Cuando el miedo está en todas partes: el acoso callejero
El problema del acoso es mucho más grave y retorcido del que suponemos.
Hace unos días, una conocida se quejaba en su perfil de Facebook de que un hombre la siguió unas cuantas cuadras, mientras le gritaba insinuaciones sexuales. El relato terminó por abrir la puerta a docenas de testimonios de situaciones semejantes. Tantas que al final, mi amiga decidió abrir un grupo privado para recopilar la interminable sucesión de historias de miedo y acoso que surgieron casi sin querer. Por supuesto, también hubo quien insistió en que “un piropo no tiene nada de malo”, e incluso mujeres que defendieron el derecho masculino “a coquetear”. Pero más allá de la inevitable normalización, está la sensación que el problema del acoso es mucho más grave y retorcido del que suponemos. Al leer los recuerdos de las mujeres que decidieron compartir su experiencia en público, es notorio que se trata de una experiencia de violencia, tan humillante y peligrosa como para dejar secuelas permanentes. Un doloroso trauma silencioso que cualquier mujer latinoamericana ha tenido que enfrentar más de una vez.
Leyendo las confesiones — que abarcan un amplio espectro que incluye desde persecuciones callejeras, manoseos hasta abusos sexuales de considerable gravedad — no puedo evitar preguntarme en voz alta cuando fue la primera vez que me sentí acosada. Cuál fue la primera oportunidad en que me sentí agredida, vituperada y humillada por el sólo hecho de ser mujer. No es un cuestionamiento que a nadie le agrada hacerse. Mucho menos que alguien haga con mucha frecuencia. Así que me incomoda, me hace sentir que intento ordenar toda una serie de situaciones que la mujer debe enfrentarse y minimiza por costumbre, por miedo o desconocimiento. Por último, encuentro el recuerdo justo: Cuando tenía catorce años, un hombre nos persiguió a mi madre y a mí por casi seis cuadras, susurrando a ambas palabras soeces e insinuaciones directamente sexuales. Ocurrió a unas cuantas calles de donde vivo, a plena luz del día. El hombre llevaba traje y corbata. No dejó de sonreír incluso cuando mi madre lo insultó a gritos. Finalmente, nos llamó “par de pendejas, putas” y se alejó, sin que nadie a nuestro alrededor le dedicara una mirada. Una mujer se acercó a nosotras, con expresión tensa. “Esto pasa a diario por aquí”. Alguien junto a ella se encogió de hombros y nos dedicó una mirada casi aburrida. “No es para tanto”. Recuerdo que cuando escuché la frase, recordé el miedo — nítido, angustioso — que había sufrido durante todo el rato que el hombre nos había seguido y me pregunté cómo alguien podía considerar algo semejante poca cosa. Relegarlo al terreno de lo cotidiano, lo poco importante. “Cosa de todos los días”, como agregó poco después.
Pero no se trata de “cosas de todos los días”, aunque la frecuencia con que ocurre así lo sugiera. No lo es, cuando comienzas a comprender que la mayoría de los “halagos” que recibes en la calle, son en realidad una forma velada de agresión sexual y acoso. No lo es, cuando cientos de miles de mujeres alrededor del mundo se sienten profundamente incómodas, inhibidas, abrumadas por frases de naturaleza sexual que deben soportar por el mero hecho que la tradición cultural dicta que un hombre “puede hacerlo”. Y es que no se trata de un extremo feminista o un análisis cultural. Se trata del terror que provoca que un desconocido se sienta en la libertad de agredir tu espacio privado, de dedicarte todo tipo de frases e insinuaciones y que debas aceptarlo por las buenas. Que no tengas otro remedio que asumir que se trata de algo “corriente”, que no tienes forma de enfrentar o detener porque la sociedad en que naciste no sólo lo permite y lo alienta. Se trata de un juego de valores difuso y preocupante, que supone que debas soportar el comportamiento invasivo y agresivo de un hombro por el sólo hecho de resultarle atractiva. Una manera de comprender la identidad femenina asume que necesariamente debes aceptar un tipo de agresión sutil como esa.
No se trata de un tema sencillo. Después de todo, buena parte de los hombres latinos están convencidos que un piropo callejero es una forma de halago. Eso, a pesar de la incomodidad y miedo que pueda producir en la mujer que lo recibe. No obstante, se trata de una invasión directa al espacio personal, y sobre todo emocional, de quien debe enfrentarse a la sensación de vulnerabilidad que supone ser víctima de un tipo de agresión casi imposible de evitar. Aun así, la mayor oposición al punto de vista que cataloga al acoso callejero como violencia suele provenir no de la cultura que lo normaliza y lo considera parte de la “tradicional cultura” latina, sino de un considerable número de mujeres que lo asumen como deseable. Un punto de vista que no sólo resulta preocupante por el hecho que matiza la gravedad del acoso callejero como forma de agresión, sino porque además lo lleva a un terreno donde la discusión parece mezclarse con todo tipo de códigos y comportamientos que disimulan su gravedad. Una percepción sobre el tema tan peligrosa como ambigua y que hace mucho más complicado la comprensión de sus implicaciones reales como lo que es: Una forma de violencia de género tan peligrosa como cualquier otra.
