¿Dónde quedan los felices años 20 que nos prometíamos?
Tras la sacudida del coronavirus, el mundo esperaba en 2021 un respiro, una tregua, una esperanza. Pero llegó la guerra en Ucrania. ¿Podremos levantar cabeza?
Qué felices nos las prometíamos. Tras la sacudida del coronavirus, el mundo esperaba en 2021 un respiro, una tregua, una esperanza. Se hablaba de los felices años 20 del siglo XXI, un tiempo de luz para dejar atrás las tinieblas. Pero no. Tras un enero de transición, ya en 2022, llegó febrero y, con él la invasión rusa de Ucrania y el dominó posterior: la mayor guerra en Europa desde la Segunda Guerra Mundial, la peor inflación en 40 años y una crisis energética como no se veía desde 1973. La incertidumbre se instaló entre nosotros y ahora parece perpetua, cuando la idea que nos rondaba era la de que las cosas ya sólo podían mejorar. Ja.
El año que se ha ido ha estado dominado por hechos imprevisibles, de consecuencias inesperadas y profundas, con pocos precedentes en la historia reciente. Cómo hablar de felicidad cuando el mundo conocido parece desmoronarse, cuando se polariza el planeta, cuando no hay asideros que den seguridad. ”¡Si hasta ha muerto Isabel II!”, como escribe el Times de Londres. Hoy ese regreso a los tiempos con aires dorados de Gran Gatsby suena a precipitado pero ¿podemos aún vivir esos años locos?
Las economías se reabrieron tras el virus y la producción creció. Hubo un enorme sentimiento de recuperación. Pero justo cuando parecía que la cosa iba por buen camino, todo cambió. Las preocupaciones sobre la cadena de suministro, los temores de inflación y las subidas de tipos coparon titulares y afectaron a la vida diaria de las personas. El aumento de los precios del petróleo en el período previo a la invasión rusa de Ucrania e inmediatamente después de ella alimentó más el temor al hundimiento, al igual que los rumores sobre la posible propagación de la guerra a otros países, zona europea o zona OTAN. Un profundo pesimismo se instaló en lugar de aquel ansia de liviandad.
Las previsiones, pese a todo, son ahora optimistas. Hay motivos para la esperanza. Si no para descorchar champán y bailar jazz hasta caer destrozados, sí para levantar cabeza. Al menos, eso es lo que dicen las consultoras de riesgo internacional. ¿Y cómo es eso? Primero, miran los ciclos históricos y constatan que la década de 1920 también empezó mal. Hubo una pandemia, en aquel caso de gripe española. También hubo luego una guerra civil (con intervención militar extranjera) en la Unión Soviética. Además, los cinco años posteriores a la Primera Guerra Mundial estuvieron marcados por serias turbulencias económicas, que culminaron con la hiperinflación alemana de 1923. Y, aún así, la segunda mitad de la década fue mucho más tranquila que la primera, hasta que reventó con el desplome de Wall Street a finales de 1929 y las sonrisas se congelaron. De repetirse la historia, quizá tenemos por delante unos años de tregua.
También pasó en los primeros 70, cuando la guerra del petróleo. Los precios de la energía, entonces, se dispararon y los mercados laborales, muy inflexibles, llevaron a una espiral de precios y salarios. El resultado: economías moribundas y alto desempleo. De esa se salió también con un periodo de estabilidad y crecimiento notable.
Y luego está la manida -y equívoca- idea de que “crisis”, en chino, también significa “oportunidad”, y a ella se aferran para indicar que esta acumulación de malos tiempos ha forzado al mundo a cambiar en comportamientos y tendencias esenciales y que “se han sembrado las semillas” para un tiempo nuevo, mejor. Lo escribe Mads Jensen, fundador de la firma de inversiones SuperSeed, en una especie de proyección de previsiones para 2023.
Explica que se puede dar carpetazo al modelo económico y social de los últimos 40 años, el propio del capitalismo salvaje, en el que imperaban realidades como “la fabricación barata en el exterior y los salarios bajos en casa”, la “energía barata y las emisiones en aumento” y “el crédito barato y los precios de activos inflados”. Eso ya no vale y esta crisis lo ha puesto en evidencia como ninguna otra. Ni el covid-19. Por eso Jensen augura un cambio radical en “la forma en que hacemos y movemos cosas”, con una nueva deslocalización de los bienes, sobre todo los procedentes de China, tras la puesta en evidencia de la fragilidad de las cadenas de suministro.
Iremos a un nuevo tipo de relación comercial, con la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) “desacoplándose” de China, con una transición acelerada hacia economías bajas en carbono, con inversiones más inteligentes y meditadas y con nuevas oportunidades de inversión, en las que será básico ver cómo hacer los productos (cita la nueva automatización industrial de próxima generación o Industria 4.0, con Inteligencia Artificial o computación de punta para hacer los procesos “mucho más eficientes”) ; cómo transportarlos (a través de una cadena de suministro que impulse “una mejor previsión y planificación de la demanda, más “flexible y resistente”) ; y cómo gestionarlos (fundamentalmente desde nuevas tecnologías), para ya nunca más depender de una única vía, una única fuente, un único país... y menos, si no son democráticos.
