Costa, el socialista 'Duracell' de optimismo crónico que ha logrado lo que ni él mismo esperaba
El primer ministro de Portugal gana por mayoría absoluta las elecciones a las que le habían abocado sus aliados. Será el más longevo de la historia del país.
La prensa portuguesa lo llama el “político Duracell”, porque Antonio Costa dura, y dura y dura. Ha sobrevivido a todas las aguas turbulentas, en su partido, el Socialista, y en la gestión del país, con alianzas y sin alianzas, con crisis y con pandemias. Y hasta se ha crecido: la pasada noche, anonadado, asumía que los electores le habían regalado una mayoría absoluta con la que no contaba, un aval como primer ministro de Portugal que lleva aparejada la responsabilidad de responder a un electorado que quiere estabilidad y progreso.
Costa llegó al poder en 2015, tras limpiar la imagen de corrupción que perseguía a su partido, sumando escaños del Bloque de Izquierdas y de los Comunistas para superar el umbral necesario. Luego, en 2019, se aproximó a la mayoría absoluta pero, aún así, decidió volar solo, sin más ataduras que las que necesitaban las mayorías parlamentarias. El pasado otoño se quedó con los presupuestos colgando porque el resto de la izquierda le pedía más. Las encuestas vaticinaban otra alianza de izquierdas si quería seguir al mando, pero no ha sido necesaria. Con la nueva legislatura que ahora estrena, ha pasado de estar amenazado por la derecha -decían los sondeos- a ser el jefe de Gobierno más longevo del país.
Resistencia, de nuevo. Y optimismo, “crónico y ligeramente irritante”, en palabras de Marcelo Rebelo de Sousa, hoy presidente conservador de Portugal y antiguamente profesor de Costa en la Facultad de Derecho de Lisboa. Junto con la capacidad de diálogo, sus dos características fundamentales.
Una carrera de fondo
António Luís Santos da Costa (Lisboa, 17 de julio de 1961) ha sido de todo dentro del Partido Socialista luso, ha pasado por todas las etapas y mandos, en épocas buenas y terribles, lo ha representado en casa y en Europa y ha acabado limpiando su imagen y consolidándolo como apuesta de gobernabilidad frente a una derecha cada vez más atomizada e ideológicamente dispersa, del liberalismo a los extremos, que mucho han ganado en esta elección.
Comenzó su carrera política, aún siendo estudiante, en el Ayuntamiento de Lisboa, en 1982, donde estuvo durante 11 años. Entre 1991 y 1995 fue diputado en la Asamblea de la República, el parlamento nacional. En 1993 fue candidato a la alcaldía de Loures, una ciudad de 200.000 habitantes del área metropolitana de Lisboa, donde estuvo de concejal. Fue un intento de su formación de que recuperase la plaza pero no se le cayeron los anillos en quedarse en una capital menor y en la oposición.
La fidelidad se paga. Pasó a integrar la Secretaría Nacional del Partido Socialista en 1994 y pronto le llegaron los primeros cargos en el Gobierno. Fue secretario de Estado, ministro de Asuntos Parlamentarios y de Justicia, todo en el Ejecutivo de António Guterres, actual secretario general de la ONU y uno de sus mejores amigos. Lo nombraron responsable de la Expo 98 de Lisboa, que supuso un importante impulso modernizador en el país, mientras en paralelo lo ponían al frente del Grupo Parlamentario socialista.
Aún así, el salto grande a los puestos de cabeza no llegaba, por lo que tuvo hasta su par de años de europarlamentario, un destino que para no pocos es un retiro dorado. Costa es ambicioso, así que no se quedó en diputado raso, sino que se convirtió en vicepresidente de la Eurocámara hasta que regresó a Portugal para convertirse en ministro del Interior.
De nuevo, aceptó volver a la política municipal en 2007, como candidato a las elecciones municipales de Lisboa, pero es que es la capital, el mejor escaparate, y esta vez venía con bríos y menos competencia. Salió vencedor con el 29,54% de los votos y fue reelegido en 2009, con mayoría absoluta.
Se le fueron sumando cargos y ocupaciones, desde entonces, que lo convirtieron en un rostro conocido y respetado. Así, desde 2007 es vicepresidente para la península ibérica de la Unión de Ciudades Capitales Iberoamericanas (UCCI) y un año después empezó a colaborar como comentarista en el programa de debate Quadratura do Círculo (SIC Notícias), una especie de La Clave que elevó su popularidad.
En 2014 se convirtió en secretario general del Partido Socialista, resolviendo una crisis interna seria, asediado como estaba el partido por casos de corrupción especialmente en la etapa del entonces primer ministro José Sócrates. Costa aceleró dentro y fuera del PS, en sus intervenciones y en su tono, y acabó obteniendo el segundo puesto en las elecciones parlamentarias del año siguiente, por detrás de la coalición conservadora encabezada por Pedro Passos Coelho, que ganó -aunque en minoría-. Costa consiguió llegar a un acuerdo inédito con el Partido Comunista Portugués y el Bloque de Izquierda que le llevó, tras ser rechazado el designado Passos Coelho por el nuevo parlamento, a ser nombrado nuevo primer ministro portugués. No había ganado, pero había sabido sumar y acabó en el poder. En 2019 ya ganó sin apellidos, pero en minoría. A la tercera se ha llevado más de medio parlamento.
