El chulo que castiga
"Lo mejor de esta villa, que tuvo la indulgencia de acogerme hace más de medio siglo, es que carece de raíces".
Nunca supe por qué a los de Toledo nos llaman “bolos.
Las explicaciones son múltiples y poco fiables: que si colegiales de Bolonia, que si bolas de acero para espadas, que si machetes de bolo para los soldados de ultramar… prefiero pensar que el término alude al encorvado trabajo de bolillos que bordaba mi abuela.
Todos aceptamos los tópicos, quizás porque nos facilitan la labor de catalogación de nuestros semejantes. Pero a ninguno nos gustan, seguramente porque es una piedra que no queremos que nos devuelvan cuando la arrojamos. Nadie acepta como propia la vaguería de los andaluces, el bigote de las portuguesas o la racanería de los catalanes.
Si bien es cierto que, cuando en el AVE devolvían el importe del billete por tres minutos de retraso, a los paisanos de Pla los sentaban lejos del freno de emergencia.
Aún más cruel es el chiste que esgrimo desde hace medio siglo y que nunca conté a Eugenio: asistieron a una fiesta un escocés, un catalán y un judío. El escocés, que se sentía generoso, llevó media botella de whisky. El judío, un vaso de Duralex; el catalán, a su hijo.
Aunque no faltan quienes los miman y mantienen (los prejuicios, digo) entre algodones, cuando ya hace mucho que dejaron de tener relación con la realidad.
La semana pasada ocuparon una mesa de Viridiana joviales comensales ataviados a la madrileña, con vestidos chinos y mantones las señoras, parpusa calada, chupín de pata de gallo y pañuelo anudado los caballeros. Habían elegido, y ello me honró, mi restaurante para iniciar su jolgorio isidril. Y puede que sea cierto que el hábito hace al monje, porque durante las dos horas de su estancia, llenaron la sala de erres marcadas y eses vueltas jotas, amén de expresiones que hoy precisan de un experto en criptología para ser descifradas.
De hecho, Eli, la adorable camarera colombiana (esa que explica al comensal que el tartar lleva whisky de Burgos -por bourbon- y la muselina que escolta los espárragos es de Ayuso y no de yuzu) pasó a cocina a preguntar qué habíamos hecho mal para que dijeran los madriles que las croquetas estaban “chipén”.
La fusión, aquel día, no fue la del curry con las lentejas, sino la del arroz thai con Felipe, Casta y Susana.
No me resisto a repetir aquí un párrafo de un artículo anterior, ya que de chalecos va el asunto (Bogart me mira desde el cielo -que, en su caso, es una borrachera sin resaca- y me espeta:
-De cuantas citas hay en todos los artículos de los medios digitales del mundo, tuviste que escoger una tuya, capullo.
Disculpa, Humphrey; no en vano soy bolo).
“Ingleses y franceses nombran a la caballa mackerel. ¿Por qué?, se preguntarán. Yo lo hice por ustedes, y he aquí la respuesta:
La hipocresía francesa, y hasta la abolición de las casas de putas, bien avanzado el pasado siglo, obligaba a los “protectores” a exhibir un diferenciador chaleco a rayas verdinegras, como la indumentaria del pescado que nos ocupa.
Súmenle a esto que las hembras de la caballa empujan los bancos de pequeños peces hacia las fauces de los machos.
Díganme si este pez podía llamarse de otra y más precisa manera que mackerel, es decir, ‘macarra’.”
Cómo no recordar semejante curiosidad al contemplar a un chulapo, si uno de sus estandartes es el “Pichi”, el chulo que castiga del Portillo a la Arganzuela, embolsándose lo que sus trotonas ganan para él. Y si alguna, pretende escamotearle el parné, se atendrá a la letra de la canción.
Despreciable proxeneta que fue elevado a mito gracias a un chotis de la revista Las Leandras, estrenado por Celia Gámez porque las acotaciones dejaban claro que el macarrón debía ser interpretado por una mujer.
¿Que si esa condición se exigía por morbo, me pregunta usted? No, hombre, no. A quién se le iba a ocurrir semejante juego de confusiones…
También lo cantó María José Cantudo, para que medio país se amancebara con su mano (gracias, don Francisco).
Rizando el rizo, el “Pichi” se atrevía con Victoria Kent, directora general de prisiones en aquel tiempo, una de las más brillantes mentes entre las muchas que auparon la República, y que fue cambiada por un pollito bien cuando los africanistas, amén del terror, impusieron la censura.
Me gustaría decir que los macarras son cosa del pasado, pero la triste realidad es que todavía pululan por las calles viviendo de la esclavitud y la amenaza, aunque sin la prestancia, la percha y la capacidad de bailar en un ladrillo del mítico de Embajadores.
Lo curioso es que el habla de Madrid bien pudo ser invento del alicantino Carlos Arniches, cuyo teatro cómico borboteaba de currantes y tenderos que echaban la mañana entre juegos de palabras y alusiones equívocas. Tal fue su éxito que su público decidió convertirse en su personaje y hablar como nunca antes habían hablado los habitantes de la noble villa, menestra de acentos, dejes y manejes.
Hoy en día, el que suena en los barrios obreros es tropical, aderezado de plátano frito y patacones, con su rasgado arroz y soja, y un aquel de cuscús con toques de hierbabuena.
Y tengo para mí que el gran error que puede cometer esta ciudad es querer reconocerse en una pureza que nunca fue tal. Madrid siempre ha sido mezcla y presente. Lo mejor de esta villa, que tuvo la indulgencia de acogerme hace más de medio siglo, es que carece de raíces.
En su lugar, hay deseos y estaciones de Metro.
Pero no me lo tengan en cuenta; de un tiempo a esta parte, ando con el bolo colgando y hasta los pocos que quedan en mi aldea me saludan con guasa:
-¿Ande vas, bolo? ¡Que estás empirijotao…!