Carta abierta al primer dueño que tuvo mi perro
Ayer tuvimos que sacrificar a nuestro perro. Cuando digo "nuestro", me refiero a mi marido y a mí, pero también a ti, el primer dueño de nuestro perro.
Durante los más de ocho años que he conocido a Lestat, no he dejado de sentir desprecio por ti. Menos de una semana después de su quinto cumpleaños, lo abandonaste en la perrera con la excusa de que te ibas a mudar. Siempre di por hecho que mentías, pero aún no he conseguido hacerme a la idea de cómo no pudiste quererle suficiente como para seguir adelante con él.
Y ahora que le hemos dado nuestro último adiós, no entiendo cómo puede haber gente capaz de hacer voluntariamente algo que les va a hacer sentir así.
Ayer tuvimos que sacrificar a nuestro perro. Ha sido la despedida más dura de mi vida. Hoy, el primer día que estamos sin él, nos sentimos tremendamente solos. Nos duele su ausencia. Es un silencio ensordecedor. A veces aún podemos "oírle", pero recordamos enseguida que sus sonidos ya se han ido. Ya nunca volveremos a oír el tintineo de su collar cuando se acercaba para saludarnos, ni su olfateo justo antes de empujar la puerta con la cabeza para estar con nosotros, normalmente cuando estábamos en el baño.
Si tu despedida fue una mínima parte de lo dura que fue la nuestra, te mereces que te pongamos al día de cómo fue su vida. Si no lo fue, mereces saber lo mucho que te perdiste.
Después de que te marcharas, Lestat pasó dos años en la perrera. Estaba tan triste y asustado que adelgazó 7 kilos el primer mes. Tenían que alimentarlo tres veces al día solo para mantenerlo con vida.
Un año después, aparecí yo en su vida, una inocente voluntaria cuya intención era pasar un rato jugando con los perros. No tenía ni idea de que me iba a robar el corazón casi de inmediato.
Fue obvio desde el primer momento lo mucho que le gustaba el contacto humano, teniendo en cuenta cómo se acurrucó conmigo en el suelo de su caseta durante una hora más o menos. Si yo hacía como que lloraba, se levantaba de su camita y se apresuraba a acercar su cara a la mía para darme besos hasta que me "animaba". La felicidad de esta desconocida era su prioridad.
Nuestra historia de amor siguió así durante un año. Lo sacaba de la perrera para llevarlo en coche a la playa o a McDonald's para darle un sabroso capricho. Me moría por llevármelo a casa, pero el perro de 14 años de mi familia no lo habría aceptado.
Debido a una infección recurrente de oídos, fue necesario operarlo. Le practicaron la ablación total del conducto auditivo, lo que le dejo prácticamente sordo. Tras ayudar a recaudar los fondos para la operación, me lo llevé a un hotel de la zona que admitía mascotas para que se recuperara en paz de esa dolorosa operación. Tenía que ir con tubos que le salían de la cara y estaba pachucho por los medicamentos, pero nada de eso le impidió dormir conmigo en la cama todas las noches, con ese enorme collar isabelino pegado a mi cuerpo y llenando la habitación con sus ronquidos.
Dos semanas después, tras recibir el visto bueno del veterinario, no fui capaz de llevarlo de vuelta a la perrera. Una compañera voluntaria me ofreció su caravana para que nos alojáramos hasta que pudiera adoptarlo por fin. Tres meses más tarde, encontré un nuevo trabajo en Nueva Jersey y por fin pude hacer oficial esta nueva familia.
El 22 de abril fue el día, unos dos años después de que lo abandonaras. Cargamos el coche y empezamos una vida juntos. Nunca había estado tan contenta y prometí que lo querría para siempre.
Nuestra primera casa era pequeña, pero estaba llena de amor. Era un minúsculo habitáculo de un solo dormitorio, pero tenía unas ventanas enormes para que Stat pudiera quedarse mirando la calle. Se sabía la hora exacta a la que llegaba a casa todos los días y se quedaba delante de la ventana esperando para saludarme con un hueso y correteando por todo el salón. Nunca me había sentido tan especial.
Lo llevábamos a un parque para perros y dábamos paseos por toda la ciudad. Le encantaba pasear. Cuando hacía muy buena noche, bloqueaba las patas, se negaba a entrar a casa y se quedaba ahí plantado, feliz con la brisa acariciándole la cara. Hizo con nosotros viajes en carretera, en barco, íbamos a la playa e incluso a su restaurante favorito, McDonald's, para darle un capricho de vez en cuando.
Quería mucho a las personas. A todas las que conocía. Nunca tuvo que acostumbrarse a nadie. Desde el momento en el que alguien entraba por la puerta, era su amigo para siempre. Y no conocía los límites. Se sentaba en nuestro regazo y apoyaba la cabeza en nuestra cara. Incluso dormía en la cama con nosotros, bajo las sábanas, por supuesto. Le encantaba ser la cuchara pequeña.
