Cuando las firmas de moda nos visten de esclavitud
El 24 de abril de 2013, hace sólo cuatro años, se produjo una de las mayores catástrofes humanas de la industria, cuando el edificio Rana Plaza, en Bangladesh, se derrumbaba, matando a más de mil cien personas e hiriendo a más de dos mil. En estas instalaciones de nueve pisos, se trabajaba a destajo en la producción de prendas de ropa para varias marcas europeas. Fue un crimen con preaviso, pues esa misma mañana cientos de trabajadores se habían negado a entrar en el edificio por su evidente situación ruinosa. Las grietas en los muros se agrandaban cada día. Ante las amenazas de despidos y represalias, fueron obligados a retomar sus puestos de trabajo. A media mañana, colapsó. Ninguna marca que allí producía se hizo responsable, a pesar de que sus etiquetas se encontraron entre los escombros. Más tarde, algunas pagaron indemnizaciones gracias a la gran presión popular y mediática a la que se vieron sometidas. Pero jurídicamente fue imposible establecer su responsabilidad.
Este crimen desveló a Occidente y a la opinión pública la terrible situación en la que se produce el 70% de la ropa que consumimos en Europa. El derrumbe de Rana Plaza o los incendios con muertes ocurridos en otras instalaciones de menor tamaño son sólo la punta del iceberg, lo que se hace visible. Pero la realidad de esta industria esconde profundas violaciones de los derechos más fundamentales, humanos y laborales, que permiten que las empresas europeas del sector facturen miles de millones de euros al año. Así es como Amancio Ortega se convierte en uno de los hombres más ricos del mundo: vistiendo a Europa de esclavitud en pleno siglo XXI.
Para encontrar una tragedia industrial de similares características en tierras europeas, hay que remontarse al año 1906, a Courrières, norte de Francia. Aquella mañana del 10 de marzo se produjo una grave explosión en una mina de carbón en la que murieron al menos 1099 mineros. Y también fue un crimen anunciado, ya que varios delegados sindicales habían avisado del peligro que se estaba gestando por una inusual acumulación de gases en las galerías. Esa misma mañana se lo repitieron a los gerentes de la mina y alertaron a los mineros, muchos de los cuales se negaron a bajar. Pero la empresa hizo oídos sordos, y también en aquella ocasión los trabajadores fueron forzados a entrar en la mina bajo amenazas de despido.
Pero ahí no acabó la infamia de los responsables de la empresa. Ante la sorpresa y la indignación de familiares y sindicatos franceses, los gerentes decidieron priorizar la conservación de la mina al rescate de los mineros y ordenaron tapiar las galerías para sofocar el incendio, dejando a cientos de mineros aún con vida atrapados en una tumba. Así se entiende que tres días después, más de quince mil personas se reunieran para abuchear al director de la compañía al grito de "asesino". La noticia de lo sucedido en la mina se extendió por toda Francia, y seis días después de la catástrofe, más de sesenta mil obreros se ponen en huelga. La opinión pública se escandaliza con la inhumana gestión del desastre, y el Gobierno se ve forzado a actuar. Los resultados fueron la creación del Ministerio de Trabajo, inexistente por entonces, y el desarrollo del primer Estatuto de los Trabajadores, sólo cuatro años después. Allá donde hay una injusticia, nace un derecho, siempre que haya gente detrás que presione para ello.
Una vez más se hace evidente que es la presión popular y la unión de los trabajadores la que consigue que las autoridades legislen en la protección de los derechos fundamentales. Pero, ¿qué ocurre cuando esas tragedias ocurren a miles de kilómetros? Está claro que una como la del Rana Plaza saldrá en los medios de todo el mundo porque ha costado la vida a más de mil personas. ¿Pero ocurre lo mismo con la indecente cotidianeidad de esas miles de fábricas repartidas por Bangladesh, Vietnam, Honduras o Sri Lanka? ¿Vemos con nuestros ojos las interminables horas de trabajo, las condiciones de seguridad e higiene, los abusos sexuales o las constantes amenazas a quienes osan sindicarse? ¿Lo notamos acaso en las prendas que compramos compulsivamente en Europa? Por supuesto que no.
Pocas personas saben que Mahida, de 18 años, se levanta a las 5 de la mañana en su aldea del norte de Sri Lanka para llegar a la fábrica en la que pasa, al menos, nueve horas de pie, cosiendo prendas de lencería. Le dan treinta minutos para que coma y vaya al baño. Le han hecho firmar un contrato en el que renuncia a sindicarse. Si lo hace o lo intenta, será despedida sin derecho a indemnización. Cada día ha de alcanzar un umbral de producción que aumenta sin cesar. El jefe le amenaza con seguirla a casa si no llega al mínimo mientras le toca el pelo. Cobra unos ochenta euros al mes, que no se acerca ni siquiera al mínimo vital. Es pobre y lo seguirá siendo por mucho que trabaje. Si quiere cobrar algo más, tendrá que pasar doce horas cosiendo, por lo que llegará a su casa a las once de la noche, exhausta y sin piel en los dedos. Ningún inspector de trabajo irá nunca a su fábrica. Le pregunto para qué marca cose, y me contesta que hace braguitas para Victoria's Secret. Me dice que son muy bonitas. No me atrevo a decirle que con dos o tres prendas de los cientos que cose al día su sueldo está cubierto. Pero sí le aseguro que en Europa somos cada vez más las personas que no estamos dispuestas a permitir que algunos nos vistan con la esclavitud invisible de tantas personas, sobre todo mujeres, que malviven para que podamos ir a la última moda.
Esta semana, el Parlamento Europeo dará un enorme paso en esta dirección, aprobando por amplia mayoría un informe que exige a la Comisión Europea iniciar un proceso legislativo que obligue a las empresas europeas a controlar sus cadenas de producción, para que nunca más sucedan hechos como el de Rana Plaza, y para que todas las Mahidas del mundo puedan trabajar y vivir con dignidad, como merece cualquier ser humano por el mero hecho de serlo.
En 1906, Europa empezó a legislar para evitar situaciones como la de la mina de Courrières. En 2017, esta Europa tiene que abrir los ojos e impedir que nuestras empresas hagan lo mismo que se hacía hace cien años, pero lejos de casa, donde nadie les ve. Nuestro particular siglo XXI no puede estar sustentado sobre las prácticas laborales del siglo pasado. La esclavitud se elimina con leyes vinculantes, no con buenas intenciones.