El declive del individualismo genético
Una entrevista al filósofo de la biología John Dupré.
Se dice que somos esclavos de nuestros genes, aunque también sabemos que los virus y las bacterias modifican lo que somos, sobre todo el coronavirus que ha causado la pandemia actual. Los biólogos transmiten, aun sin saberlo, alguna definición sobre la vida humana, como el individualismo genético: seríamos personas determinadas por nuestra herencia genética. Por su parte, los filósofos de la ciencia y de la biología cuestionan, matizan y refinan las teorías biológicas (o virológicas) que heredamos culturalmente.
El filósofo británico de la biología John Dupré, autor de El legado de Darwin, critica los postulados biologicistas que se han encargado de divulgar colegas suyos tan populares como el psicólogo Steven Pinker, el filósofo Daniel Dennett o el biólogo Richard Dawkins. He entrevistado a Dupré para empezar una estimulante contienda filosófica… perdón, que ya me ha calado parte de la concepción evolucionista que se criticará a continuación. En realidad, esta entrevista sobre la filosofía de la ciencia y la Covid-19 pretende ser un espacio de diálogo y de cooperación en lugar de un nido para el individualismo genético.
ANDRÉS LOMEÑA: La asignatura de filosofía es obligatoria en los institutos españoles y los profesores enseñan un poco de filosofía de la ciencia: Popper, Kuhn, Lakatos y Feyerabend. Si tuviera que actualizar y ampliar los contenidos, ¿qué autores o conceptos añadiría?
JOHN DUPRÉ: Es una pregunta difícil porque han pasado muchas cosas en este campo desde Popper y Kuhn. El primero es interesante porque es el filósofo de la ciencia que sigue siendo más conocido entre los científicos, pero los filósofos actuales ya apenas discuten su obra. Kuhn, por otra parte, sigue siendo relevante, y buena parte de lo que se ha hecho en la filosofía de la ciencia puede remontarse al impacto que Kuhn produjo en este ámbito. De hecho, aunque ahora hay aportaciones muy interesantes, creo que Kuhn representa la cumbre de la filosofía “general” de la ciencia. Ha sido cada vez más difícil ver la ciencia como un proyecto unificado donde todas las partes trabajan del mismo modo, y la investigación se ha centrado en temas específicos o conceptos de ciencias particulares.
Una consecuencia positiva de todo esto es, quizás, que hay bastante libertad a la hora de decidir qué enseñar para presentar la filosofía de la ciencia. El inconveniente es que resulta complicado encontrar algo con la amplitud de visión de Kuhn, e incluso con la de Popper. Probablemente lo que ha apuntalado este giro de lo general a lo específico ha sido la tendencia creciente a entender la ciencia en términos de modelos más que de leyes. Podríamos ilustrar esto con un libro como el de Michael Weisberg, Simulación y similitud: el uso de modelos para entender el mundo, pero podría ser dificilísimo si no es un alumno totalmente entregado. Otra manera de abordar el tema de forma general sería el libro La Ciencia Social como Conocimiento: valores y objetividad en la investigación científica, de Helen Longino. Es un intento sofisticado e influyente de entender mejor la relación entre estructura social y verdad científica, y supone una contribución importante de los estudios de la ciencia feministas. El objetivo de estos dos temas es que aunque se aplican a la ciencia en general, lo hacen de una forma que es específica e incluso única dentro de un área específica de investigación.
Mi recomendación sería avanzar desde Kuhn hasta llegar a una imagen real del compromiso histórico y filosófico con un tema específico, como hace Evely Fox Keller en El siglo del gen. Esto continuaría el trabajo de Kuhn al mostrar cómo algunas formas de inercia histórica e ideas sociales preconcebidas llegan a insertarse en una ciencia que parece tan paradigmáticamente moderna como la genética. El rol cambiante del gen que traza Keller culmina con una pluralidad de interpretaciones. Incluso se plantea, a finales del siglo XX, el rechazo de ese concepto. Todo ello ilustra la especificidad de un tema central en la ciencia y también su relación con la historia. El biólogo Richard Lewontin ilustra algunas cuestiones parecidas en su obra Biología como Ideología. Mi propio libro, El legado de Darwin, trata sobre la evolución y sus frecuentes sesgos cuando esta se aplica. Tiene la ventaja de ser breve y de estar traducido a tu idioma. Cualquiera de estos textos trasladarían al estudiante una actitud crítica y constructiva hacia la ciencia, y ese debería ser el objetivo principal al enseñar en esos niveles. En un área completamente distinta, el excelente libro La invención de la temperatura: medida y progreso científico de Hasok Chang haría que los estudiantes pensaran de una forma muy distinta lo que entienden por verdad científica.
