De los viejos y nuevos demonios culturales: cuando se necesita decir que no
Para el machismo, la mujer siempre tiene la responsabilidad de evitar la violencia.
Agustín Martínez, el abogado de los miembros de La Manada de Pamplona, declaró hace unos días que la víctima de sus defendidos “simplemente tenía que decir que no”. Hizo la declaración luego de conocer la sentencia del Supremo de España, que condenaba a los cinco acusados por violación a quince años de cárcel. Martínez resumió toda su defensa previa — basada en el consentimiento y sus matices — en esa única frase.
La imagen es inquietante: una mujer acorralada en un callejón por cinco hombres, aterrorizada y que después, sufre una agresión grupal, debe decir “no” en voz alta y audible. Sacudir la cabeza, hacer señales inequívocas para que quienes le agreden comprendan que está aterrorizada. Según Martínez, una mujer debe aclarar, para que no quede duda, que no quiere que un grupo de desconocidos le desnude, ataque, someta, viole. Tiene que resultar herida — a ser posible, de manera muy grave — y sólo así, puede acusar a un grupo de hombres de haberla violado. Lo demás, siempre según Martínez, entra en el terreno interpretativo.
Las palabras del abogado no me sorprenden, por más retorcido y doloroso que parezca. Vivo en una cultura machista, en la que a una mujer se le juzga por el largo de la falda, su libertad sexual e incluso decisiones personalísimas sobre su capacidad reproductiva. De modo que el hecho que Martínez esté convencido que todo hombre es un depredador en potencia y toda mujer una víctima propiciatoria, es algo normalizado hasta un extremo peligroso. El consentimiento para nuestra sociedad entra en el terreno borroso de una cierta violencia tácita: la mujer debe estar atenta a no provocar el deseo del hombre. A dejar claro de cada forma posible, que rechaza ser acechada, violentada e invadida.
Se trata un sesgo al cual la mayoría de las mujeres nos hemos enfrentado antes o después. “¿Qué llevabas puesto?”, te preguntan cuándo sufres acoso callejero, “¿qué dijiste?”, si enfrentas maltrato verbal. “¿Qué hacías allí?”, si llegas a sufrir violencia. Es la falda, es el largo, es la piel que se muestra, el lugar en que te encuentras. Es el maquillaje que llevas, la forma en que te peinas. La postura de tu cuerpo, la manera en que mueves las manos o las piernas. Para el machismo, la mujer siempre tiene la responsabilidad de evitar la violencia. Y de no hacerlo, es víctima de su propia omisión.
Una de mis amigas me contaba que en una ocasión caminaba por el estacionamiento de un centro comercial de la ciudad en que vive cuando un hombre comenzó a perseguirla mientras le susurraba todo tipo de insinuaciones sexuales. Incluso llegó a empujarla y tratar de tocarle las caderas, todo esto mientras los transeúntes que le rodeaban se apartaban o incluso reían, como si lo que estaba sucediendo no fuera tan grave como para preocuparse. Aterrorizada, mi amiga huyó a la carrera y logró llegar junto a un grupo de mujeres que esperaban para subir por una de las escaleras mecánicas del edificio. Cuando les contó lo que acababa de ocurrir, una de ellas le miró de arriba a abajo, deteniéndose en la falda corta y la camiseta ajustada que llevaba.
— ¿Y qué esperabas que te pasara? — comentó por último con desdén — con esa pinta, no podía pasar otra cosa.
Mi amiga me contó después que se sintió tan avergonzada por la acusación y que, durante días, no pudo dejar de pensar que había provocado el desagradable incidente que había vivido. Me explicó que cada vez que contó el incidente a alguien de su círculo o incluso a su pareja, la respuesta fue más o menos parecida.
— Todos me preguntaron qué estaba haciendo o cómo estaba vestida para haber provocado algo semejante — me confió con tristeza — , a nadie parecía importarle demasiado cómo me sentía o el hecho de que un desconocido me hubiera acosado a plena luz pública.
