El bien, el mal y otros espejismos actuales
La teoría del caos tiene sus matices, sus extraña belleza y su rara sincronía.
En la serie The Good Place (producida por Michael Schur, Josh Siegal y Dylan Morgan) el cielo es un suburbio americano en colores pasteles al que llegas luego de “sumar” puntos esenciales durante toda tu existencia. Una simple fórmula aritmética basada en la teoría del caos hace que cada acción que hemos llevado a cabo tenga un valor numérico que al final se suma y tiene como resultado el destino después de la muerte. Ya sea “un buen lugar” o uno que en apariencia no es tan bueno, pero que a la serie no le interesa demasiado. Baste con saber que no hay yogurt congelado en cada esquina, tu alma gemela no te espera alborozado de amor y la casa de tus sueños no se materializa como por arte de magia en el suelo fértil de este extraño paraíso terrenal.
Pienso en el argumento de la serie luego de tropezar con un hombre que caminaba de prisa unos metros por detrás de mí, seguramente con los ojos clavados en la pantalla del teléfono móvil. O eso supuse, cuando me rebasó y me golpeó con el hombro con tanta fuerza que me hizo trastabillar y caer al suelo. Me quedé con una rodilla doblada bajo el cuerpo, las manos abiertas y despellejadas sobre el concreto ardiendo. El hombre se volvió y soltó una carcajada. El teléfono de alta gama brillaba como una gema falsa bajo la luz del sol.
— Quita esa cara de miedo, muchacha.
Lo vi alejarse con el mismo paso rápido y desgarbado, los hombros hundidos, la mano extendida al frente. Fue un momento vergonzoso y confuso: me sentí expuesta en medio de la multitud que iba y venía sin mirarme. O fingiendo no hacerlo. Las rodillas me temblaban y un dolor agudo, caliente, me subía por el músculo del muslo hacia la pelvis. Me intenté levantar y sólo logré resbalar de nuevo y caer sentada. La vergüenza me calentó la piel del rostro y me hizo sentir unos infantiles deseos de llorar. Después de lo que pareció un tiempo interminable, un desconocido se separó de la multitud y me tendió la mano. De un empujón, me ayudó a ponerme en pie. Me sostuvo por el codo con delicadeza, dedicándome una mirada afligida y levemente cohibida.
— ¿Está bien? ¿Algo roto?
Las lágrimas me cerraron la garganta. Me sentí muy estúpida, enfurecida y humillada. Las palmas de las manos me palpitaban en carne viva y tenía la sensación que todo mi cuerpo era enorme, torpe y ridículamente pesado. Hice un supremo esfuerzo por tranquilizarme, con el extraño mirándome solícito, pero al parecer tan incómodo como yo.
— Creo que estoy bien. Gracias por la amabilidad.
Murmuró alguna cosa — “no se preocupe” me pareció entender — y después siguió su camino calle arriba. Yo aguardé un par de minutos y caminé con una leve cojera en el pie derecho. No miré a nadie y cuando me sequé las mejillas, noté que después de todo, sí me había echado a llorar. Seguí caminando hacia un café en la siguiente esquina que suelo frecuentar y fue entonces cuando recordé The Good Place. ¿Cómo sería la ecuación en este caso? Para el sujeto que me había derribado al suelo, dos puntos menos. Pero quizás, unas calles más tarde sería asaltado y se quedaría sin el dichoso teléfono de última tecnología. Un punto para el karma. ¿Eso nivelaba las cosas? ¿El interminable minuto en que estuve tendida en el suelo, avergonzada y aturdida? Vamos, seguro que sí. No es tan grave. ¿Después, qué? El sujeto podría agradecer seguir con vida o maldecir, sacudiendo los puños. Mandar a la mierda a la ciudad, al país que le vio nacer. ¿Cuántos puntos de más o de menos significaba eso? Quizás pocos. Quizás la rabia atenuaba la condena.
Hace unas semanas, leí un libro llamado La bondad insensata, de Gabriele Nissim. El libro, conciso, complejo y levemente filosófico, parecía remontar esa idea del positivismo donde el bien tiene un objetivo, bien sea por satisfacer una creencia o una postura moral. Comencé a leerla un poco a disgusto: soy del tipo de lector que detesta le den sermones de la manera sutil y este parecía que iba a intentarlo de manera muy directa.
Resultó que no. Aún más, el libro, a su estilo discreto, no solo elabora toda una serie de argumentos sobre el bien y el mal que me asombraron por su lógica, sino que les brindó sentido a muchas inquietudes sobre el tema.
Porque La bondad insensata no intenta pontificar sobre el bien, sino hablar sobre la bondad, dos conceptos que se confunden con demasiada frecuencia y que, al cabo, no son más que matices de un mismo argumento. La visión de Nissim, periodista y ensayista italiano, intenta buscar no la idea del bien en estado puro, sino la bondad como una visión del ser humano sobre sí mismo. A través de historias de hombres y mujeres que no tuvieron dudas a la hora de tender la mano a víctimas de los sucesos más cruentos y terribles, el autor logra crear una visión de la bondad -y por consiguiente, del bien- que supera leyes, ideologías o religiones. Una moral intrínseca, privada, profundamente humana. La necesidad del hombre de comprender su mundo a través de actos de valor privado. Personajes anónimos, habitantes de ese olvido selectivo de los héroes sin mayor relevancia, a no ser la de construir su propio concepto de sus creencias a través de las acciones.
¿Y en mi caso qué? Caerme al suelo sin duda me restaba puntos de karma, pero mis enfurecidos deseos que el sujeto fuera asaltado, golpeado, pateado en las pelotas por un joven asaltante caraqueño, seguramente elevaría mi conteo de puntos negativos a un nuevo récord. ¿Y qué más da? Seguramente tengo algunos positivos acumulados luego de ayudar al anciano que cruzaba la calle la semana pasada o pagar el refresco de aquel tipo que se quedó sin efectivo en la fila de la panadería. Así que puedo mandar a la mierda y maldecir con moderación. Después de todo, soy yo la que tengo una rodilla hinchada y tumefacta, las manos desolladas y he llorado en público, para diversión del montón de curiosos de mierda que me observaban con interés.
Ah, seguramente el único que llevará un buen puntaje es el samaritano que me ayudó a levantarme, con sus ojos negros y enormes, las mejillas sonrojadas de vergüenza. Unos... ¿cuántos? ¿Cientos de puntos? ¿La diferencia entre el buen lugar y el otro que no es tan bueno? La idea me hace reír mientras tomo un sorbo de té caliente que me sirve el mesonero que me conoce de toda la vida y a quien no he tenido que explicarle por qué llegué renqueante y con las manos lastimadas. Un té con sabor a frambuesa que me hace sonreír. ”¡Alguien más se ha llevado sus buenos puntos!”, me digo, y ahora sonrío con ganas, no importa el palpitar de la rodilla o la palma de la mano. La teoría del caos tiene sus matices, sus extraña belleza y su rara sincronía.
O eso al menos, me gusta creer. ¿Me merezco un buen lugar?