Cuento de Navidad con final incierto
Aún no lo sabía, pero esa noche no iba a ser como las demás.
Cuenta Pedro Luján, estibador del puerto de Las Palmas, que hace ya unos años, en una de esas madrugadas frías de diciembre, llegando ya a la Navidad, como tantas veces, le tocó trabajar. Aún no lo sabía, pero esa noche no iba a ser como las demás.
Conducía su ‘mafi’ -así llaman a los camiones portacontenedores-, trasladando mercancía desde un barco que había llegado de África a su lugar en el muelle. Encerrado en la cabina, con las ventanas subidas por el viento frío que traía el mar, miraba el reloj a menudo a ver si llegaban las cuatro de la mañana, hora de comerse el bocadillo de jamón serrano que se había traído. También miraba por la ventana, quería localizar a un compañero al que tenía que entregarle un documento.
La grúa le cargó un contenedor vacío, de esos que se apilan en un lugar apartado hasta que se necesitan para ser llenados de nuevo. Pueden esperar en tierra, antes de ser requeridos, varias semanas, es posible que más de un mes. En lo que llegaba al final de la terminal vio, por casualidad, al volante del camión detrás del suyo, al compañero que andaba buscando. Paró el vehículo y, casi como si hubiera recibido una llamada del destino, bajó a hablar con él. Nada más salir, le pareció escuchar golpes desde dentro del contenedor. Se lo quitó de la cabeza, era imposible. El puerto es un lugar de mucho trajín, incluso de madrugada, máquinas pesadas que vienen y van, emisoras, gritos, y el ruido ahogado del interior de aquella caja se confundió en el ambiente. Pedro Luján continuó su camino y los golpes volvieron con tanta insistencia que le pidió a su compañero que bajara de su puesto y lo escuchara con él. Efectivamente, aquel contenedor no estaba vacío. La evidencia definitiva la tuvieron al observar una de sus esquinas; de ella salía un líquido de olor fétido. “Aquí hay personas”.
Siguiendo el protocolo, para no incurrir en delito, llamó a la Policía Portuaria. “Sin ella presente no se puede abrir ningún contenedor”, explica Pedro, “cuando llegaron, tampoco autorizaron su apertura. Decían que tenía que personarse la Guardia Civil. Les respondí que no podíamos esperar más, que no sabíamos qué nos encontraríamos y que el tiempo corría en su contra”. Le advirtieron que si lo abría sería bajo su responsabilidad. No lo dudó, le quitó el cerrojo a la caja de metal y el espectáculo fue dantesco: diez pares de ojos tan asustados como famélicos y ateridos en la oscuridad, envueltos en un olor insalubre, y haciendo el gesto de llevarse comida a la boca.
Se habían juntado varios estibadores alrededor y les llevaron al contenedor (las autoridades no les permitieron bajar) los bocadillos que cada uno había traído para su ‘merienda’ a deshora; el de Pedro también, a pesar de ser de jamón y los chicos musulmanes, y las chaquetas que pudieron reunir.
Hablaban wólof, una lengua utilizada en Senegal y Gambia, alguno un poco de francés y otro conocía palabras en inglés. No sabían a dónde habían llegado después de diez días de viaje, con Dakar como puerto de partida. A la tercera jornada se les acabó la comida y el agua; el abrigo no lo tuvieron nunca.
Sin más equipaje que la ilusión de una vida mejor se pusieron en manos del azar, el mismo que hizo que Pedro bajara de su ‘mafi’ en una noche helada antes de que apilaran su contenedor como pieza de una torre olvidada de casi veinte metros de altura, para llegar a algún lugar de Europa donde hubiera esperanza, la misma que seguramente sintieron cuando se abrió la puerta de lo que estaba llamada a ser su fosa común.
“Lo que ocurrió esa noche yo creo que fue un milagro como los de los cuentos de Navidad”, dice Pedro. Un cuento de final incierto: la Guardia Civil gestionó con el capitán del barco, que los había traído, su repatriación. Si llegaron a Dakar o no, si sí lo hicieron y volvieron a embarcarse de alguna manera hacia nuestras costas, si lograron arribar a Europa, si fue el mar su destino último o si, tras el periplo inicial, se resignaron a una vida de miseria, queda a la imaginación de cada uno.
Estos cuentos son muy recurrentes, también en Navidad. En estos días, al bajar el sol, no es extraño ver grupos de chicos africanos deambulando entre las terminales del puerto de Las Palmas.