COVID-19, cambio climático y nueva normalidad
La dureza de la pandemia actual no puede hacernos olvidar el gran reto que aguarda a la humanidad a corto plazo, que es el cambio climático.
Tristemente, la crisis de la covid-19 se está llevando innumerables vidas y dejando un desolador paisaje social y económico. Tendrán que pasar años para poder analizar y valorar sus profundas consecuencias. Una crisis es un proceso complejo que, sin embargo, puede resumirse en la concurrencia de dos elementos. El primero es el desencadenamiento de una o más contingencias, de origen natural o antrópico. El segundo es la existencia de un colectivo o un sistema para el cual la contingencia supone una gran amenaza. Las mayores crisis son aquellas en las que se suman una contingencia de alta intensidad y un sistema muy vulnerable y poco resiliente.
La pandemia de covid-19 ha puesto en evidencia la alta vulnerabilidad y también la baja resiliencia de nuestro sistema socioeconómico, que suele considerarse como muy avanzado en razón del crecimiento económico global que lo define. Pero ese portentoso desarrollo enmascara grandes problemas (superpoblación, fuerte desigualdad, agotamiento de recursos básicos, alteración medioambiental, extrema pobreza, inseguridad, precaria sanidad universal, etc.) que generan o potencian amenazas e incrementan el riesgo de que ocurran grandes crisis. La explotación poco racional y abusiva de la naturaleza y de las personas permite que las amenazas y la vulnerabilidad crezcan como nunca, a un ritmo más acelerado que la propia economía mundial.
Tras la contingencia y los daños, toda crisis experimenta un periodo de recuperación, tiempo en el que se estructura una realidad diferente a la que existía antes. En la recuperación de la crisis covid-19 se pretende “el retorno a la nueva normalidad”, un objetivo paradójico en sí mismo, porque no es posible volver a algo nuevo. Pero a la frase hay que reconocerle el mérito de aunar, en muy pocas palabras, el deseo colectivo de dejar atrás la pandemia y la necesidad de aceptar que muchas cosas no van a ser ya como antes y por tanto, serán nuevas. Estos dos aspectos, desde cualquier enfoque, incluido el planetario, abren enormes espacios de oportunidad pero también incertidumbre.
Las mayores crisis que conocemos se produjeron en momentos muy concretos de la historia de la Tierra. Abruptos cambios climáticos o el impacto de grandes meteoritos indujeron grandes episodios de extinción biológica, enormes cambios ambientales, y largos intervalos de recuperación en los que nuevas especies repoblaron el planeta. Estas crisis fueron determinantes en las pautas de la evolución de la vida. También grandes crisis fueron claves en la historia de la humanidad, como la aridificación del Sahara hace unos 5.500 años, que limitó drásticamente los recursos en África y Oriente Medio, y desencadenó una transformación social que finalmente derivó en el nacimiento de la civilización. Otro ejemplo es la pandemia de la peste negra del siglo XIV, que arrasó durante más de un siglo una vulnerable Europa tardo-medieval, y que abrió finalmente las puertas del Renacimiento. Más recientemente, las dos guerras mundiales del siglo XX tuvieron puntos en común en cuanto a la contingencia, pero sus periodos de recuperación fueron muy distintos y con implicaciones socioeconómicas netamente opuestas.
El periodo de recuperación de la crisis covid-19 debe permitir alcanzar acuerdos internacionales de gran calado, comparables a los que siguieron a la segunda guerra mundial (fundación de la ONU, Plan Marshall), que permitieron el reconocimiento de los derechos humanos y propiciaron un prolongado periodo de relativa paz y estabilidad que no se produjo tras la primera guerra mundial. Los acuerdos que deben ahora tomarse han de estar basados en la solidaridad, en alternativas a los engranajes menos sostenibles de nuestro sistema económico, y en la protección del planeta y sus habitantes, incluyendo una explotación razonable y equitativa de los recursos naturales.
Pero también es esperable que durante el periodo de recuperación afloren políticas obsesionadas por volver a la situación pre-pandemia, intentando recobrar el pulso económico de una zona o un país cuanto antes. Trabajar contrarreloj y con una meta que no admite apelación puede conducir a una relajación de las políticas de protección y recuperación medioambiental. Y ella podría entrañar un riesgo elevado de volver a situaciones en las que la explotación irracional de recursos y fuentes de energía, la actividad industrial no sostenible, o la modificación de los sistemas naturales en aras de un beneficio a corto plazo, vuelvan a ser la norma. El fin no puede justificar los medios y el retorno a una “normalidad” superada hace años no es ahora una opción, porque afectaría tremendamente a un planeta ya intensamente modificado y vulnerable, y abriría el paso hacia nuevas crisis aún más devastadoras.
