Cultura: cuarto pilar de la sostenibilidad
La sostenibilidad consiste en reinventar mundos, lo que, en sí mismo, es un proyecto cultural.
Que la sostenibilidad del planeta no es un horizonte viable si seguimos manteniendo el mismo modelo productivo de las últimas décadas es un hecho del que tenemos ya bastantes pruebas. Que la vida, tal como la conocemos, no va a resistir más de dos generaciones sin verse fatídicamente alterada si no ponemos freno a la sobreexplotación de los recursos es un pronóstico nada exagerado. Es cada vez más evidente que la misma posibilidad de seguir existiendo exige un cuestionamiento radical a la lógica neoliberal. Dicho de otra manera, ese posicionamiento político no es solo un plante ideológico, nos va en ello la vida misma. Desde esa preocupación, la Agenda 2030 de Desarrollo Sostenible plantea una hoja de ruta que pretende traducir a cambios concretos los grandes retos de la crisis ecológica.
Su éxito requiere una aproximación transversal y desde múltiples perspectivas a una realidad compleja, y, en ese contexto, mirar hacia la cultura es fundamental. No es posible transformar nuestro marco de vida y de convivencia sin tener en cuenta la cultura. En este sentido, entidades como la Red Española por el Desarrollo Sostenible llevan años realizando un importante trabajo por vincular cultura y sostenibilidad. Sin embargo, por fundamental que sea, la triste realidad es que no existe un Objetivo de Desarrollo Sostenible (ODS) orientado específicamente a la cultura. A pesar del esfuerzo de campañas globales como la de «El futuro que queremos incluye a la cultura», en la que participaron más de ciento veinte países, la cultura se quedó fuera de los ODS. Esto constituye un lamentable error y hay que recordarlo siempre. Como hace más veinte años dijo ya el investigador cultural Jon Hawkes, en la construcción de un futuro sostenible, a la triada medioambiental, económica y social le falta el cuarto pilar cultural.
La cuestión es cómo se concreta la relación entre cultura y sostenibilidad. Para entenderlo debemos contemplar tres grandes vectores. En primer lugar, el del impacto medioambiental de la cultura. Aunque en menor medida que otros sectores, la industria de la cultura también es una importante productora de CO2. Reducir el impacto de la práctica cultural tiene que ver con controlar la huella de carbono de una película o un festival, las materias primas que se usan para los decorados, la gestión del agua y la energía en un Museo, la reducción de traslados o el trabajo con proveedores verdes. En este sentido, en España en los últimos años se está avanzando considerablemente. Por ejemplo, en la Boda de Rosa, de Iciar Bollaín, se compensó la huella de carbono con reforestaciones, y existen actualmente muchas otras producciones que están incorporando estas lógicas.
El segundo vector de importancia es el modo en que la cultura contribuye a potenciar lógicas que fomentan modos de vida más sostenibles y una sociedad más habitable. La cultura contribuye a construir comunidad, proceso que este ciclo post covid ha demostrado ser esencial para la convivencia: la diversidad y la diferencia son claves propias de la cultura y, sin ellas, no hay inclusión posible. El Alto comisionado para la pobreza infantil ha afirmado que la erradicación de la pobreza exige algo más que políticas de emergencia y que, en ello, el arte y la cultura son fundamentales. También la Organización Mundial de la Salud ha declarado la necesidad de incorporar prácticas artísticas en los sistemas sanitarios, y sabemos de sobra que, en el ámbito educativo, la mochila cultural con la que cuente el alumnado es tanto o más importante que los contenidos que se aprendan para avanzar con éxito en el sistema. La cultura permite también vertebrar el territorio, descentralizar lógicas y servicios, estrechar las relaciones entre lo rural y lo urbano y recuperar saberes tradicionales.
Por último, debemos hablar también de la sostenibilidad del propio tejido cultural. La cuestión de fondo esencial aquí es que no es posible seguir entendiendo la cultura principal y únicamente como una industria, precisamente porque lo que hoy está en entredicho es el propio modelo industrial y de crecimiento económico de los últimos cuarenta años. Si el modelo capitalista no es sostenible, el modelo de industria cultural que se desarrolló a su sombra tampoco lo es. La industria cultural ha generado un sector donde pocas manos acumulan muchos recursos y donde la gran mayoría de sus trabajadores tienen empleos precarios e inestables. La sostenibilidad del sector cultural pasa por transformar los modos de producción, de circulación y de distribución de la cultura. Pasa por dejar atrás los modelos extractivos y por apostar por un reparto equitativo de los beneficios que redunden en toda la cadena. Pasa por favorecer la diversidad y la multiplicidad en vez de la concentración y el monopolio. Pasa por fomentar el tercer sector y por generar marcos para ese tipo de producción cultural que no tiene un objetivo económico. Pasa, por último, por poner en el centro del modelo la participación, el acceso y la accesibilidad en la cultura.
Apostar por una cultura sostenible es apostar por refundar la política cultural misma pues fomentar la sostenibilidad es indisociable de poner en el centro unas políticas que garanticen el ejercicio de los derechos culturales. Tanto para que la cultura sea sostenible como para que contribuya a hacer un mundo más sostenible, debemos acabar con ese modelo que la entiende solo como un sector económico, y que interpreta la política cultural como una mera proveedora de programación y servicios. Hay que diseñar y defender políticas que se preocupen porque todos y todas podamos producir y disfrutar de la cultura, y que podamos intervenir en el mundo con las herramientas y lenguajes de la cultura. Si es cierto lo que afirma el antropólogo social experto en sostenibilidad Emilio Santiago acerca de que vamos a tener que acostumbrarnos a vivir con menos y que ello implica que tendremos que componer la felicidad de otra manera, tendremos que mirar, precisamente, hacia la cultura como la herramienta que viene a ayudarnos a componer esa nueva felicidad. Es justamente el ejercicio de los derechos culturales lo que permitirá que seamos sociedades y comunidades más resilientes, capaces de construir colectivamente lo que significa una buena vida. Como decía Gemma Carbó, gestora cultural y directora del Museo de la Vida Rural, la sostenibilidad consiste en reinventar mundos, lo que, en sí mismo, es un proyecto cultural: el de inventar el mundo en el que queremos seguir viviendo. De esto va en el fondo entender la cultura como cuarto pilar de la sostenibilidad.