Cuando la locura es una forma de consuelo
Para alguien que sufre de ansiedad, las cosas se hacen un poco más complicadas.
Tenía semanas sin salir a la calle, debido a la cuarentena. Es una sensación extraña, cuando lo que te rodea se convierte en una amenaza. Para alguien que sufre de ansiedad, las cosas se hacen un poco más complicadas, porque pasas buena parte del tiempo en tu vida, convenciéndote justo de lo contrario: que el mundo no es un lugar al que debes temer. Pero por supuesto, la pandemia cambió por completo esa percepción y terminé de vuelta al punto cero: lo que hay más allá de la puerta de casa, es en esencia, la posibilidad de peligro. Ahora debo lidiar con un equilibrio entre la sensación de angustia perenne que todo ansioso sufre y por supuesto, cuidar de mi salud. No sé todavía cómo lograr algo semejante.
Pienso lo anterior cuando en mi primer paseo por la avenida en la que vivo, luego de semanas de encierro, evito pisar una raya transversal en el pavimento. Sí, así de tópico y melodramático como suena. De hecho, retrocedí un par de pasos para rodear la grieta y continué mi camino apresurada, un poco avergonzada por mi comportamiento. Sentí el inevitable aguijonazo de angustia que me suele golpearme luego de hacer semejantes cosas, pero extrañamente, también alivio. Después de todo, esa ansiedad brumosa y la mayoría de las veces punzante que me agobia, se dio por bien satisfecha y por el momento, pude controlarla bastante bien.
Mi amiga P., que me acompañaba, me miró con la ceja arqueada y una sonrisa ligeramente maliciosa. Al principio, no hizo ningún comentario al respecto, pero, como suponía, no se pudo contener por demasiado tiempo. Inclinando la cabeza, me dedicó una mirada casi socarrona.
—Entonces, ¿te vas a saltar todas las rayitas de la calle? —me preguntó; tomé una bocanada de aire y seguí caminando— Oye, te lo digo en serio. Es un espectáculo…
Me detuve. Me sequé las manos empapadas de sudor en el pantalón y tomé una bocanada de aire. Calma, me recomendé con esa sensación casi irreal que suele invadirme cuando tengo conversaciones semejantes. Nunca resultará sencillo admitir que algo inusual ocurre contigo. Que no formas parte de esa normalidad un poco acartonada de todos los días. Que eres esa pequeña estadística a ciegas que nadie comprende muy bien.
—Me las voy a saltar todas, sí —le contesté; la voz se me escapó como un graznido, de tan seca que tenía la garganta por la vergüenza— y es probable que cierre y abra las puertas del automóvil más de una vez. Y que mire sobre el hombro, porque esté convencida que me persigan. Sufro de pánico, me atormenta montones de veces al día. Me cansé de disimular.
P. se quedó boquiabierta. Durante nuestros diez —casi once— años de amistad jamás hemos tocado el tema de lo que me sucede, de ese trastorno misterioso y en ocasiones inexplicable que me agobia casi a diario. Sí, ella sabe que algo ocurre. Sabe de mis largos períodos de depresión o de lo mucho que me cuesta interactuar socialmente. Que la mayoría de las veces no sé qué decir o que hacer cuando me encuentro con otras personas y que eso me produce un nerviosismo ingobernable. “Ermitaña”, me llama entre risas. Sabe lo muy quisquillosa que soy, la facilidad con la que pierdo el control. Que soy de lágrima fácil y risa difícil. Que la mayoría de las veces prefiero no salir de mi casa para evitar manejar ese estrés persistente que me deja sin voz. Pero jamás le había puesto nombre a eso. Jamás lo llamé de ningún modo. Ni siquiera admití que existía. Ahora lo hago, en plena calle, en un día cualquiera. Estoy temblando, quiero llorar, siento un miedo calcinante. Pero vamos, ya lo dije. Ya lo reconocí. ¿Qué pasará ahora?
—Ajá, mira, estoy loca —vuelvo a la carga—, eso es lo que pasa.
Suspira, se queda muy quieta. Pienso que lo más probable es que cambie el tema, que se ría, haga un chiste. Que mire hacia otro lado, que se burle. Pero no lo hace, en realidad sólo me mira, el rostro extraño detrás de la máscara de tela. Al final, se encoje de hombros. Sigue caminando.
—Todos lo estamos.
¿Así de fácil? Me pregunto cuántas batallas semejantes libran los pacientes de ansiedad todos los días, en todo el mundo. Cuántos se comen las uñas de nerviosismo, intentan explicar síntomas que ninguno de nosotros comprende a cabalidad. Camino junto a mi amiga, el mundo es una amenaza, pero a veces, hay la simple necesidad de enfrentarse a lo que sea, incluso en las pequeñas batallas diarias, en admitir en voz alta que cada uno de nosotros es distinto, de forma dolorosa, en ocasiones angustiosa y casi siempre, inexplicable. ¿Estoy loca? Es una manera de decirlo. Y también, es algo agradable de hacer. De vez en cuando.