Contra la unanimidad
Nada divide con más perfección una sociedad que la unanimidad. Y no sólo entre los que aspiran a ella y los que la rehuyen, sino que la unanimidad exige siempre acallamiento. Su espacio alcanza hasta donde llega la necesaria exclusión del otro. Por eso la unanimidad da rienda suelta a su propia convicción de que ella misma es la democracia absoluta y que por tanto puede merecer el poder absoluto.
Las últimas unanimidades de Europa se vienen sucediendo en Cataluña, a propósito del proceso secesionista. Primero el referéndum donde más del 90% de los votos han sido en favor de las tesis de los dueños de las urnas. Después en la votación de un Parlament amputado de su oposición: 85,36% a favor de proclamar la independencia. Solo una obviedad se ha preservado limpia: la unanimidad política elimina al otro como quien elimina una duda. Toda la cadena trófica del poder institucional en Cataluña ni siquiera ha hecho la protesta retórica de preguntarse dónde está el otro. Sin embargo, este 90% contra mundum puede servir para producir la fractura social más grave que se conoce en derecho: el levantamiento de una frontera.
La unanimidad como fenómeno extremo y de cualidades teóricas indeseables, no sucede en la normalidad democrática, de hecho es tan anómala que no puede considerarse como una realidad democrática sino que, de la misma, conserva meramente una cualidad retorica, la cual acaba sirviendo como medio útil para un fin político incapaz de encontrar ninguna otra justificación. En España los resultados afirmativos de los referendos que se han celebrado, desde el 6 de julio de 1947 sólo bajaron del 90% con el inicio del periodo democrático el 6 de diciembre de 1978. Por eso, el anuncio del 90 % de síes en favor de la secesión sonó como una enfermedad declarada: la aniquilación democrática de la democracia. ¿En Cataluña ya no existía el otro? Volvemos a síntesis del tipo un pueblo, una afirmación y un Govern. De nuevo una cirugía hecha con palabras y respaldo mediático ha vuelto invisible a más de la mitad de la población catalana.
Las unanimidades no son espontáneas. Se fabrican. Una parte importante de la ciencia política del siglo XX se empleó en ello y otra, obsesivamente, en su evitación: multitudes que, como teledirigidas tormentas de verano, eran capaces de dominar las calles, los espacios de caos cotidiano y de espontaneidad pública de la ciudad y sustituirlos por las sincronizadas emociones sintéticas de las masas de turno. Reconduciendo los parlamentos a las plazas y reduciendo los sistemas representativos a la aclamación. El pueblo, entendido como la masa físicamente manifestada, se autoinstituye como poder constituyente. Aunque sólo sea una minoría activa y la mayoría permanezca escondida en sus casas y sus negocios. Este fenómeno que en la demografía y en las pesadillas de Europa dejó una enorme huella, aún hoy no ha desaparecido del continente. La subsistencia de estructuras nacionalistas militantes, para las que Europa ya no está preparada, como la Asamblea Nacional Catalana y Òmnium que disponen de la capacidad de movilizar 200.000 ciudadanos militantes, capaces de generar en un punto geográfico y en un momento dado masas críticas, demuestran que con un porcentaje de movilización y compromiso menor al 10% se puede lograr cualquier resultado político, incluida una secesión.
Es una quimera moral pretender creer que no se puede volver atrás. La Constitución y el Estatut representan la consecución de un camino nada fortuito de generaciones, pero es irrepetible, aunque sólo sea porque retornar a cualquiera de sus 130 años de guerras de andadura sea inasumible. La superación de una de las mayores pautas de conflicto civil en la historia de Europa, hace que la propuesta de que se den pasos atrás suponga permitir que se nos imponga el más abyecto sentido del poder y, desde luego, renunciar a todo aquello que hace a la vida social algo digno de ser vivido.
La memoria dramática de todos los nacionalismos mantiene una dependencia supremacista y necesariamente etnicista, pues no puede renunciar al elemento último de su originalidad ideal e histórica. En el caso del nacionalismo catalanista ha tenido la mayor oportunidad de demostrar otra cosa. En su lugar, esta crisis nos ha permitido advertir hasta qué punto fría y metódicamente se había concebido un golpe de mano que implicaría un período transicional duro y traumático, donde la más anómala concentración de poderes en favor del ejecutivo secesionista estaba ya prevista en diversas leyes autonómicas dormidas, ocultas y dispersas, algunas de 2005(¡). Todo ello en la convicción de que sería necesario un estado de excepción para que los otros catalanes, los invisibles, no cambiaran de coloración. Leyes que garantizaban, incluso, el control de los contenidos en Internet, como la Ley 22/2005, de 29 de diciembre, de la comunicación audiovisual de Cataluña dignas de una dictadura y cuyos artículos están accesibles a la lectura de los incrédulos.
¿Qué sistema de convivencia sigue si el Estado queda abolido permaneciendo la fuerza constituyente de las calles? ¿Alguien cree que la Asamblea Nacional Catalana y Omnium se desharán como azucarillos en un te caliente? ¿Que empezará una era de juego limpio -que hasta ahora no se ha dejado ver- con espacio político para el adversario? Permanecerán para lo que haga falta, porque ellas sí dependen de propósitos e intereses indiferentes a ningún resultado democrático.
Las victorias no pueden corregirse, el resultado del 90% del referéndum del secesionismo es la prueba, corroborada hasta la nausea, de la fallida relación del nacionalismo con la democracia y con la libertad individual. Por eso frente a todas sus demostraciones de fuerza y sus trampas, habría sido irremediable un aplastamiento del despliegue teatral de su unanimidad taimada y planificada en Cataluña el pasado 1-O, habría sido una victoria a la que la democracia española no se habría nunca sobrepuesto. Las democracias pueden encajar derrotas, eso nos permite corregir, no soportan el peso de lo irreparable. Lo que hace irresistible un régimen democrático no es su policía sino su pluralidad y su capacidad de cooperación sin exclusión del otro, tardan más pero sus soluciones nacen para quedarse. Ante la duda, como principio de supervivencia de toda democracia, huyamos de la unanimidad.
No olvidemos que un dogmático es alguien que ve exactamente lo mismo cuando tiene los ojos cerrados que cuando los tiene abiertos. Esa realidad mutilada de la que es dueño, no es espontánea ni susceptible de compartir. Que Dios nos ayude a los demócratas a distinguir entre ambas.
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