Otra posibilidad, aunque mucho más inquietante para algunos de mis colegas de profesión, sería estudiar sociología de la ciencia. Yo he disfrutado usando Ciencia en acción de Bruno Latour en mis cursos de filosofía de la ciencia. El Golem: lo que deberías saber sobre ciencia de Harry Collins y Trevor Pinch puede ser más asequible. Hay que tener una idea de lo que hacen los científicos si queremos que los estudiantes piensen en la ciencia críticamente y no como un oráculo de donde emerge la verdad (o como una fuente siniestra de control del pensamiento).
A.L.: Usted ha criticado el neodarwinismo, pero también la compatibilidad entre la teoría darwinista y el cristianismo. Asimismo, cuestiona el argumento del diseño, que a mí me parece nefasto. Y se distancia de pensadores como Daniel Dennett, Steven Pinker o Thomas Nagel. ¿Cuál es su posición en este desorden filosófico?
J.D.: Como empirista y naturalista que soy, me parece que el argumento del diseño es el único que conserva alguna fuerza para justificar la existencia de un Dios. Encuentro los argumentos a priori que se han propuesto muy poco convincentes, y una deidad solo me parece una buena explicación para la experiencia espiritual o para escrituras de inspiración divina si tienes una razón independiente para pensar que hay un dios. No encuentro el argumento del diseño tan nefasto de una forma obvia, pero aceptar una inferencia como la mejor explicación solo es efectivo siempre y cuando no haya una mejor explicación. Aunque hay muchos aspectos de la historia que aún no se han completado, la ciencia, sobre todo la ciencia evolucionista, nos ha proporcionado el esbozo de una narrativa poderosa sobre cómo las fuerzas naturales pudieron producir las increíbles complejidades de la vida que observamos. Me parece una explicación mucho más convincente que la de hacer un postulado ad hoc de un creador en este contexto explicativo. En resumidas cuentas: soy ateo.
Thomas Nagel intenta rebatir las críticas vertidas sobre el argumento del diseño aduciendo que hay grandes sesgos en la explicación naturalista. Él niega que sea teísta, así que asumo que se considera agnóstico sobre los orígenes del universo y la vida. Por desgracia, demuestra una comprensión muy defectuosa de la ciencia que critica. Desde luego que hay lagunas en la explicación naturalista de los orígenes y la historia de la vida, pero su argumentación no es nada plausible a la luz de su comprensión problemática de la teoría evolucionista. Nagel no ofrece argumentos sólidos más allá de los de la imposibilidad de rellenar los vacíos, ni siquiera con un conjunto mucho más rico de técnicas evolucionistas de las que él reconoce.
Admito que tengo cierta simpatía por los sentimientos antirreligiosos de Dennett, Pinker, Dawkins y otros, pero también tenemos diferencias sustanciales. Una característica irónica de todos estos escritores es que comparten un neodarwinismo fundamentalista, un compromiso cuasi religioso con el poder explicativo de la selección natural. A mi juicio, el papel de la selección natural en la evolución es bastante discutible y hay mucho más que aprender sobre los procesos que permitieron la vida tal y como la conocemos. Esa visión doctrinal es la que quizás les haga estar tan convencidos de tener que encadenar la religión al cuerpo de la verdad metafísica.
Las personas religiosas generalmente creen las doctrinas de su fe y tengo cierta simpatía por la perplejidad de Dennett y otros de que la gente pueda creer cosas tan extrañas en la era de la ciencia. Pero claro, las cosas son mucho más complicadas. La religiosidad profunda, como se suele decir, vive en su fe como el pez vive en el agua. Estructura casi cualquier aspecto de sus vidas, así que cuestionar la verdad metafísica de sus doctrinas es una posibilidad que no se plantea o que rara vez tiene sentido. Señalar que la virginidad del nacimiento dejaría al vástago sin un conjunto de cromosomas es irrelevante para el fundamentalista cristiano, igual que lo es para el científico cuestionar la edad de la Tierra basándote en el Génesis. Se trata de una acción particular más que de un discurso desafiante: sería una blasfemia.
