Día mundial contra el uso de niños soldado: "Todavía duele"
“Vi cómo mataban a gente, también a gente del grupo, porque si desobedeces, los jefes te matan”.
La vida se escapa de sus preciosos ojos almendrados marrones. Durante unos segundos sigue aquí físicamente, pero su mente está en otro lugar.
Una hora antes Anna (nombre ficticio), de 16 años, está sentada tras una máquina de coser en el centro de formación profesional de Tindoka, en Yambio, pisando el pedal que hace que la aguja atraviese la tela. La sala está llena de niñas, solo un niño. En Sudán del Sur, en realidad, la mayoría de modistas son hombres.
Cada persona de esta aula tiene su propia historia, pero todas son parecidas: secuestro por parte de un grupo armado, que les lleva a un bosque. La mayoría de las niñas sufren abusos sexuales y son utilizadas como esposas de los soldados. Algunos niños y niñas son también usados como limpiadores, cocineros, porteadores o ayudantes para tareas aleatorias, como encender fuego. Otros son entrenados para convertirse en soldados. Anna pertenece a este último grupo.
Solo tenía 13 años cuando la secuestraron mientras iba a la escuela. La llevaron a una base militar ubicada en un bosque. “Me dieron una pistola y me formaron como soldado. Lo odiaba, y me escapé”. Pero solo lo logró un año después. Un año que vivió en condiciones horrendas.
“Nos obligaban a saquear para llevar comida al grupo. Eso incluía dar palizas o incluso matar a gente. Incluidos niños”, dice mirando hacia abajo. Tres dedos de su mano derecha suben y bajan por su antebrazo derecho a un ritmo constante, casi como si se estuviera reconfortando a sí misma. “Vi cómo mataban a gente, también a gente del grupo, porque si desobedeces, los jefes te matan”.
Una de las niñeras del centro de formación entra en la sala de costura con un bebé en brazos. En cuanto el pequeño, de 10 meses, ve a Anna, le echa los brazos. Tiene hambre, así que se acerca al pecho. Anna le acaricia mientras le da de mamar. Su bebé no sabe lo que es ser un “bebé del bosque”. Los matrimonios y embarazos precoces son muy comunes en Sudán del Sur, también entre las niñas utilizadas en grupos armados.
Anna dice que era especialmente difícil ser una niña en el grupo. Los comandantes las tomaban como esposas, pero eso no evitaba que otros soldados las violaran. “En algún momento, los jefes emitieron una orden diciendo que matarían a los soldados que tocaran a alguna niña”, dice Anna. “Trataron de protegernos de los chicos”.
La mirada de Anna es vacía y está fija en una mancha roja del suelo.
“¿Cómo es hablar del pasado?”
“Es difícil. Todavía duele”.
Eunice, trabajadora social, está sentada junto a Anna todo el tiempo. Ella ha sido una roca en la vida de Anna los últimos dos años. Es el hombro sobre el que llorar, la mano que agarrar cuando las cosas se ponen feas, la que da consejos y la mayor animadora cada vez que Anna da un paso hacia delante.
“He pasado muchas horas hablando con Anna sobre lo que ocurrió. Estaba muy traumatizada y aterrorizada cuando escapó, y tenía motivos para ello. Ahora está mucho mejor”, cuenta Eunice.
Anna escapó del grupo armado y buscó ayuda. Cuando le preguntamos cómo huyó, nos dice que no quiere recordarlo. UNICEF la llevó a un centro de tránsito vigilado porque el grupo la estaba buscando para devolverla al bosque. En el centro recibió un intenso apoyo psicosocial para lidiar con lo que había vivido. “Abusaba de todos cuando llegó”, dice Eunice. Y añade que es una reacción normal al trauma.
Cada niño participante en el programa de UNICEF para reintegrar a niños asociados con fuerzas y grupos armados, tiene a un trabajador social con él o ella durante tres años. Esto es fundamental para lograr el éxito del programa. Se estudia el caso de cada niño, se desarrolla un plan específico y el trabajador social estará ahí mientras dure ese plan.
Una vez que fue seguro que Anna saliera, volvió con su familia y regresó a la escuela. Se quedó embarazada poco después, y dejó el colegio poco antes de dar a luz. Tras verlo con Eunice, se le ofreció formación profesional en Tindoka, como un medio para poder cuidar mejor de sí misma y de su familia. Vive con su abuela, que es muy pobre, y con su padre, que es ciego. Con el dinero que gane cuando acabe en Tindoka, podrá apoyar a su familia y a su hijo y pagar las tasas escolares. Está decidida a volver al colegio.
“Quiero ser médica para ayudar a la gente de la comunidad. He visto mucho sufrimiento, quiero ser capaz de ayudar”, explica Anna.
Se gradúa, junto con sus compañeros, dentro de un mes. Recibirán un certificado y un “kit de puesta en marcha”, que incluye una máquina de coser, telas, tijeras, cinta métrica e hilos. Eunice seguirá formando parte de su vida durante un año más, para orientarla en esta transición.
“Estoy muy agradecida. He recibido mucha ayuda, y ahora quiero hacer una vida mejor por mí misma”, concluye Anna mientras sus ojos vuelven a la vida.