De luminarias y belenes
Paseo por Barcelona y me encanta ese tipo de boicot encubierto, esa resistencia pasiva, a la iluminación navideña que, desde que es alcaldesa Ada Colau, promueve el Consistorio.
La última vez que oí hablar a la socióloga y feminista marroquí Fatima Mernissi (Fez, 1940-Rabat, 2015) una de las cosas que dijo me impactó, quizá por inesperada. Decía que cuando iba a un país, a una ciudad europea en avión, sentía un gran enfado cuando desde las alturas vislumbraba las luces que (mal)gastaban; un desperdicio que era producto justamente de la explotación y expoliación de los recursos de países a los que no se permite desarrollarse, decidir sobre sus materias primas ni disfrutarlas, y que vistos desde el cielo están sumidos en la oscuridad.
Si a ello le sumamos la polución lumínica, se entenderá porqué estoy desde hace años (mucho antes de la crisis y de la invasión de Ucrania) en contra de las iluminaciones navideñas puesto que, además de depauperar el planeta, tienen como principal, si no como único objetivo (descarado y confeso, por cierto), estimular el consumo y, por tanto, la infelicidad tanto de quien no puede comprar, como de quien compra y experimenta a renglón seguido la distancia insalvable entre deseo y su hipotética consecución. El vacío frustrante que nunca se sacia comprando.
Paseo por Barcelona y me encanta ese tipo de boicot encubierto, esa resistencia pasiva, a la iluminación navideña que, desde que es alcaldesa Ada Colau, promueve el Consistorio. Por ejemplo, en el paseo de Gràcia en los últimos años como único adorno colgaban mariposas, que ya se sabe que son bichitos que a menudo revolotean entre mulas y bueyes o acompañan a las pastorcillas. En la Gran Via, había irónicos y directos eslóganes consumistas, se sucedían los «nyams-nyams», «txins-txins», etc. luminosos. Hace unos años en el barrio Gòtic colgaban directamente grandes bolsas de regalo, una incitación sin tapujos a la compra. En la calle Aragó, siguen poniendo unas deconstruidas estrellas que piden la colaboración de viandantes y automovilistas para obrar el milagro de hacerse visibles y evidentes. En las Rambles, ristras de bombillas sin rastro alguno de motivo navideño, ni un mísero angelito, ni una desangelada estrellita.
Reprocharía al Ayuntamiento que haya eliminado las elegantes camisetas luminosas de los tilos de la no menos señorial rambla de Catalunya y las haya sustituido por unas anodinas y afrancesadas bolas. Queda compensado sin embargo por los adornos la mar de cursis de la Diagonal, superados ampliamente por los ridículos y mortecinos colgantes totalmente kitsch de la calle Balmes, puro arte conceptual; por mucho que me esfuerzo no se me ocurre qué ciudad de provincias, por casposa y cutre que fuera, consentiría colgarlos en sus calles.
Espero que los nuevos horarios de apagado ayuden, no a ahorrar —que es otra cosa—, sino a no gastar tanto. En definitiva, a hacer de Barcelona una ciudad no «pujante». Que ya se sabe que el «pujantismo» va siempre ligado a una orgía de derroche, contaminaciones de todo orden, catástrofe climática, coches y atascos y desigualdad (que lo pregunten, por ejemplo en Vallecas).
Capítulo aparte merece el belén del Ayuntamiento, que ya hay en la ciudad un sinfín de pesebres convencionales, desde el instalado en el museo Frederic Marès hasta los dioramas de la iglesia de Betlem pasando por el de un cobijo de paz y tranquilidad como el del convento de Pedralbes. Los del Ayuntamiento, desde Colau y compañía, son sin excepción sorprendentes e innovadores (y creo que baratos), y siempre, siempre, indignan al establishment y llevan al borde del ataque de nervios a las mentes bien pensantes y escoradas a la derecha.
Que no se preocupe Colau, haga lo que haga, irritará a las fuerzas vivas y a las trescientas familias porque al azar debe tres dones, como dijo la poeta, y especialmente no le perdonarán nunca que sea de clase baja —toda una infiltrada—. Errores de una y otra al margen, le acompaña en este rechazo, otra infiltrada, su colega Irene Montero.
Si volvemos al pesebre, el de este año, ¡a estas alturas!, todavía no sabemos cómo será. Espero que sea como el francamente maravilloso belén de 2019. Me tocó enseñarlo con orgullo ciudadano a gente de fuera. Quedó hechizada por aquel ejercicio de entrañable regreso a la infancia lleno de detalles. Comprobaron hasta qué punto Barcelona es cosmopolita.