Para el creyente moderno, liberal e instruido científicamente, ese tipo de preocupaciones de los críticos rara vez serán noticia, y la mayoría reconciliará esos aspectos contradictorios de su geografía mental. Contarles que la fe religiosa es un parásito memético y que quizás cuando estén informados se retractarán es solo irritante y ofensivo. No ayuda, lo cual es irónico, que la versión del darwinismo promovida notoriamente por Dennett, Dawkins y Pinker es extensa y correctamente percibida como fundamentalista e ingenua. Estos autores tienen muchos seguidores que apoyan sus puntos de vista en el darwinismo y en el ateísmo con un fervor casi religioso. La verdad es que tengo serias dudas de que vayan a cambiar la idea de mucha gente.
Soy, como ya he dicho, ateo, y me inclino a pensar que la religión produce más daños que beneficios. Pero si tuviera que atacar públicamente a la religión, esperaría a tener un mayor entendimiento del que tienen Dennett y compañía del papel indudablemente complejo de la fe religiosa en la vida de las personas. Desde una perspectiva más personal, creo que es una pena que el ateísmo haya llegado a estar tan asociado a esa visión simplista de la evolución, donde la selección natural es omnipotente (Dennett) y los genes son inmortales (Dawkins). A veces parece una triste lucha entre credos.
A.L.: Pertenece a la escuela de Stanford de la filosofía de la ciencia. ¿Sigue siendo útil esa etiqueta? Miembros como Peter Galison han tomado nuevos rumbos y usted ha publicado un manifiesto por una filosofía procesual de la biología. Me pregunto cuáles son las consecuencias filosóficas de su enfoque y si es compatible con corrientes recientes como los nuevos materialismos y la ontología orientada a objetos.
J.D.: No querría sobrevalorar la escuela de Stanford, ya que había personas haciendo cosas parecidas en otros lugares. En cualquier caso, había ciertas similitudes entre las personas que trabajaban en Stanford desde los años setenta a los noventa, lo que dio a esta etiqueta alguna relevancia. Siento que hay una gran influencia recíproca entre mi obra y la de Ian Hacking o Nancy Cartwright. Todos vemos la ciencia como un conjunto diverso de prácticas a lo largo del tiempo, el espacio y la materia; todos somos escépticos con las teorías científicas; y, al igual que muchos otros, todos creemos que la filosofía de la ciencia necesita empaparse con los detalles de otras ciencias.
También creo que es importante incluir al filósofo de la ciencia más longevo en Stanford, Patrick Suppes. Aunque parte de su trabajo se relaciona con el empirismo lógico, su obra Probabilistic Metaphysics muestra claras resonancias con las aportaciones de la escuela de Stanford. Suppes desempeñó un papel fundamental a la hora de traer a otros filósofos a la escuela de Stanford. Por último, y no menos importante, la escuela también puede incluir a un número de personas que estuvieron vinculadas a Stanford durante ese periodo, como los estudiantes de doctorado. Ellos seguramente han contribuido a que el movimiento tenga un efecto más duradero. La historia real detrás de cualquier escuela conocida o nodo de actividad filosófica es siempre más complicada de lo que pueda sugerir el nombre, pero distinguirla puede ser útil para discutir temas en filosofía, y me complacerá que el término escuela de Stanford resulte útil en esa identificación.
Tienes razón en que los padres putativos de la escuela de Stanford han tomado rumbos diferentes y se fueron hace mucho de allí. Mis investigaciones en la biología centrada en el proceso es una de esas nuevas direcciones, aunque tiendo a creer que tiene bastante que ver con los temas de la escuela de Stanford. Cuando escribí El desorden de las cosas en 1993, el libro que más se asociaba a esta escuela, pensaba que las ideas que criticaba (el esencialismo, el reduccionismo y el determinismo) eran falsas de un modo contingente, es decir, que no vivíamos en un mundo laplaceano era simplemente un hecho sin una explicación posible. Tal y como lo veo ahora, la perspectiva de la ontología del proceso hace que eso sea claramente indefendible. Debería recalcar que no defiendo la ontología del proceso porque muestre que el reduccionismo es falso. Solo llegué a ver la conexión con mis investigaciones previas mucho después de que desarrollara los argumentos para esta nueva ontología. Sin embargo, creo que la ontología del proceso proporciona una explicación más profunda del mundo desordenado que se describía en mi anterior obra, así que la continuidad con los temas de la escuela de Stanford es aún muy fuerte.
