Desapariciones y desaparecidos
Entre 1980 y 1998 muchas cosas cambiaron en las ciudades. La nostalgia dejó de ser compañera de fatigas. En 1980, Joaquín Sabina cantaba: "Vivo en el número siete / Calle Melancolía / Quiero mudarme hace años / Al barrio de la Alegría / Pero siempre que lo intento / Ha salido ya el tranvía / En la escalera me siento /A silbar mi melodía". En 1998, Manu Chao, cantaba: "Desaparecido", ese fantasma ..." Perdido en el siglo / Perdido en el siglo / Siglo veinte / Rumbo al veintiuno". "Ahora eres una estrella en el cielo, / un rumor en el viento", canta Luz Casal en Lucas, en 2018. La ciudad contemporánea se hace a toda velocidad, se construye de imágenes de desapariciones físicas y espirituales. Como recuerda Marina Garcés en Ciudad Princesa, la ciudad es un proceso de desalojos y ocupaciones: es un campo de sistemas binarios lleno de acontecimientos sobresaturados, sobreimpresos, superpuestos. En la memoria de Garcés, el vaciamiento del cine Princesa, desalojado de okupas en 1996, anticipaba los vacíos que vinieron después en la frágil "ciudad empresa" del capitalismo neoliberal, muy poco dado a las melancolías de todo signo.
A la desaparición del paisaje urbano de tantos elementos cotidianos, de cabinas telefónicas, kioskos, buzones, cines, tiendas, panaderías, churrerías, mercerías, ferreterías, cafés... han seguido la 'invisibilidad' de calles y plazas, las ágoras, la desaparición de espacios públicos, -o de su condición de tales-, las atmósferas, los juegos de niños, los recorridos de itinerarios escolares, los tradicionales paseos de viejos. Hasta las obras de infraestructuras son tan rápidas, que apenas consiguen la contemplación pasiva y monótona de las paradas en las vallas de los jubilados. La ciudad hace hueco a nuevos ocupantes: colonizadores unos, como los turistas; refugiados y asilados otros, como los emigrantes; residencias de lujo y de paso, pobres y desplazados, precarios sin derechos de residentes, ciudadanos a medias, nómadas, fugaces excluidos, recién desaparecidos del empleo, vulnerables expulsados por las leyes del mercado.
Las fronteras de la ciudad cambian día y noche. Entre tanto, las desapariciones son motivo, sin descanso alguno, de películas, series y ficciones literarias indesmayables. A los seres humanos les aterran y fascinan las desapariciones, como prueban, entre otras muchas películas, Perdida (Gone Girl, 2014); Adiós pequeña, adiós (Gone, Baby Gone", 2007) y, a otro nivel, las de fenómenos paranormales, como la española, tan desigual, Nos miran (2002). La lista es tan extensa como la de las desapariciones y los desaparecidos de la ciudad. Son más que casos puntuales, porque son masivas; las desapariciones humanas se trasladan de los espacios de barrio a las periferias, desalojadas de su corazón desde el fondo de los distritos populares. En muy pocos años hemos visto cómo cambia la configuración del paisaje humano y se convierte en un paisaje de especulación ante la impotencia de urbanistas y regidores por hacer una ciudad formalmente terminada. La memoria cambiante de la ciudad conocida cuando la "melancolía" de Sabina ya no es visible, ni siquiera la de los "clandestinos" de Manu Chao, ni la de los precarios ciclistas explotados o "falsos autónomos" de los servicios sin intermediarios, las empresas "sin empresa" y los "almacenes sin inventarios". Los gurús anuncian una sociedad sin mediación, de autónomos explotados sin derechos y de espacios sin barrios, sin alma que recordar. Carcomidos por el uso fabril y febril de los solares para el abuso inmobiliario en constante rotación.
La barreras de las ciudades del mercado son también invisibles, cambiantes, perecederas, una anticipación de vacío a ocupar como si tuviéramos que ir expulsando los distintos para no querer saber nada del otro que habita en nosotros mismos, sea como como miedo o como pesadilla. "Esa falta de distancia que es propia de lo digital elimina todas las modalidades de la cercanía y la lejanía. Todo queda igual de cerca e igual de lejos", dice Byung-Chul Han. Porque el espacio del común desaparece también en esa trituradora de distancias y tiempos que es la ciudad digital, la de la cercanía imposible. La ciudad de la desigualdad se ha quedado sin elementos de referencia; las pensiones y hostales desaparecieron, dando paso a los hostels turísticos, dejando sin acogida a los trabajadores, a los emigrantes en busca de sitio, a los viajantes de un comercio hoy imposible, a los viajeros pobres, a los emigrantes del trabajo que va desapareciendo gracias a la robotización. Todavía hay quién se pregunta por el robo que estamos padeciendo, sin darse cuenta de que le siguen saqueando los bienes vitales, como el tiempo, el espacio, la casa, el aire o el agua. Desapariciones y desaparecidos son fantasmas de la ciudad que no asila, ni refugia, ni permanece, salvo para los que pueden pagarse su aislamiento en jaulas doradas. Esa ciudad necesita de un cambio de estrategias, que aflore lo sustantivo y no se pierda en los duendes de lo virtual, esos que tanto gustan a los políticos del máster virtual y la igualdad de privilegios. Esa es una ciudad plagiada de modelos agotados que ya no tiene prácticamente nada que aportar, por mucho que se siga publicitando a los cuatro vientos como si no hubiera alternativa, ni modelos nuevos, ni protagonistas tangibles.
La ciudad inacabada recuerda mucho lo que describe Garcés, en su libro sobre filosofía inacabada (2015), acerca de la debilidad y sobre los síntomas del agotamiento del mundo que conocemos. Acierta la filósofa cuando encabeza su texto con una cita premonitoria de un insigne desobediente civil: "No pretendo escribir una oda al abatimiento, sino jactarme con tanto brío como el gallo encaramado a su palo por la mañana, aunque sólo sea para despertar a sus vecinos". H. D. Thoreau, Walden (1854).