'Circo de sastre', con mis harapos te haré una carpa y un vestido
El título de este artículo cuenta lo que sucede en esta obra y, aunque parezca mentira, no la destripa porque Circo de sastre en el Centro Internacional de Artes Vivas de las Naves del Matadero es, antes que nada, una experiencia. Donde la música, la iluminación – a penas sencillos juegos de luz en la penumbra – y la sastrería se juntan para que el espectador, libremente, asocie y construya su propia obra. Ya sea un conjunto de sensaciones o una historia.
Tal vez es ese grado de libertad que hace que los incómodos bancos, y los cómodos cojines del escenario, estén llenos de gente de todas las edades y condiciones. Diversidad. Desde la moderna-chic, que luce un gorro rojo que parece una barretina, preocupada por que su niño esté sentado en un sitio desde el que pueda apreciar el espectáculo, al señor entrado en años que sigue el espectáculo como el que más. Desde el barbudo despeinado algo barrigudo con corbata que graba con el móvil, a la talludita vecina con un plumas tres cuartos y pañuelo al cuello agarrada al bolso. Entre los que se mezclan parejas de jóvenes de camisetas molonas, vaqueros y sneakers.
Un público que se abalanzará sobre la mesa de productos relacionados, y que aunque no compre los admirará por que los han hecho los artistas. Un público que agradecido ha aplaudido mucho y a la salida rellena religiosamente la encuesta que han dado con el programa, ante la insistente solicitud de uno de los músicos. Pues la buena bivra y el buenrollismo flota en el ambiente y los espectadores lo arrastran con ellos al bar, a la calle, al transporte público o al coche.
仕立て屋のサーカス from 仕立て屋のサーカス on Vimeo.
Lo curioso es que esta extraña asociación japonesa de músicos y sastres lo consiga con su propuesta. Una propuesta que invita a un escenario cuyo suelo está cubierto de telas, telas que también cuelgan del techo. Una mínima luz, que a penas dejar ver o entrever o adivinar. Y una música que fusiona desde el free jazz a los cuernos tibetanos pasando por los sonidos que sacan al ukelele y, en esa asociación libre que promueve el espectáculo, suene a la música de Tom Waits o Eels. Una música en directo y microfonada que puede que se grabe y se ponga en loop durante un momento. A la vez que se oye una máquina de coser o unas tijeras.
Todo tan hipnótico, esa es la palabra, que es fácil que la mente se disperse. Se libere. Se cuente una historia. Y no sé porqué a mi me hace pensar en una noche cerrada en los paisajes cenagosos y de arenas movedizas del sur de Estados Unidos en los que se bañan los caimanes.
Esos manglares tupidos que sirvieron de escondite para muchos esclavos. Pienso en esas masas empobrecidas que vivían con lo poco que daban aquellas tierras y escasa comida creole. Pienso en una pareja de enamorados que en el aislamiento de la noche solo se tienen a ellos como diversión y entretenimiento y la luz de las estrellas (magnífico uso de la bola de discoteca para dar la impresión de un cielo estrellado), en el que él saca la poca ropa que tienen a la intemperie, y en un acto de amor, construye una pista de circo, una carpa y un vestido para la amada. Todo viejo, desgastado, algo sucio y, sin embargo, bonito. Una bonita historia de amor que podría haber rodado Leos Carax.
De cómo de una combinación azarosa creada por unos músicos, artistas y sastres japoneses se llega, en mi caso, a viajar al sucio y empobrecido sur de Estados Unidos para ver una muy romántica historia de amor rodada con sensibilidad francesa, es un misterio.
Tal vez, el misterio de esas Artes Vivas que están marcando tendencia. Aunque, como dice Sofía Asencio de Societat Doctor Alonso en Babelia, el suplemento cultural de El País, no están tan alejadas del teatro más tradicional, pues todos estos creadores buscan, en definitiva, lo mismo. Ese mismo que es la poesía y que cuando se publique este post solo le quedará al lector un día para disfrutarla (si es que quedan entradas).
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