La compatibilidad de mi pensamiento con el nuevo materialismo y la ontología orientada a objetos se responde con la polémica división entre filosofía analítica y continental. Aunque no me guste esta dicotomía, soy incapaz de escapar a mi propia pertenencia a la primera: las personas a las que hablo y los textos que leo pertenecen mayoritariamente a esa tradición. Los movimientos que mencionas hunden sus raíces en la tradición continental y en los estudios literarios u otras áreas de las humanidades. Casi todos hemos sido bastante materialistas durante mi vida filosófica, aunque ha habido un arduo debate sobre lo que las ciencias revelan sobre la materia de la que está hecha el universo y sobre qué excluye en particular ser un materialista. El modo en que se discute el nuevo materialismo me resulta bastante extraño y ajeno. Lo mismo con la ontología orientada a objetos.
Dicho esto, creo que muchas de las tesis que he defendido durante mi trayectoria filosófica (los límites del cientificismo, el antiesencialismo, la omnipresencia de los valores en la ciencia, etcétera) resuenan en otras tradiciones filosóficas. Es un hecho curioso que Whitehead, el santo patrón de la filosofía del proceso, haya sido mucho más estudiado en los departamentos de la filosofía continental que en los de la filosofía analítica. Y eso a pesar de ser el coautor, junto con Bertrand Russell, de uno de los escritos fundacionales de la filosofía analítica, que como sabes es el Principia Mathematica.
A.L.: ¿Ha infravalorado la filosofía de la biología la importancia central de los virus?
J.D.: La filosofía de la biología en el siglo veinte estuvo dominada por preocupaciones relacionadas con la evolución y no sería del todo injusto afirmar que estuvo preocupada solo por la evolución de algunos grandes animales. Con el cambio de siglo, la genética empezó a ser el gran tema de interés más allá de su papel en la evolución, pero todavía la visión de la biología era extremadamente estrecha. El rechazo de la microbiología fue, desde mi punto de vista, un error que dañó la disciplina. La microbiología se ha vuelto mucho más conspicua en los últimos quince años, en parte gracias a una serie de artículos que escribí con Maureen O’Malley. Empezamos en 2007 con El tamaño no importa: hacia una filosofía de la biología más inclusiva, publicado en la revista Biology and Philosophy. Maureen afianzó este tema en el mapa filosófico con su libro Filosofía de la microbiología de 2014. Pero el interés general del tema ha estado siempre en la omnipresencia de la simbiosis, y esto se ha abordado en microbios celulares, las bacterias y las arqueas, más que en los virus. Así que los virus están todavía en los márgenes de la atención de los filósofos. En 2016, Thomas Pradeu, Gladys Kostyrka y yo editamos un número especial de la revista Studies in the History and Philosophy of the Biological and Biomedical Sciences sobre virus, lo que incluía artículos de algunos virólogos muy reputados, y esto atrajo cierto interés.
Un tema que genera mucho interés desde hace tiempo es lo que en evolución se conoce como transferencia genética lateral, el movimiento de material genético entre organismos que a veces solo se relacionan de manera muy distante. Esto es más común entre las bacterias, pero puede ocurrir con organismos mucho más complejos. En este último caso, el medio de transmisión más probable es el virus. Los retrovirus pueden depositar material dentro del genoma de metazoos. Dado el vasto número de virus que existen, este flujo lateral de material genético sería un gran fenómeno biológico con enorme potencial para transformar nuestro pensamiento sobre la evolución.
Sin embargo, quizás lo más interesante de los virus, lo cual tiene relación directa con la pandemia actual, es la posibilidad de incluirlos en la discusión sobre la simbiosis. El viroma humano contiene probablemente más partículas virales que células, humanas o simbióticas, en el cuerpo humano. Resulta interesante que la población es relativamente estable, lo que sugiere que las relaciones son en buena medida mutualista o comensalista más que antagonista. La mayoría de los virus son fagos que infectan bacterias y muy probablemente son esenciales para estabilizar las poblaciones de bacterias y también para acabar con algunas de ellas que son dañinas.
Otra función de los virus, y específicamente de los coronavirus, es ser un arma contra grupos conespecíficos o actuar como el encargado de mantener las fronteras entre especies. El virus llega a ser inofensivo en una población con la cual ha coevolucionado, pero es letal con seres conespecíficos desconocidos para el virus. Así, por ejemplo, un grupo de ratones puede tener un virus que es desconocido para otro grupo. Cuando interactúan, el segundo grupo de ratones puede resultar rápidamente eliminado por el virus. Otro ejemplo sería el de los elefantes africanos e indios, que no pueden procrear con éxito porque su descendencia cae enferma por los virus de sus padres. Esos casos están extraídos de un podcast tan interesante como inquietante del distinguido virólogo Luis Villareal. Aunque es correcto afirmar que un patógeno no se beneficia al dañar o matar a su huésped, sería mejor estrategia si el huésped colaborara activamente en la diseminación. Si esto se diera, el virus sería un arma como parte de su relación simbiótica con el huésped. El establecimiento de esa relación simbiótica puede ser complejo. Todo esto es muy especulativo, pero refleja el hecho de que nuestro conocimiento sobre los virus, lo que hacen y cómo lo hacen, es muy limitado.
