¿Cómo cabe despedirse de la vida?
Traspasar ese umbral hacia lo desconocido puede ser a veces muy doloroso...
Por Roberto R. Aramayo, profesor de Investigación IFS-CSIC. Historiador de las ideas morales y políticas, Instituto de Filosofía IFS-CSIC:
Obviamente no se nos puede preguntar por el inicio de nuestra vida para que demos nuestro permiso a la existencia, pero sí nos es posible reflexionar sobre su desenlace final y algunas de las peculiares circunstancias que pueden rodearlo, e incluso también cabe dejar algunas instrucciones al respecto, por si no podemos aportar nuestro parecer al advenir el trance de nuestra propia muerte, gracias al denominado testamento vital.
Traspasar ese umbral hacia lo desconocido puede ser a veces muy doloroso y en muchas ocasiones no puede hacerse nada para evitarlo. Sin embargo, hay situaciones en que resulta cruel prolongar el sufrimiento propio y ajeno en un trance sin remedio alguno, bien acreditado por lo tanto como algo absolutamente irreversible.
En este contexto pocos temas resultan más polémicos y espinosos que la eutanasia, porque se trata ciertamente de una cuestión harto delicada, donde se concitan todo tipo de creencias e ideas absolutamente antagónicas, todo lo cual viene a convertir su tratamiento en un auténtico tabú implícitamente aceptado para evitar una ingrata controversia.
Cómo afrontar nuestra mortalidad está en el origen de casi todas las religiones en general y de las monoteístas en particular, pero también es el motor por excelencia de la reflexión filosófica, cuando menos para un pensador como Schopenhauer, quien en El mundo como voluntad y representación asegura que “difícilmente se filosofaría sin la muerte”, aserto que hace suyo por ejemplo Fernando Savater en Las preguntas de la vida.
Ciertas religiones nos prometen una inmortalidad en el más allá, donde tendremos una vida eterna paradisiaca tras recobrar el recubrimiento corporal del alma mediante una resurrección. Otras auguran una cadena interminable de reencarnaciones hasta que nuestro karma obtenga por fin el anhelado nirvana y la cancelación del insaciable desear.
Las recetas procuradas por la filosofía son de muy distinto tenor y suelen intentar hacernos ver que nuestro miedo a la muerte carecería de fundamento, si lo pensamos fríamente y aplicamos la lógica.
Epicuro nos dice que no debemos temer a la muerte, porque nunca vamos a coincidir con ella, dado que no comparece mientras estamos vivos y no estamos cuando adviene, por lo que sería imposible jugar esa singular partida de ajedrez que Bergman hace protagonizar a Max von Sidow en El séptimo sello.
Para Schopenhauer la muerte debe preocuparnos tan escasamente como el periodo anterior a nuestro nacimiento, ya que a su juicio “el punto final de la persona es tan real como su comienzo y tras la muerte no pasamos a ser sino lo que ya éramos antes de nacer”.
Eso mismo pensaba Lucrecio, para quien “entristecerse por el tiempo en que dejaremos de ser significa lo mismo que afligirse por aquel tiempo en el cual todavía no éramos”.
Hasta la siempre viva polémica en torno al aborto suscita un mayor consenso, según testimonian las legislaciones vigentes en muchos países donde sin embargo se posterga continuamente abordar unas pautas regulativas de una “muerte digna”, como vino a calificarla Cicerón, en cuyo tratado Sobre la senectud cabe leer lo siguiente:
Comoquiera que sea, esa vida que nos ha dado tanto, por decirlo con las palabras de Mercedes Sosa, que nos lo da todo en realidad, al ser la inexcusable condición de posibilidad para cualquier otra cosa, no se merece una despedida traumática para quienes nos han querido y tan atroz para con uno mismo.
Los no partidarios de la eutanasia pasiva o activa propenden a imponer sus convicciones a los demás, como si estos debieran verse tutelados, al tiempo que demandan, muy asimétricamente por cierto, un inmaculado respeto hacia sus opciones vitales.
Algunos credos religiosos glorifican la vida mientras abogan por mantenerla bajo cualesquiera circunstancias, como muestra crudamente la película Camino, mientras que otras perspectivas vitales consideran inasumible identificar la vida con un terrible sufrimiento agónico sin salida ni finalidad algunas.
El cine no ha esquivado la cuestión y estas líneas no pueden cerrarse sin recordar algunos títulos, todos ellos fechados en los últimos veinte años. Los casos descritos en esas películas, ya sean reales o ficticios, hablan por sí mismos y sirven como testimonios favorables a este alegato en pro de una muerte apacible, cuando ello dependa de nuestra voluntad.
Recordemos el Mar adentro de Amenábar, la danesa Corazón silencioso y la emotiva Mi vida sin mi de Isabel Coixet, pero sin olvidarnos de la ya citada Camino, donde una madre atormentada construye su patológico duelo dejándose manipular para que su adolescente hija sea tenida por santa.
Las invasiones bárbaras merece una mención especial, porque sus personajes habían protagonizado muchos años antes El declive del imperio americano, pasando del Eros al Tanatos en sólo dos décadas. Las cuitas por el sexo y el erotismo que presiden su treintena dan paso a cómo encarar una muerte anunciada.
Cada cual debería poder elegir su jugada final en esta postrera partida de ajedrez con el propio destino.
Permítaseme dedicar estas líneas a la memoria de Manuel R. Aramayo, Lolín para sus deudos.