Convoyes inhumanos
¿Alguno de los tiradores sabe, de verdad, contra quién dispara sus proyectiles guiados por ordenador y seguidos por televisión?
Después de haber recorrido media provincia a pie y de haber encarado la escopeta unas cuantas veces, terminé la jornada con la canana, la cantimplora y los ganchos para las perdices vacíos y desangelados. Bien podría haberlos presentado como extractos de mi cuenta corriente. Mi primo, mientras contaba las aves que preñaban su morral, me miró con esa pizca de cachondeo que tanto molesta al que se sabe señalado con motivo.
-Anda, Abraham, vuélvete a tu cocina, que no das en el blanco ni disparando a una nevada.
Tan solo puedo decir en mi descargo que lo de la mala puntería parece estar muy arraigado en la genética de mi pueblo. Durante aquellos años nublados en que no estaba permitido ni recordar ni olvidar, ninguno de los paisanos, que habían sido arrastrados a participar en la contienda, muchos aún en barbecho, y enviados a tomar por “saco” (de esa quinta eran), reconoció haber hecho una muesca en la culata de su mosquetón. Lo único que lograron con sus balas, confeti macabro para una fiesta maldita, fue crear ambiente.
Recuerdo un estudio que afirmaba que solo uno de cada cincuenta mil proyectiles disparados durante la Segunda Guerra Mundial había alcanzado carne (y así cómo iba a haber balas para todos, tal y como apuntaba Gila). No sé qué me sorprendió más, si lo desaforado de la proporción o que haya chatarreros dedicados a semejante recuento.
Aunque de la impecable puntería de los modernos cacharros debamos dudar (ya lo hice en una nota que su benevolencia de lectores recorrió antes de Semana Santa), parece ser que en el arte de despanzurrar al prójimo se ha prosperado con resultados tan espectaculares que los que se dedican a otras técnicas de provecho miran con envidia a los balísticos. El guirigay de Ucrania (y nada más lejos de mi ánimo que frivolizar a costa de la tragedia, pero es cierto que a estas alturas ya no me aclaro) está dejando claro que quienes apuntan desde Moscú aciertan en un edificio de Jarkov o en un camino de cabras en Donbass.
Como prueba de la excelencia a la que ha llegado el noble arte de destrozar cuanto se ponga por medio, avezados científicos e ingenieros han logrado en estos días que un cohete impacte contra un asteroide a veintitantos millones de kilómetros de distancia (lejos, sí, pero más hay que caminar para encontrar un pulpo que no hable en árabe). El objetivo del lanzamiento, conseguido al parecer, es desviar cualquier pedrusco que pudiera llegar a este planeta y escamocharnos. Y me parece una iniciativa loable: aquí nos bastamos y nos sobramos para organizar nuestro propio exterminio y no tenemos por qué aceptar masacres del espacio exterior.
La más reciente exhibición de eficacia criminal ha caído, nunca mejor dicho, sobre un convoy humanitario, es decir, una hilera de vehículos, ya cargados con enseres y mercancías que pudieran socorrer a los desfavorecidos, ya ocupados por civiles que huyen, con tanta dignidad como apremio, de lo que no merecen.
Que todos sepamos lo que se quiere decir con semejante expresión, “convoy humanitario”, no disminuye el resquemor que siento al pensar en el veneno que toda palabra lleva consigo. No en vano, a ellas vivo entregado desde siempre y envidio a quienes de verdad saben manipular su escondido tósigo. Y me intranquiliza que, resultando insoslayable el crimen de castigar a los no combatientes, sobre todo si ya se arrastra el crimen de haber iniciado una guerra a deshoras, sintamos la tentación de pensar que no es humano el que apunta a los humanitarios.
¿Alguno de los tiradores sabe, de verdad, contra quién dispara sus proyectiles guiados por ordenador y seguidos por televisión? ¿En qué momento del escalafón se deja de conocer la verdad del objetivo designado? Vuelvo a mi nota anterior para recordarme que el miedo del soldado al castigo, que ni todo el vodka puede mitigar, y la mentira que ha escuchado diez mil veces durante su instrucción son poderosos estimulantes del ardor guerrero. Y que el disparo del resistente ucranio busca, posiblemente, a un recluta que no ha encontrado modo de estar en cualquier otra parte. Y que el buen Zelenski no dudó, necesidad obliga, en otorgar patente de corso a grupos de inequívoca ideología nazi, tal y como Putin, amante de la libertad, pensó en su momento que unos cuantos mercenarios chechenos curtidos en la barbarie y expertos en la represalia no desentonaban en semejante escenario.
El llamamiento a la movilización ha generalizado en Rusia el éxodo y las protestas que, hasta ahora, la represión y la propaganda habían conseguido difuminar. Cuando atraviesen la frontera los autobuses ocupados por temblorosos reclutas (forzados a preñar la saturnal matrioska, que empezó por los adultos y pronto engullirá a los imberbes) me dolerán tanto los zambombazos con que serán recibidos como me ahogan los que ahora se estrellan contra cajas de medicinas, latas de sopa y mantas, siempre pocas cuando se acerca el invierno de la estepa.
Tan solo les deseo a unos y a otros la puntería de mis parientes de Robledillo, en cuyos campos anidan, tranquilas, las perdices, sabedoras de que, a no ser que caiga el pedrisco, ningún riesgo han de correr.