¿Te resulta familiar? No es casual que no mencione el lugar en que vive mi amiga, porque seguramente a un considerable número de mujeres le ha ocurrido algo semejante en una buena cantidad de lugares del mundo. Sí, vivimos en una sociedad machista. Cuando lo digo, casi siempre hay una especie de reacción espontánea: ¡Pero no lo es tanto como hace décadas! Caramba... ¿eso es una disculpa?, pienso cuando escucho un razonamiento semejante. Aún peor, vivimos en una sociedad convencida que el machismo es un “mal inevitable” o en el mejor de los casos “no es del todo malo”, una idea preocupante que actúa como una caja de resonancia sobre la forma en cómo se concibe la mujer contemporánea. Hablamos de una época en que hay hombres que hablan sobre “la responsabilidad” de la víctima en un acto de violencia. De mujeres que insisten que “hay que hacerse respetar”. ¿Qué ocurre cuando el límite de la violencia es una idea naturalizada hasta el punto de encontrarse en todas partes? ¿Somos conscientes hasta qué punto esa conducta refuerza todo tipo de comportamientos agresivos?
El machismo es como un mal olor en el hábito y la costumbre. Lo percibes de vez en cuando, lo analizas, te sobresaltas. ¿Lo evitas? Lo intentas al menos. Supongo que a ninguna mujer le sorprende la idea: después de todos crecemos y nos educamos en una sociedad hipersexualizada, obsesionada con la estética, con los cánones de popularidad y aceptación. En medio de ese ambiente enrarecido, había una percepción única sobre cómo debía ser la mujer o, mejor dicho, la manera como debe comprenderse desde el canon tradicional. Ese deber ser insistente y asfixiante que todas parecían aceptar casi de manera natural. Una completa convicción que de “así deben ser las cosas”. El machismo se basa en la repetición de esquemas, en la percepción de lo inevitable. El mundo está hecho de determinada manera y así debe aceptarse.
La opinión de Agustín Martínez no es una única. De hecho, es muy probable que sea la general. El caso de Pamplona sacó a flote toda una serie de puntos de vista sobre las relaciones de poder entre hombres y mujeres que resultan aterradoras por su crueldad. En redes sociales se debate que “no se demostró lo suficiente” que la víctima había sido violada. Hombres muy jóvenes insisten en que “la gorda debió agradecer ser follada”. Abogados debaten sobre los límites legales del consentimiento. Una y otra vez, la culpa regresa a la mujer maltratada, violada, a la que debió gritar, defenderse, golpear, quizás dejarse matar, para demostrar que realmente sufría una violación. A la que no dijo o hizo “lo suficiente”. La que se quedó tendida y callada, mientras un hombre la golpeaba y la agredía sexualmente. La que tuvo miedo de denunciar, la que sintió vergüenza para admitir que algo semejante le había ocurrido.
Miro una fotografía grupal de los violadores de Pamplona. A la distancia de un mar y un continente, me asombra su aspecto normal, corriente. Hombres con los que podrías tropezar en cualquier parte. Un tipo cualquiera al que le sonríes en la calle. El que te encuentras en el elevador, el que se sienta a tu lado en el transporte público. ¿Hasta qué punto el machismo crea monstruos? ¿Hasta qué punto esa persistente idea que la violencia es parte de la naturaleza del hombre es la que alimenta a los depredadores sexuales?
Siempre me provocará profundo terror que los miembros La Manada insistan en no entender qué ocurrió y considerarse inocentes. Que argumenten que una mujer que besa a un hombre, abre la puerta para cualquier tipo de violencia. Que el consentimiento es algo ambiguo y que, sin duda, llegados a cierto punto, no importa demasiado.
Aterroriza porque estoy convencida de que creen que es verdad. El machismo los convenció de que lo era. De modo que el único camino para enfrentar esa percepción tácita de la violencia es cuestionar la existencia de un sistema que sostiene semejantes ideas y todas sus implicaciones. Enfrentar esa noción sobre la mujer infravalorada, minimizada, limitada por siglos de historia. Del hombre al que se le convence que la violencia es algo normal e inherente a su naturaleza. Luchar por una sociedad en que no se necesite decir “no” a gritos, para dejar claro que la violencia sexual es un crimen sin otro culpable que el agresor.