Desescalando, que es gerundio
Todos los 'homo sapiens' tenemos algo de Orfeo y siempre tenemos la necesidad de volver la mirada a esa senda que nunca volveremos a transitar.
Desescalar es un “palabro” de moda. Desgraciadamente se ha convertido en una palabra ajada, un verbo que, por cierto, no está recogido en el diccionario de la lengua española.
Desde la Real Academia Española se desaconseja su empleo y se nos advierte que lo recomendable es evitar, en la medida de lo posible, los calcos lingüísticos anglosajones. Es preferible utilizar en su lugar verbos como “reducir”, “disminuir” o “rebajar”.
La pandemia ha desdibujado nuestra zona de confort, sus límites se nos antojan ahora imperceptibles, vivimos en un mar de incertidumbres y el coronavirus nos ha injertado -de la noche a la mañana- en el paraje del averno.
Pero, si “desescalamos”, en un intento de retornar a la antigua y añorada normalidad, esto quiere decir que, al menos geográficamente, ¿el infierno se encuentra arriba, por encima de nuestras cabezas?
Vayamos por partes. El término infierno, etimológicamente, procede del latín inférnum o inferus, que significa debajo de, lugar inferior o subterráneo, y está en relación con el hades griego y el seol hebreo. De aquí podemos inferir, por tanto, que no podemos “desescalar” si “venimos de abajo”, en todo caso “escalaríamos”.
Dejémonos de disquisiciones vacuas y viajemos por unos instantes al desván de la cultura grecolatina. El descenso al Mas Allá, al Tártaro o, simplemente, al infierno es uno de los viajes más heroicos que se pueden realizar. Se puede emprender por las razones más variopintas: por amor, por obligación, por desafío, por conocimiento… e incluso por culpa de un coronavirus.
En algunas ocasiones los denodados viajeros lo hacen en compañía de otros, de un guía iniciático. Así, por ejemplo, Dante se ayudó de Virgilio –que sería reemplazado por Beatriz al llegar al Paraíso–, Ulises de la maga Circe, Psique de una torre, Eneas de la Sibila…
Uno de los viajes más célebres es, seguramente, el de Orfeo. Según la mitología griega su esposa Eurídice murió al ser mordida por una serpiente, esa criatura maldita que se impele por el suelo desde sus orígenes, mientras huía de Aristeo.
Tras su pérdida, Orfeo quedó apenado y dedicó toda su energía vital a componer amargas melodías –a orillas del río Estrimón– que le ayudasen a arrinconar los nubarrones de su pensamiento. Con su lira arrancó notas tan tristes y desoladoras que las ninfas y los dioses se vieron en el deber de auxiliarle, le recomendaron que descendiera al reino de Hades –katabasis– en busca de Eurídice.
Así lo hizo Orfeo. Durante el viaje no dejó de tocar la lira y con su música consiguió, por vez primera y única, detener momentáneamente los tormentos de los habitantes del inframundo.
Con sus melodías también consiguió su verdadero propósito: entrevistarse y ablandar el corazón de Perséfone y Hades, los reyes del averno. En un gesto de magnanimidad, permitieron que Eurídice regresara al mundo de los vivos, pero con la condición de que él caminase delante de ella y no mirase atrás hasta que los rayos de sol no hubiesen bañado completamente el cuerpo de la mortal.
Desgraciadamente, la impaciencia se apoderó de Orfeo que, giró la cabeza para ver a su esposa antes de tiempo, cuando todavía tenía un pie en el más allá. La sentencia de Hades se consumó inmediatamente, se despeñó como una losa y Eurídice se desvaneció en el aire para siempre.
A pesar de la tristeza inconmensurable que atenazó el alma de Orfeo durante el resto de sus días, sacó fuerzas de flaqueza y tuvo tiempo para enseñar a la humanidad las artes de la medicina, la escritura y la agricultura. Al menos eso nos cuenta la mitología.
El coronavirus nos ha colocado en la senda de la catábasis –del griego kata, abajo, y baino, avance–, pero como sucede en muchos viajes, quizás lo importante no se encuentre al final del camino –la vacuna– sino que, quizás, sea el propio camino el que nos enriquezca como seres humanos.
Todos los homo sapiens tenemos algo de Orfeo y siempre tenemos la necesidad de volver la mirada a esa senda que nunca volveremos a transitar. A pesar de la encrucijada social, política, económica y, sobre todo, sanitaria en la que nos encontramos, no debemos olvidar que no somos más que peregrinos de una vida finita y que, como tal, debemos de actuar.