masas precarias y errantes.
La situación es muchísimo más delicada en otros entornos, no se me quita de la cabeza la hostelería, los amigos del mundo del arte o los que habitan en los márgenes de este Leviatán llamado mercado neoliberal. Pero volviendo a la sobremesa familiar, que la mayoría de jóvenes nos sintamos estafados, sea cual sea nuestro origen socioeconómico o ideario, dice mucho del fracaso tan rotundo de las últimas décadas de políticas globales. Vale, la globalización nos ha dado la posibilidad de viajar ‘a lo roñoso’ por el mundo con Airbnb y Ryanair y la oportunidad de trabajar, estudiar y moverse por una Unión Europea sin pasaportes. Pero se trata de unas victorias pírricas comparadas con todo lo que hemos perdido por el camino.
Cada día quedan menos dudas de que estamos viviendo los estragos de un sistema insostenible, basado en el crecimiento económico perpetuo y el extractivismo de recursos sin fin. ¿Habrá servido la crisis del coronavirus para darle la puntilla a un modelo que nos lleva a la catástrofe ecológica y el colapso civilizatorio? Sobre esta cuestión he leído tantas divagaciones, en tantas direcciones, que estoy al borde de un síncope existencial. Parte del tablero geopolítico ha saltado por los aires, parte de nuestras certezas con él, nadie sabe si esto traerá días buenos, días malos o días ciegos que nos hagan más malos, citando a Rafael Sánchez Ferlosio.
Lo seguro es que estos días no volverán, hay ciclos vitales que no vuelven. A nuestra generación le ha tocado lidiar con la incertidumbre como animal de compañía y arrastrará las consecuencias siempre. No sé vosotros, pero yo estoy cansado de poner un pie en trenes que estoy condenado a perder, de buscar arraigo en una tierra que no deja de darme sacudidas. Si quiero asentarme tendrá que ser en lo provisional, en la antesala de días mejores, allí donde va pasando la vida sin darnos cuenta. Mi madre siempre me ha hablado de esta etapa con mucha ternura, “la más feliz de su vida”, la mía será radicalmente distinta pero tendré que encontrar la forma de exprimirla, a pesar de haber perdido el manual de instrucciones. De momento voy a abrirme una birra.