De acuerdo con la Agencia Efe, antes del debilitamiento de su legislatura, Costa tenía intención de regresar a Bruselas, una vez su mandato finalizara. Pero la vida se le ha dado la vuelta. Se queda como primer ministro, y cómo. Lo que sí ha rechazado es el único cargo que le queda por ocupar en Portugal: la presidencia. “No, tengo la certeza de que es un cargo que nunca ejerceré”, sostiene.
Socialista de raíz
En 2009, en una entrevista, Costa resumía: “Nací de izquierdas”. Y es que la cuna marca. El primer ministro portugués es hijo de la periodista Maria Antónia Palla y del escritor y publicista Orlando Costa. Es fruto de la mezcla, tan propia de la historia de su país, y del progresismo antidictatorial. Su padre era natural de Mozambique (antigua colonia portuguesa en África), hijo de padres provenientes de Goa (otra antigua colonia en la India), un férreo opositor al régimen dictatorial de Antonio de Oliveira Salazar y que había sido detenido por la PIDE, la policía política fascista, en varias ocasiones. El pecado estaba en su militancia política: era comunista. Su madre era una destacada feminista, militante del Partido Socialista y también opositora al régimen.
Criado en ese ambiente, que Costa hijo se afiliara con 14 años al PS suena normal. Dice su familia que las discusiones con su padre eran de sentarse a verlas con palomitas, un comunista y un socialista con lecturas en el seso y mucha digestión posterior. Ganó el perfil materno, el más cercano a la madre, lo que no quita para que la tuviera con ella cuando, siendo ministro, el Gobierno ordenó el fin del organismo de pensiones para los periodistas.
En estos días de campaña, los biógrafos del mandatario portugués han repetido mucho una anécdota que da cuenta de su compromiso ideológico temprano: contaba con 13 años y estaba recién pasada la dictadura con la Revolución de los Claveles, cuando echaron a la directora del colegio donde estudiaba. Con su liderazgo, los estudiantes se organizaron, crearon una asociación e iniciaron protestas. Intervinieron los militares, los niños escaparon al tejado, comenzaron a lanzar piedras y la tensión llegó a las calles, con manifestaciones y la suspensión final del curso, incluso.
Pasados los años de instituto, Costa decidió estudiar Derecho. Fue entonces cuando se adentró en el movimiento estudiantil y llegó a dirigente de la Asociación Académica a inicios de los 80. Hasta que se dedicó por completo a la política, en 1993, compatibilizó sus ideas con su trabajo, especializado en estudios europeos.
De carácter
Su gente lo califica de tenaz, determinado -y hasta cabezota-, listo, trabajador, con cintura política para llegar a acuerdos, de buen trato y entusiasta de lo que le apasiona. Sin embargo, también confiesan que le puede el carácter, que su tendencia a ser práctico a veces se empaña con la furia y se pierde. Sus detractores siempre rescatan en las redes sociales el mismo momento cuando, en el último día de la campaña de 2019, se encaró con un anciano que le acusaba de haberse ido de vacaciones durante la tragedia de los incendios de 2017. Aquella acusación era incierta y el señor resultó ser un exalcalde del partido democristiano CDS, o sea, uno de sus adversarios, pero dio igual. Costa había perdido los papeles y esa estampa quedó.
“Es como una botella de champán. Se abre y asciende en un segundo y con la misma facilidad vuelve a su ser. Y entonces escucha y es capaz de acuerdos insospechados”, dice al diario Publico un colega de partido. Es uno de los mayores elogios que se le hacen en su país: la capacidad, aún con contratiempos, que ha tenido de sumar con formaciones de una izquierda más extrema y buscar soluciones en momentos complicados, con necesidad de ayuda de Europa, de plantean una agenda social justa y de levantar cabeza. Lo que ha cuajado en el llamado “milagro portugués”. Le gustan los puzzles, dice. Física y metafóricamente hablando. Y el Benfica, su equipo de fútbol, el del barrio lisboeta donde vive.
La lectura, la cocina y la familia es lo que más echa de menos con las obligaciones del cargo. Casado y con dos hijos, a veces ha tenido hasta a la oposición en casa, como cuando su mujer, Fernanda Tadeu, salió a la calle reclamando derechos para los profesores como una docente más que es. O con su hermano, el periodista Ricardo Costa, director de información de Expresso, uno de los periódicos más influyentes en Portugal, que no por ello se ha autocensurado en su crítica al Gobierno.
Tras la campaña le espera un tiempo frenético de puesta en marcha de iniciativas que, por falta de mayoría, se le habían quedado en el tintero en la media legislatura pasada, pero a los suyos les ha prometido tiempo, también, sobre todo tras el cáncer de pulmón de su esposa. Quiere consolidar su apuesta de país pero seguir siendo babush, que es como lo llamaban en casa, el “niño”, que es lo que significa en el dialecto konkani de Goa. Costa tiene fama de pasional, pero no de emocional. Salvo cuando le tocan esa fibra.
Bloque y comunistas a veces le afeaban que su capacidad de hablar no estaba en consonancia con su frialdad en el trato, que podía ser tan ingenioso en las propuestas como implacable en la manera de exponerlas. Ahora ya no necesitará enmendarse en eso. Se basta y se sobra. Aún así, promete “una mayoría de diálogo”, porque “la mayoría absoluta no es un poder absoluto, no es gobernar en solitario”, afirmó anoche. De un Gobierno en crisis ha pasado a ser un pilar sólido de la socialdemocracia europea. Y todo, a pesar de las encuestas.