El arma preferida de los servicios secretos rusos: el veneno
En el listado de tóxico usado por los agentes de Moscú tenemos de todo, desde el polonio-2010 hasta el Novichok, pasando por plantas que tan sólo crecen en las laderas del Himalaya.
Las páginas de las novelas de John le Carré se mueven en una extraña penumbra en la que reina la intriga, los delatores, los servicios secretos y, cómo no, los venenos.
Y es que los tóxicos han dado mucho juego a la literatura, ya en la Ilíada el bardo griego recurrió a ellos para emponzoñar las flechas de los enemigos, la afligida Madame Bovary terminó con su aventura con la ayuda del arsénico y el tío de Hamlet no dudó en envenenar a su hermano para hacerse con el trono de Dinamarca.
El veneno es el elemento que han utilizado muchos escritores para generar matices de terror y tragedia en sus historias pero, desgraciadamente, sigue estando de actualidad. Hace tan sólo unos días Alexei Nalvany, el político opositor ruso de cuarenta y cuatro años, fue envenenado supuestamente por el servicio secreto ruso.
Durante semanas se sospechó que la sustancia tóxica pertenecía al grupo de los inhibidores de la colinesterasa, una familia farmacológica que se usa habitualmente en el tratamiento de la enfermedad de Alzheimer, debido a su capacidad para retrasar la evolución de la enfermedad.
Sin embargo, el hospital berlinés Charité ha confirmado que fue envenenado con Novichok –novato, en rus–, un agente nervioso desarrollado por la Unión Soviética en la década de los setenta y que se dispersa en forma de polvo ultrafino.
El modus operandi fue un clásico dentro del orbe ruso, ya que al parecer Nalvany ingirió el tóxico en una taza de té que degustaba mientras esperaba su vuelo en el aeropuerto siberiano de Tomsk.
Si echamos la vista atrás, durante más de un siglo el envenenamiento ha sido una de las señas de identidad de los servicios secretos rusos y en el listado de tóxico tenemos de todo, desde el polonio-2010 hasta el Novichok, pasando por plantas que tan sólo crecen en las laderas del Himalaya.
Corría el año 1959 cuando fue Stepán Bandera, el líder nacionalista ucraniano, fue eliminado con un clásico, el cianuro. El veneno que utilizó la genial Agatha Christie en Diez negritos.
Nada que ver con los derroches de imaginación que emplearon años después (1978) para acabar con la vida de Georgi Markov, un disidente búlgaro. En este caso el ejecutor se acercó a él y de forma “accidental” le rozó, una tarde lluviosa londinense, con un paraguas que contenía una cápsula de ricina, uno de los venenos más letales que existen.
En el año 2004 le tocó el turno a uno de los guardaespaldas del todopoderoso Vladimir Putin –Roman Tsepov– que fue aniquilado por un material radioactivo no especificado. Ese mismo año también fue envenenada la periodista Anna Pulitkovskaya con una taza de té que recibió en la aerolínea en la que viajaba.
Como no hay dos sin tres, también en el año 2004 el exprimer ministro ucraniano Viktor Yushchenko sufrió los efectos tóxicos de un contaminante industrial que añadieron en su plato de cangrejos hervidos. En este caso se trataba del TCDD, la dioxina más tóxica que existe.
Dos años después colocaron en el punto de mira a Alexandr Litvinenko, un exagente de la desaparecida KGB, al que asesinaron con la ayuda de polonio-210 radioactivo.
Más suerte, al menos de momento, ha tenido Vladimir Kara-Mursa, un político reformista y opositor ruso. Ha conseguido sobrevivir a dos envenenamientos (2015 y 2017), el último mientras volaba con la compañía Aeroflot.
Tintes más prosaicos tuvo el asesinato de Alexander Perepilichny (2015), en este caso la causa del envenenamiento fue Gelsemium, una planta que tan sólo crece en el Himalaya y cuyo consumo desencadena problemas cardiovasculares. Este banquero había sido implicado en una gran operación de blanqueado de dinero.
En el 2018 fueron envenenados Sergei Skripal, con un agente nervioso ruso llamado Novichok, y Piotr Verizol, un miembro de un grupo punk, con atropina.
En fin, parece que todavía sufrimos los ecos de la lejana Guerra Fría, en donde la profesión de espía estaba entre las más peligrosas, quizás, tan sólo por detrás de la de traidor.