El derecho de las mujeres a la ira
¿Cuántas veces os han quitado la razón por “perder las formas”? ¿Cuántas os han sugerido que os quejéis de forma “didáctica”? ¿Cuántas han criticado que vuestro discurso no sea “conciliador”? Si eres un hombre, probablemente nunca te hayan corregido el tono. Si eres mujer, lo harán constantemente. Los dichos populares nos lo advierten: “calladita estás más guapa”. Los poetas nos lo riman: “me gusta cuando callas porque estás como ausente”. Está claro que hablar no es cosa de chicas. La historiadora Mary Beard explica en su libro “Mujeres y poder” por qué el discurso público es una práctica asociada a la masculinidad y genera rechazo cuando lo ejercen las mujeres. Si no está bien visto que las mujeres hablen, mucho menos que se quejen. Y ya si lo hacen acompañado de una emoción (como la ira o la rabia) doble traición. Automáticamente son tachadas de histéricas, locas y exageradas. Y es que se han saltado dos de las normas básicas: no tener nada que decir y ser princesitas con boquita de piñón.
Esta semana ha tenido dos grandes protagonistas: Nadia Otmani y el colectivo feminista Lastesis. A Otmani la hemos conocido por enfrentarse a uno de los dirigentes del partido más intolerante de nuestro país. Muchas personas aplaudimos su valor y, sin embargo, otras sintieron rechazo por sus formas asegurando que “se exaltó”. Lastesis se han hecho famosas en el mundo entero por su coreografía “Un violador en tu camino” en la que cantan al unísono “y la culpa no era mía, ni dónde estaba ni cómo vestía, el violador eres tú” apuntando con el dedo hacia fuera de su cuerpo. Una puesta en escena que a muchos hombres (y a algunas mujeres) les resultada agresiva. Es curioso que los mensajes fascistas de algunos políticos o el hecho de que en todo el mundo se viole a las mujeres (en España se denuncia un caso cada 5 horas) no logre despeinarnos, pero nos cause pavor ver a las mujeres manifestar su enfado.
La ira es una emoción necesaria para nuestra supervivencia, nos advierte de la humillación y del daño y nos protege ante las injusticias. Reprimirla o rechazarla sólo sirve para que estemos más indefensas, que no nos rebelemos ni intentemos cambiar aquello que nos está perjudicando. En los hombres, la ira está permitida porque es signo de autoridad y firmeza, pero en las mujeres es castigada porque no se ajusta al canon sumiso y obediente de feminidad. Mientras McEnroe siempre ha sido considerado un tipo gracioso por enfrentarse a los árbitros y romper raquetas, Serena Williams ha sido duramente criticada por hacer algo similar. Pero la ira no sólo es valiosa para las personas que la experimentan: también lo es para quienes la observan. Transmitir algo con una emoción permite conocer, no sólo el contenido de lo que se está diciendo sino el efecto qué ha causado en quien lo manifiesta. Gracias a esa información “extra” podremos corregir actitudes dañinas de las que no somos conscientes o no nos damos cuenta. La ira no tiene nada que ver con la violencia, la primera es una emoción y la segunda una de las formas de expresarla. La ira no justifica nunca los insultos, las agresiones ni las amenazas.
Es habitual reprochar a las mujeres feministas que no se expresen de manera conciliadora y didáctica. Por si no tuviésemos suficiente con aguantar la discriminación 24 horas 7 días a la semana, además se nos culpabiliza de no conseguir erradicarla. Las mujeres feministas podemos ser didácticas o no. Podemos ser conciliadoras o no. Podemos ser amigables o no. Pero eso dependerá de nuestras necesidades y será nuestra decisión. La responsabilidad de ser consciente del daño, informarse y reflexionar no es de las personas que lo sufren sino de las que lo ejercen. Es totalmente injusto exigir a las mujeres hacer el trabajo que los hombres no han realizado. Cada vez las mujeres tenemos menos miedo, vamos más de frente y decimos las cosas con menos rodeos. Si te sientes amenazado por ello, revisa lo que ese sentimiento te está revelando. Quizás sean tus prejuicios machistas por ver a una mujer que no es sumisa o tu propia resistencia al cambio. Si no te reconoces como un violador ni como un maltratador, no sólo no te molestará que las mujeres hablen alto y claro, sino que entenderás su dolor y apoyarás su llanto.