La posibilidad de una nueva revolución industrial también es motivo de esperanza, pues. “A fin de cuentas, la recuperación económica de los años de entreguerras en el siglo pasado se basó en la amplia disponibilidad de tecnologías desarrolladas a fines del siglo XIX y principios del XX, como el automóvil, el avión o la radio”, escribe en The Guardian Larry Elliott, su jefe de Economía.
No es nuevo que se espera, desde hace años, una cuarta revolución industrial basada en los avances de la genómica, la inteligencia artificial, la impresión en 3D o las energías renovables, pero las apuestas han sido tímidas o tibias, las más de las veces, y un puñetazo sobre el tablero como el de Ucrania puede cambiar las cosas y acelerar los procesos. En la Unión Europea, por ejemplo, ya se está viendo, con un impulso a su transición verde impensable para sus defensores hace apenas un año.
Pronostica el analista que puede haber aún entre seis y 18 meses “agitados” en la economía internacional, pero si se logran controlar la inflación (al 5,8% en España en diciembre, cuando la media de la Unión Europa es del 11,5% ) y los tipos de interés, se puede dar un desbloqueo de inversiones tecnológicas que “sentará las bases” de las décadas por venir. “Como humanidad, tenemos importantes desafíos por delante. Pero este es precisamente el tipo de ambiente que hace prosperar el ingenio humano”, resume Jensen.
David Skilling, director del Landfall Strategy Group, avala esta misma postura de Elliott y Jensen. En una tribuna de hace dos semanas, suena optimista. Reconoce que hemos quedado “superados por los acontecimientos” y que las previsiones tras el boom del covid-19 “no fueron acertadas”. El mundo arrastra una “profunda incertidumbre” y hoy, más que predicciones, lo que se pueden apuntar son “eventos plausibles”, tenemos que estar “preparados para lo inesperado”, pero se ve en el horizonte un “cambio de régimen” en lo político y en lo económico que hace ver que se podrá respirar.
En su visión de conjunto, explica que habrá que estar pendientes de China y el coronavirus, pero que la enfermedad y sus muertes y limitaciones ya no tienen un impacto económico “significativo”. Junto a ello, el cambio climático ha llegado a un “punto de inflexión” que obliga al mundo a intervenir, porque los fenómenos son cada vez más extremos. Pero también llama a relajarse un poco. Sostiene que hay crisis de esas que nos hacen temblar que han sido “sobreestimadas” por la política y la prensa y que, espera, no acabarán rompiendo y pueden hacer nuestro mundo más relajado. Cita el conflicto de Taiwán, la división europea o el supuesto choque nuclear. Haya paz.
No se pueden lanzar las campanas al vuelo y prometer muy feliz el año por gastar, pese a todo. El Banco Mundial (BM) y el Fondo Monetario Internacional (FMI) reconocen los riesgos de una crisis de deuda y, peor, de una crisis de hambre en el mundo. “Lo que antes era una ola, ahora es un tsunami”, reconoce la ONU. Las desigualdades se han acentuado y hace falta más ayuda humanitaria que nunca. Esa suma de pobreza energética y necesidad para alimento puede generar dificultades sociales que lleven a la movilización, a tiempos de agitación. Skilling centraliza estos levantamientos en las que llama “primaveras euroasiáticas”.
Lo que hay que hacer
Para que todo lo anterior se cumpla hace falta un terreno abonado. “Quizás la historia se repita, y sea sólo cuestión de tiempo hasta que el nuevo rango de tecnologías florezca del todo. Pero si eso ocurre, debe hacerse mucho más para acelerar una transición que, en la primera mitad del siglo XX, fue retrasada por dos guerras mundiales y una Gran Depresión”, escribe Elliott.
El periodista planta cuatro cosas “que pueden ayudar”: un “contexto económico estable pero de expansión”, con inflación baja y un fuerte crecimiento del empleo; mayores inversiones en las tecnologías de esa cuarta evolución industrial, “en particular innovaciones con neutralidad de carbono”; “un reajuste de la relación entre capital y trabajo” y “repensar el sistema impositivo para volverlo más progresivo”, para que haya más justicia y menos desigualdad y, al fin, “una mayor cooperación internacional, en lugar de la fragmentación y la hostilidad que existen actualmente”. “Cuestión de tiempo”, serán esos ansiados felices 20, si eso pasa.
De momento, las firmas de lujo de frotan las manos con la subida de ventas, hasta con el stock de champán del caro caro -y el whisky de malta, y el vodka ruso, y los mejores vinos franceses- al límite estas navidades. ¿Cuento de la lechera o realidad? Dan muchas ganas de creerle. Otra cosa es que, de esta, salgamos mejores todos... o los de siempre.