Dejad que las madres (y todas las mujeres) hablen de su dolor
A menudo, a las mujeres se les educa para que antepongan las necesidades de los demás a las suyas, y parece que la sociedad relega a las mujeres a niveles inferiores de prioridad.
Sin embargo, lo que me preocupa es que las necesidades, deseos, esperanzas y sueños de las mujeres no son lo único que pasa a un segundo lugar. También su dolor. De hecho, la primera persona en poner en entredicho el dolor de una mujer no siempre es la sociedad en general, un doctor o alguien cercano. A menudo suele ser ella misma. Tal vez sea el caso de una mujer que conozcas.
O tal vez seas tú misma.
Desde mi infancia he sido testigo de cómo mi madre atravesaba dolor y enfermedades y cómo el sistema sanitario le fallaba. En primer lugar, porque no se trataban los trastornos alimenticios como tal, entendiéndolos como una enfermedad mental y física y, en segundo, porque no le ofrecían muchas perspectivas de mejora.
Durante esos años, e incluso durante mi adolescencia (cuando aún tenía el egoísmo propio de una niña), me costaba empatizar con ella, porque la necesitaba. Necesitaba que me quisiera, y me sentía enfadada y decepcionada cuando no podía hacerlo.
Durante muchos años, me tomé esto como algo personal. Pensaba que yo había sido mala hija, de esas hijas a las que ni siquiera su propia madre quiere. Conforme maduraba (intelectualmente, al menos) me di cuenta de que mi madre estaba demasiado enferma como para ocuparse de nadie (ni siquiera de sí misma). Pero pensar en ella seguía haciéndome sentir culpable.
Todos estos sentimientos se transformaron en empatía cuando me diagnosticaron problemas de salud crónicos hace siete años. Justo en ese momento pensé: así es como se ha sentido mi madre todo este tiempo.
Invertí gran parte de mis veintitantos en insistir a los médicos para que se tomaran en serio mi dolor. Mientras que mis amigas salían con chicos, yo pedía citas con el médico. Mientras que ellas se mudaban a nuevas ciudades para trabajar, a mí me era imposible trabajar fuera de casa. Ellas se prometían con sus novios, mientras que la mayoría de los míos desaparecían para no volver. Ellas se compraban viviendas, y yo me enfrentaba a una deuda médica que me iba a costar años pagar. Y, mientras que ellas tenían hijos y empezaban a cambiar pañales, yo empezaba a preguntarme si tal vez yo debería usar pañales.
He tenido que aprender a lidiar con el dolor crónico, que comenzó con endometriosis y quistes en los ovarios y que derivó en síntomas gastrointestinales y neurológicos que han hecho que lo que antes eran actividades placenteras (comer, tener sexo y viajar), ahora se conviertan en problemas y me resulten prácticamente imposibles.
Cuando una mujer se enfrenta a dolor relacionado con el aparato reproductor, a menudo, lo primero en lo que se piensa es en la fertilidad. Y parece que ese asunto tiene más importancia que el propio dolor de la mujer. Caroline Reily escribió sobre este asunto para Rewire. Ella tuvo problemas de fertilidad debido a su endometriosis, pero también señala que hay pacientes para quienes la fertilidad no supone un problema.
Yo pertenezco a ese segundo grupo. Nunca me había atraído especialmente la idea de ser madre. De hecho, me veo obligada a invertir tanto tiempo, energía y recursos en mi propia supervivencia que no tengo mucho que ofrecer a una pareja, y menos a un niño.
Y aun así, los médicos seguían actuando como si el hecho de conservar mi fertilidad y la consiguiente posibilidad de ser madre fuera más importante que tratar de ayudarme a vivir una vida en la que el dolor fuera soportable (o me curara por completo).
Para una mujer de 20 años que aún no está decidida a ser madre, resulta confuso que los médicos presten más atención a su futura fertilidad en lugar de a sus síntomas actuales.
Cuando finalmente me percaté de que mi enfermedad (que con el tiempo derivó en enfermedades, en plural) era crónica, que nunca volvería a estar "sana", todos mis sueños de futuro desaparecieron. Comprar una casa. Mudarme a otra ciudad para buscar trabajo. Viajar alrededor del mundo. Salir con chicos. Estaba mucho más centrada en cómo el dolor y los demás síntomas se habían apoderado de mi vida en el presente. Era incapaz de pensar en el futuro.
Empecé a hablar abiertamente de cómo los médicos habían obviado mi dolor repetidamente y publiqué un libro al respecto. Entonces, varias mujeres jóvenes comenzaron a contactar conmigo para contarme sus historias, muchas de las cuales eran parecidas a la mía.
No obstante, de repente empezaron a escribirme también mujeres de la edad de mi madre. Me contaban que habían pasado décadas tratando de que los demás se tomaran en serio su dolor, por ejemplo, cuando estaban con su pareja en la cama o con sus hijos en el coche. Me hablaron de la cantidad de cumpleaños en los que no habían podido salir a comer o ir al cine. Que tuvieron que dejar de lado el deporte, los partidos de tenis o las clases de zumba. Que se perdieron la actuación de sus hijos en el colegio. Que ni siquiera saben la dirección actual de sus amigas. Que llevan años sin bailar en una boda.
Que ya nadie les invita a nada.
Todas esas mujeres confiaron en mí para hablar de su dolor y fue entonces cuando empecé a comprender por qué le resultaba tan complicado a mi madre cuidar de sus hijos, por mucho que lo intentara.
La verdad es que, después de que muchas mujeres pasen años tratando de demostrar su dolor a los médicos, ya es demasiado tarde. Ya no hay vuelta atrás, ya no hay tratamiento posible. O, en el caso de mi madre y mío, algunas mujeres simplemente acaban agotadas y se niegan a seguir intentándolo. Acaban conformándose con convivir con el dolor y se esconden porque no quieren suponer una carga para nadie.
Las mujeres quieren ser escuchadas. Queremos que se tomen en serio nuestras preocupaciones y nuestro dolor. Nos gustaría que nos tuvieran en cuenta y nos valoraran más allá de por ser posibles futuras madres. Porque ser madre es mucho más que estar presente físicamente: es la capacidad de estar disponible a nivel emocional.
Ojalá alguien hubiera estado ahí para escuchar a mi madre cuando era joven y estaba enferma, tratando de cuidar de una niña en su mundo de dolor.
Probablemente, el mejor regalo que una mujer puede hacer a su madre es darle espacio. Espacio para hablar. Para que podamos escucharla de verdad, o tratar de leer entre líneas, todas esas cosas que no es capaz de decir en alto.
Este artículo fue publicado originalmente en el 'HuffPost' Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por María Ginés Grao.