Se trata de un matiz preocupante. He leído análisis de mujeres insistiendo que un piropo (incluso lo más groseros) no deberían afectar si eres una mujer segura de ti misma. Si eres consciente de tu atractivo y de que eres capaz de defenderte e incluso enfrentarte a un hombre en sus mismos términos. Lo que me pregunto es por qué el hecho ser mujer a puede hacerte víctima — ¿víctima parece una palabra muy fuerte? Piensa de nuevo en el miedo que puede provocar que un desconocido te grite a plena calle todo tipo de improperios — o incluso, convertirse en una justificación suficiente para la grosería, el menosprecio y el acoso.
La situación ocurre con tanta frecuencia que se hace habitual, evidente incluso. Mujeres que asumen tendrán que enfrentar no sólo frases incómodas, sino roces, toqueteos, manoseos espontáneos. Mucho más aún cuando la idea sobre los “piropos” parece aparejada a esa insistencia que la mujer “debe defenderse”. ¿No es más simple evitarlo? me pregunto mientras observo cómo un hombre apresura el paso para acercarse a una mujer que camina a un par de metros por delante suyo. La mujer hunde la cabeza entre los hombros, aprieta los brazos contra el cuerpo. El hombre se inclina hacia ella, sonríe. Ella vuelve el rostro. Todo esto sucede mientras tomo un café en un restaurante de la ciudad, en la calle a unos cuantos metros de distancia. La mujer finalmente logra zafarse del desconocido casi a la carrera, ocultándose entre la multitud más adelante. El hombre sacude la cabeza y continúa caminando, sin inmutarse, sin una sola expresión de preocupación o inquietud. Porque se trata de algo “normal”, de “todos los días”. A la que la mujer debe acostumbrarse.
El mejor testimonio audiovisual sobre el tema es que el grabó el artista Rob Bliss y que tituló Diez horas como mujer en Nueva York. En el documental, una mujer camina por Nueva York llevando una GoPro oculta entre la ropa y durante casi un día entero, se enfrenta a la violencia del acoso callejero de una manera que hasta ahora había resultado desconocida y minimizada por el gran público. Durante dos minutos, el documental muestra la forma como una mujer debe sobrevivir a la invasión de su espacio personal, físico y emocional, mientras soporta comentarios sexuales sobre su cuerpo, su aspecto físico e incluso su edad. Una y otra vez, Shoshana B. Roberts — la voluntaria protagonista del clip — debe lidiar con situaciones que van desde imprecaciones públicas por el hecho de no agradecer los comentarios soeces que recibe hasta ser perseguida por un desconocido que insiste en maltratarla verbalmente. Una mirada profunda a lo que millones de mujeres en el mundo viven diario y cuya importancia — trascendencia y gravedad — se intenta ocultar bajo la percepción del piropo como una forma de halago cotidiano.
¿Somos conscientes que este tipo de acoso callejero transforma nuestras calles y avenidas en espacios de ataque hacia la mujer? ¿Que en cada oportunidad que normalizamos un comportamiento semejante no sólo permitimos que continúe ocurriendo sino que se haga incluso más grave? ¿O se ha vuelto tan cotidiano, tan parte del paisaje urbano que no notamos los alcances reales de la gravedad que supone un comportamiento semejante? En nuestro país (Venezuela), es algo de todos los días, que te hace mirar con desconfianza a los desconocidos: al que te mira fijamente mientras caminas, al que te lanza un beso al aire con un guiño malicioso. Al que se detiene al lado de donde te encuentras y te dedica una mirada lenta de arriba a abajo, sin ninguna timidez o disimulo. Porque sabe puede hacerlo, porque sabe que la cultura admite que está bien invadir mi espacio personal y emocional, porque una mujer debe “saber” soportar algo semejante. Y me pregunto cómo podemos pensar que no es para tanto, cómo podemos asumir que en realidad no es “tan trascendente” que un hombre pueda convertirte en un objeto sexual por el mero hecho de así desearlo.
Continuaré pensando que sí lo es. Continuaré pensando que no hay un motivo que excuse que una mujer deba sentirse aterrorizada e incómoda por el hecho que un hombre sienta que puede agredirla verbalmente. Quizás esa noción — frágil, individual — sea el primer paso para admitir que la lucha comienza por pequeños pasos, por una noción de quién somos que es mucho más fuerte y valiosa que una mera herencia cultural.