A.L.: El sociólogo francés Bruno Latour ha afirmado que el virus es un ensayo general de la crisis climática y que necesitamos diseñar un nuevo mundo. ¿Está de acuerdo con su postura?
J.D.: Sí, aunque no es lo mismo crear un nuevo mundo a que ese mundo sea el correcto. Tanto la pandemia como la emergencia climática muestran fallos fundamentales en nuestra versión actual del capitalismo. Como alumno, recuerdo estudiar economía y aprender que desde el punto de vista neoclásico de la economía, lo que tengamos dentro de veinte años es de casi nula relevancia económica en la actualidad. A eso se le llama tiempo de descuento. Cuando esto se añade al profundo cortoplacismo de sistemas democráticos sometidos a una industria del marketing deshonesta, la preocupación justa de los problemas a largo plazo es muy difícil, por no decir imposible. La crisis del coronavirus deja muy claro que la cooperación y no la competición es la única forma efectiva de afrontar un problema existencial global. No hace falta decir que distribuir ventiladores y mascarillas siguiendo el criterio de quién puede pagar más no es un método eficiente de distribución, como la economía neoclásica nos haría creer. Se trata, más bien, de una medida grotesca del aumento de la desigualdad, lo que ha erosionado de forma horrible las sociedades contemporáneas y supone además una amenaza al orden internacional. El coronavirus y el cambio climático son problemas globales que no respetan las fronteras nacionales y que solo se pueden solucionar con una cooperación a nivel global.
Como filósofo de la biología, resulta fascinante ver cómo el darwinismo, o mejor dicho, el darwinismo vulgar (la idea de competición universal), está empezando a fallar en los albores de un entendimiento creciente de la cooperación interespecies (simbiosis) y la cooperación intraespecies (sociabilidad). De forma más técnica, podemos describir esto como un declive del individualismo genético, la visión de que la naturaleza consiste en individuos, cada uno con un genotipo único, que combaten en una guerra hobbesiana de todos contra todos. La omnipresencia de la simbiosis y una ontología del proceso bien articulada nos indica que esos individuos están en realidad vagamente acotados y fluyen en coaliciones más o menos estables. El éxito masivo de la mayoría de las especies sociales revela lo mismo en el contexto intraespecífico. Es trágico que la mala comprensión de la teoría evolutiva continúe para suscribir el individualismo extremo de la teoría política neoliberal. Aun con todo, es un signo esperanzador que el Primer Ministro neoliberal Boris Johnson se haya sentido obligado a retractarse de uno de los eslóganes que sostienen el neoliberalismo, la famosa declaración de Margaret Thatcher de que no existe la sociedad.
De acuerdo con mi perspectiva de la ontología del proceso, las sociedades son procesos que no son estables por defecto. Una sociedad es estable solo hasta cierto punto, cuando los mecanismos y los procesos adecuados funcionan para mantener un conjunto funcional de relaciones sociales que contrarrestan grandes shocks producidos de forma exógena, como la Covid-19, o de forma endógena, como el cambio climático. Establecer esos recursos estabilizadores requiere un análisis de los riesgos futuros y grandes esfuerzos cooperativos en los niveles adecuados hasta lograr un alcance global que mitigue esos riesgos. La Covid-19 ha demostrado esto a la perfección. El riesgo de una pandemia global y sus consecuencias potencialmente catastróficas se conocían bien desde hace años como para estar debidamente preparados ante una situación de emergencia. Nada de eso parecía ser tan urgente como desarrollar arsenal militar o potenciar las industrias de marketing y de vigilancia masiva. Lo mismo vale para el cambio climático, aunque aquí está aún más claro cuáles son las medidas necesarias para mitigar el problema o cuán catastróficas serán las consecuencias. Si podremos usar la experiencia de la Covid-19 para reajustar nuestros sistemas políticos y estar preparados es una pregunta que aún tenemos que responder.