Cuando el reloj biológico se rompe
Según una mirada tradicional muy antigua y normalizada de nuestra sociedad, el cuerpo de la mujer - su capacidad para concebir - es cosa pública.
Hace unos años y a propósito del Día de las madres, una de mis amigas escribió una pequeña reflexión en la que lamentaba la curiosidad morbosa, irrespetuosa e invasiva de quienes le acosan con preguntas sobre una futura maternidad. Acompañado de una fotografía de sus pies desnudos sobre un suelo de líneas entrecruzadas - una encrucijada delicadísima en un diseño de granito - mi amiga escribió lo siguiente:
Cuando leí el fragmento, la garganta se me cerró por una mezcla amarga de angustia y furia. No sólo porque me enfureció tuviera que atravesar semejante sufrimiento e incomodidad, sino por el hecho de que buena parte de quienes le acosan con preguntas sobre su futura maternidad, no lo hacen con real mala intención. Mucho menos la intención de herirla o algo semejante. Lo hacen porque según una mirada tradicional muy antigua y normalizada de nuestra sociedad, el cuerpo de la mujer - su capacidad para concebir - es cosa pública.
Por supuesto, no es que me sorprenda el acoso que sufre mi amiga y otras tantas mujeres en situaciones como las suyas o semejantes. Nuestra cultura convirtió la maternidad en una forma de triunfo social muy cercano al éxito que en otras sociedades y culturas se relacionan con lo académico y lo profesional. Lo supe cuando todavía era muy joven: Tenía unos veinte años y uno de mis profesores universitarios me recordó que quizás debería analizar mis opciones profesionales de acuerdo a “mis hijos venideros”. Cuando le dije que no los habría, se echó a reír en mi cara.
- Esos son alardes de muchachita - me respondió - claro que tendrá hijos. Muchos. Como debe ser.
Ese “como debe ser” reverberó en algún lugar de mi mente mientras seguía lidiando con las risitas, gestos de desdén e incluso el franco rechazo que recibí del grupo de mujeres que me rodeaba. ¿Qué se suponía que debía hacer para complacer esa imposición histórica a futuro con respecto a mi capacidad para concebir? ¿Debía contradecir la idea general sobre quién soy y lo que deseo en favor de una mirada conservadora sobre la mujer que debía ser?
Mi decisión de no ser madre me ha acompañado la mayor parte de mi vida. O, mejor dicho, ha formado parte de la manera en cómo me comprendo desde que lo recuerde. Jamás he tenido inclinación alguna por lo maternal ni mucho menos, nada parecido a una percepción sobre mi futuro como parte de esa complicada y profunda noción sobre el amor maternal que la cultura popular sostiene como imprescindible. Claro está, respeto y admiro a todas las mujeres, que, justo al contrario, deciden ser madres y dedican buena parte de sus energías y proyectos futuros a serlo. Las que son madres - por decisión y por un personalísimo proyecto futuro - que construye una percepción sobre sí mismas basada en esa conexión enigmática y total de una madre y su hijo.
Admiro a las que asumen su vida desde esa comprensión de la identidad - lo que serán, lo que esperan-, las que, como mi amiga, se esfuerzan por lograr ese gran anhelo íntimo, cristalizado en una mirada hacia el futuro tan poderosa como conmovedora. Pero al igual que yo - que no deseo hijos ni los desearé jamás - , las futuras madres deben lidiar con la curiosidad ajena que asumen que el cuerpo de la mujer pertenece al imaginario colectivo.
Me lo recuerdan con frecuencia: El tiempo transcurre. Mi reloj biológico debió comenzar a funcionar unos cuantos años atrás. Pero lo cierto es que continúo pensando exactamente igual que en los comienzos de la veintena: Los bebés - la posibilidad de tener uno - para mí no son una opción deseable. La maternidad - la idea entera - me resulta desconcertante. Lejana. Poco comprensible.
No ser madre también es una opción y es bueno tenerla. Me gusta pensar que, de haberme embarazado, habría sucedido porque quise que así ocurriera, no porque no tengo otro remedio. Me gusta pensar que ser madre es una opción, una de tantas entre las cuales la mujer puede escoger. Al final, un hijo es un compromiso intelectual y moral, lo que convierte a la maternidad en una opción consciente y cultural. O así debería ser. La respuesta parece encontrarse en medio de la interminable discusión en mi mente y esa otra realidad, la cronológica, la que avanza en silencio a mi lado, que me recuerda de vez en cuando su existencia. ¿Habrá alguna finalmente? No lo sé.