Detrás del brillibrilli
Ahora mismo, con el actual Gobierno de Madrid, no hay nada parecido a un Plan Estratégico ni a una voluntad de comprometerse a que exista.
El gobierno de la cultura, en una ciudad como Madrid, necesita un plan, una agenda, una hoja de ruta que establezca prioridades, recursos y que asegure los derechos culturales para todas las personas. Me refiero a un Plan Estratégico de Cultura, elaborado con el auxilio democrático de los actores implicados y de la ciudadanía, que marque unas líneas objetivas y unos indicadores que nos sirvan de referencia y a los que apelar para hacer seguimiento de la gestión. La redacción de este Plan Estratégico era una de las funciones adjudicadas en el mandato anterior a un Consejo de Cultura que, aunque aprobado por el Pleno de Cibeles, ha sido ignorado por el actual Área de Cultura.
Ahora mismo, con el actual Gobierno municipal, no hay nada parecido a un Plan Estratégico ni a una voluntad de comprometerse a que exista. Porque no nos engañemos, que no haya un Plan Estratégico, es ya toda una estrategia en sí misma. De esta forma, el PP se escapa de atender al consenso con otras facciones ciudadanas y políticas, dedicándose a improvisar con el único objetivo de llamar la atención y generar titulares desde el Área de Cultura, aunque detrás de cada anuncio no exista un verdadero proyecto. Se fabrican grandes propuestas y se presentan rutilantes obras, que se vean bien desde bien lejos, incluso, si es posible desde el espacio.
Perseguir unos objetivos que beneficien al sector, a los derechos culturales, a la diversidad, y que calen en el tejido ciudadano a largo plazo, no se puede resolver en dos palabras ni en dos días ni publicitarse con dos fotos. La estrategia de lo fácil, de lo inmediato es la gestión de la cultura que se está haciendo desde el Ayuntamiento de Madrid: la estrategia del brillibrilli.
En un principio esta maniobra iba dirigida a ensalzar la figura de la delegada del Área de Cultura, Andrea Levy, que aparecía en redes y medios de manera extenuante, pero a la que no hemos visto en ninguna mesa de debate sobre cultura (y ha habido muchas), ni como ponente ni como asistente. Sin embargo Levy aparecía recurrentemente pegada a la palabra ‘cultura’. Su discurso mediático llegó a rozar el absurdo, todo era “cultura” abusando, además, de la palabra “apoyo” para hacernos creer que su simple presencia suponía, en realidad, el esfuerzo de todo el Ayuntamiento de Madrid a favor de la cultura. Pero a pocos se nos escapaba que la estrategia cultural para Madrid era la visibilización de la imagen de Andrea Levy, así, sin más. El mensaje no era la cultura, era ella.
Como los decorados duran lo que duran, y sobre el cartón piedra poco se puede sostener, la propia oscuridad de la señora Levy palpitaba detrás de estos brillos y reclamaba salir dando voces. Se fueron haciendo más grotescas sus apariciones, más frecuentes las respuestas irritadas a los comentarios en redes y cada vez más irrespetuosas, incluso agresivas, sus formas contra la oposición en los encuentros parlamentarios habituales. Y un día, se le fue la mano, se excedió y su comportamiento trascendió a escala viral, lo que probablemente ella misma no hubiera imaginado, ni deseado, jamás. Y claro, esa imagen áspera repetida aquí y allá, ese vídeo que la dejaba en evidencia, volando por todas partes, hizo que el decorado se derrumbara. Los fuegos de artificio, las luces, los brillos se apagaron y la imagen que con tanto ahínco andaba fabricando el PP, se ensombreció con la cruda realidad.
El alcalde, que venía columpiándose cual niño feliz estrenando su nueva imagen de alcalde majete tras los Pactos de Cibeles, disfrutando del rédito que le otorgaba su nuevo traje de conciliador (no olvidemos que es la misma persona que, desde la oposición, machacaba sin piedad, con insultos y persecuciones, a Manuela Carmena), no podía sostener la oscuridad de Levy a su lado. Pidió disculpas él (ella no) y, de pronto, la rutilante delegada, omnipresente, hizo mutis por el foro.
Asistimos a una brusca moderación (sospechamos que impuesta) de su exhibicionismo, tampoco comparece apenas en las comisiones de cultura. Sin embargo, este apagón no es el resultado de una reflexión profunda sobre una política cultural pública ni tampoco el Gobierno parece que haya cambiado en algo la “estrategia” (comillas) cultural: seguimos con muchas alharacas, mucho titular y ningún plan. Sospechamos que ahora lo que toca es rescatar la maltrecha imagen de la delegada, haciendo que sus intervenciones sean casi irrelevantes y permitiéndole poco pábulo a sus exabruptos.
Quizá ahora sea más fácil comprender por qué llevamos un año y medio sin que se convoque el Consejo de Cultura, el órgano de participación ciudadana y consultoría que debería, entre otras cosas, redactar un Plan Estratégico de Cultura que superara los vaivenes electorales y que acompañara al Gobierno en sus decisiones. Cuando la gestión municipal de la cultura es tan personalista, se encadena a la propaganda como estrategia y se apoya en la improvisación sin tapujos cualquier opinión colegiada estorba.
Pocas luces y muchas sombras las de este año y medio de gestión cultural personalista y de este viaje ansioso de Ícaro hacia el brillo. Si los responsables de cultura del Ayuntamiento de Madrid pudieran hablar con sinceridad, dirían claramente que les dejemos en paz, que quieren hacer el festival de la luz, la milla de los museos, el museo judío un día sí y otro no, auditorios grandes anden o no anden, conciertos rutilantes con nombres mundialmente famosos, sin que nadie les rechiste. En el fondo, lo que importa es la búsqueda de titulares que tienen que brillar, sin duda, para que puedan exhibirse como conquistas cuando llegue el año electoral. /