La dureza de la pandemia actual no puede hacernos olvidar el gran reto que aguarda a la humanidad a corto plazo, que es el cambio climático. Sabemos mucho de esta amenaza, de la vulnerabilidad de los sistemas sociales y naturales frente a ella, y del enorme riesgo que entraña para la propia humanidad. Pero la idea muy arraigada de que la lucha contra el cambio climático conlleva decrecimiento económico, ha hecho que las medidas adoptadas hasta ahora sean ridículas en comparación a la dimensión de la amenaza. Resulta incómodo hablar de una futura crisis global (y que mucha gente todavía considera hipotética) cuando no se ha empezado a salir de la actual. La lucha contra la covid-19 y sus impactos sigue siendo prioritaria, pero la extraordinaria dureza de los acontecimientos que estamos viviendo envía mensajes demasiado nítidos como para levantar la guardia ante cualquier otra amenaza futura.
Este periodo de recuperación de la crisis covid-19 debe llevar a una “nueva normalidad” en la que prime la armonía entre la Tierra y la humanidad. Suena utópico pero trabajar en ese sentido es el único camino posible y ahora existe la oportunidad. Cualquier paso adelante será el rédito que podemos sacar de esta desgraciada crisis. La nueva normalidad debe conllevar, de una vez por todas, la mitigación eficaz de las amenazas del cambio climático, a través de la disminución de emisiones antrópicas de gases invernadero a la atmósfera y de otras acciones que la ciencia ya conoce y puede implementar. Y todo acompañado de la potenciación de energías alternativas, como la eólica, la solar y la geotérmica.
Resulta así mismo fundamental reducir vulnerabilidades e incrementar resiliencias ante el cambio climático. Son claves las acciones de adaptación frente a contingencias climáticas cuya intensidad o frecuencia se está incrementando, tales como, en nuestro país, las sequías, las lluvias torrenciales o las olas de calor. También es clave generar resiliencia en las costas más expuestas a la subida del nivel del mar, siempre basada en el conocimiento y el respeto a la naturaleza. Y por encima de todo y a escala global, la protección y gestión del recurso natural más primordial: el agua. El cambio climático está cambiando ya los patrones de precipitaciones a escala global, con impactos dispares en cada región que sin duda tendrán graves consecuencias.
Otros mensajes medioambientales de la actual crisis apuntan a los impactos en la atmósfera de la drástica reducción de la actividad industrial y del transporte durante el confinamiento. Son mensajes esperables por bien conocidos, pero que ahora se manifiestan de forma tangible y pueden ayudar a la concienciación colectiva. Uno de ellos es la patente disminución de la contaminación en las grandes ciudades y áreas industriales, resultado de la escasa emisión de partículas y gases como los óxidos de nitrógeno cuya permanencia en la atmósfera es muy corta. El parón de la covid-19 ha mostrado la rapidez con la que podría reducirse la polución urbana, una amenaza que causa millones de fallecimientos al año. Un caso muy diferente es la reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero asociada a la crisis. Según publica esta semana la revista Nature Climate Change, las emisiones antrópicas de dióxido de carbono disminuirán este año, en relación a las de 2019, entre un 4 y un 7 % dependiendo de cómo sean las restricciones en el próximo otoño. Esto nos sitúa en los niveles de emisiones de 2011-12, una comparación que no hace más que exhibir el rápido y muy preocupante incremento en las emisiones antropogénicas de la última década, contraria a toda recomendación científica. Desgraciadamente la reducción de emisiones durante la crisis del covid-19 será demasiado pequeña y puntual como para notarse en la concentración atmosférica de CO2, que es acumulativa y que este año ya registra valores récord: los más elevados no solo en décadas y siglos, sino también en los últimos millones de años.
El cumplimiento de los acuerdos internacionales sobre el cambio climático es el primer paso en la complejísima tarea de mitigar la amenaza y disminuir la vulnerabilidad. Y para ello es necesario que los países avancen con políticas sólidas que hagan de la imperativa lucha contra el cambio climático la base para una nueva estructura socioeconómica. En España, el proyecto de Ley de cambio climático que ahora se presenta en las Cortes puede ir en este camino, pero debería sustentarse en un acuerdo estatal de gran calado, con planificación a medio y largo plazo alineada con las recomendaciones científicas y no sometida a los vaivenes políticos.
La emergencia de la crisis de la covid-19 no puede hacer olvidar el reto del cambio climático. Por el contrario, debería contribuir a la concienciación colectiva sobre la amenaza y sobre la necesidad de reducirla en la medida que sea posible y de prepararnos para afrontarla globalmente. Se trata de conseguir que la crisis de la covid-19 no sea una pequeña muestra de lo que les tocará vivir a las generaciones venideras.