Chicas malas
Lo malo del mundo actual, medios incluidos, es que nos socializa en la confrontación, en la sexualización desmedida, en el antagonismo y en el desprecio por nuestro propio cuerpo.
Si hay algo sumamente abyecto en la maledicencia es su capacidad de arraigar en la sociedad. Los mensajes denigrantes calan, se asientan y, después, requieren de generaciones enteras para desaparecer. Con todo, por mucho tiempo que pase, algunos no terminan de abandonarnos, se instalan cómodamente en nuestra vida y resurgen de cuándo en cuándo. La maledicencia nunca muere.
Aunque requiere de intencionalidad, hay circunstancias en las que su instalación social le da cierto crédito; de este modo, convertida ya en estereotipo, la maledicencia se incorpora a nuestro catálogo de certezas no probadas y permitidas.
Hace días, en la sección de deportes de un informativo nacional, se hicieron eco de cómo los distintos deportistas se habían ejercitado durante el confinamiento. Entre ellos estaban dos mujeres, por lo que sé nadadoras sincronizadas que, lejos de su preceptiva piscina, habían sustituido el agua por los filtros de Instagram. Hasta aquí todo normal en la era del infoentretenimiento.
Sin embargo, algo hizo pensar a quien locutaba que era el mejor momento para indicar que aquellas nadadoras, “rubias y operadas”, carecían de talento para realizar otros deportes que no fueran la natación. La locución se acompañó, entonces, de vídeos amateur de las jóvenes practicando fitness en un gimnasio, unos vídeos en los que aparecían ciertamente descoordinadas y que, en el contexto de un informativo (al contrario que en un perfil de IG o en los stories personales), se antojaban desacertados.
Dentro del gradiente de la incorrección, desconozco qué aspecto de todos los que se citaron en la pieza resultaba más incorrecto: Si el vídeo de ambas o los comentarios desatinados acerca de su fisionomía.
Tampoco sé si los deportistas varones previos o posteriores estaban operados, o si estas nadadoras fueron intervenidas de amígdalas, vegetaciones o del bazo, aunque intuyo que se trataba de un comentario acerca de su estética, habida cuenta de que la descripción iba precedida por un “rubias” elocuente. Solo se remarcó este rasgo en ellas, quizá porque está tolerado en una sociedad que condena lo frívolo y que, al mismo tiempo, lo fomenta y lo exige. Qué paradoja.
Este comentario malicioso me recordó a uno de los guiones más aplaudidos de Tina Fey, Chicas malas (Mean Girls), dirigido por Mark Waters en 2004. Aunque nunca me gustó como película, la cinta sigue teniendo plena vigencia.
El contexto es un consabido instituto norteamericano, de esos repletos de chicos atléticos y chicas animadoras, cuyo sentido vital gira en torno a sentirse o no atractivas a los ojos de los primeros. Para eso existe una pugna a muerte entre la población femenina por sentirse deseadas y, lo que es más importante, “las reinas del baile”. Este concepto es importante, ya que reina, en su concepción monárquica primitiva, solo puede haber una; esto, a su vez, entronca con el título original del libro en el que se basa, Queen Bees and Wannabes escrito por Rosalind Wiseman.
La historia gira en torno a Cady (Lindsay Lohan), una adolescente que, recién llegada de África, debe socializarse en el engranaje del instituto estadounidense. Su némesis es Regina (Rachel McAdams), la chica más popular, toda ella rubia, impecable y triunfante con los chicos; junto a ella está su séquito conformado por Karen (Amanda Seyfried) y Gretchen (Lacey Chabert). Aunque Cady es inteligente y profunda, se siente seducida por el universo banal al que aboca una vida centrada en el físico, abandonando su grupo de desheredados y entregándose al maquillaje, a los tacones y a la la vie en rose.
Pero salvo el carmín y el atuendo de Barbie trasnochada que luce, no hay nada rosa en la vida de Cady. Porque pertenecer a un grupo de chicas populares también le obliga a seguir la dinámica de desprestigio, de confrontación, de envidia y de enemistad con el resto de sus compañeras.
Tal es así que unas y otras, populares y excluidas, se enfrentan en una lucha sin cuartel de dimes y diretes, denigrando, calumniando y hostigándose las unas a las otras. Al final llegan a la conclusión, lógica por otra parte, de que el respaldo es mejor que la rivalidad, y que la solidaridad las lleva más lejos que el rencor.
Lo malo del mundo actual, medios incluidos, es que nos socializa en la confrontación, en la sexualización desmedida, en el antagonismo y en el desprecio por nuestro propio cuerpo, fomentado por el establecimiento de unos ideales físicos inalcanzables. De no ser así, no habría necesidad de sentirnos a la defensiva, de fijarnos en las fisionomías femeninas ajenas ni de confundir opinión con información.
Porque que un deportista, hombre o mujer, esté o no operado con cirugía estética solo les importa a ellos y, a lo sumo, al equipo médico que deba atenderlos como pacientes. A nadie más.