Cuando nos mudamos a otra casa, encontró otra ventana desde la que esperarnos. Se encaramaba a un asiento y nos esperaba todos los días a la hora a la que solíamos llegar. Pasamos de una cama doble a una cama tamaño king solo para caber todos bien. Aun así, seguía durmiendo bien arrimado a nosotros, pero, sinceramente, nunca dormí más cómoda que cuando estaba a mi lado.
Conforme se iba haciendo mayor, le costaba más subirse a la cama, así que le compramos unas escaleras y aprendió pronto a usarlas. El sonido de sus patitas cuando subía los escalones para unirse a nosotros estará siempre entre mis favoritos.
Stat estuvo a nuestro lado y en nuestros corazones en todo momento feliz. Estuvo presente en nuestro compromiso, fue el principal condicionante a la hora de elegir nuestra primera casa, fue una parte fundamental de nuestros votos de boda e incluso nos ayudó a anunciar mi embarazo a nuestras familias y amigos. Las celebraciones no eran completas si nuestro pequeño no estaba ahí con nosotros.
Pero no solo estuvo con nosotros en los buenos momentos. Algunos de mis días más tristes los pasé con Stat a mi lado. Era capaz de detectar mi miedo y mi tristeza de forma inmediata y se apoltronaba a mi lado hasta que me recuperaba. No estoy segura de cómo habría soportado alguno de esos momentos sin él. Tampoco sé cómo voy a salir adelante sin él.
El nacimiento de nuestra hija fue una desagradable sorpresa para nuestro pequeño. No lo asumió al principio, pero poco a poco se fue acercando. Acabaron dividiéndose la ventana para espiar a los vecinos, celebrando fiestas de té improvisadas, compartiendo comida y acurrucándose juntos en el sofá para ver Barrio Sésamo. Eran el par de amigos más adorable del mundo.
Stat fue haciéndose mayor y empezó a tener algunos sustos médicos. Me pasé más tiempo del que me gusta recordar llorando en el suelo de la clínica veterinaria. Cada una de esas veces estaba convencida de que esta sería la definitiva, que nos tocaría decirle adiós, pero, milagrosamente, lograba restablecerse. No estaba preparado todavía para abandonar este precioso mundo ni a la familia que habíamos formado juntos.
Pero su salud se seguía deteriorando. Al final, empezó a tener descuidos en casa. Intentaba desesperadamente limpiarlos él mismo, pese a que nunca nos enfadamos por ello. Éramos sus compañeros de viaje hasta el final, así como él lo fue para nosotros. Después de hacerle varias pruebas sin obtener ningún resultado concluyente, le compramos unos pañales y esa pasó a ser nuestra nueva normalidad.
Su artritis empeoró rápido y nuestros paseos se fueron acortando. Ya ni siquiera podía subirse a la cama por sí solo, pero lo aupábamos para que estuviera con nosotros.
Este último año ha sido el más duro. Stat había sido nuestro fortachón durante muchísimo tiempo, pero con la edad decaía cada vez más rápido. Ya no nos esperaba en la ventana; llegábamos a casa y lo encontrábamos durmiendo, como empezó a hacer la mayor parte de día, la mayoría de los días. Ya no era capaz de subir y bajar las escaleras, pero aún deseaba estar siempre cerca de nosotros, así que lo cogíamos en brazos para estar juntos en todo momento.
Fueron días de muchas lágrimas. El miedo a perderle era insoportable, pero no tardó en llegar el día en que su sufrimiento fue aún mayor, de modo que tuvimos que tomar la decisión más complicada de nuestra vida: priorizar su bienestar y decirle adiós a nuestro mejor amigo.
En su último día, creo que no hubo ni un solo momento en el que estuviéramos sin llorar. Nuestra niña de año y medio le dio un abrazo y un beso de despedida, aunque no sabía que iba a ser la última. Le preparamos unos huevos para desayunar y se los zampó enseguida. Lo llevamos a McDonald's para que se tomara su última hamburguesa y le dimos más patatas de las que nunca le habíamos consentido. Nos acurrucamos y nos echamos los tres la última siesta juntos, como cuando nació nuestra familia.
Cuando llegamos a la clínica veterinaria, era consciente de que había llegado la hora. Estaba agotado y sus ojos habían perdido el brillo que les caracterizaba. Lo tumbamos y le aseguramos que todo iría bien, que estaríamos bien, aunque no sé si de verdad nosotros mismos nos lo llegamos a creer. Incluso en ese momento, me lamió las lágrimas. Mi bienestar seguía siendo su prioridad.
Cuando dio su último suspiro, tenía la cara entre las manos de mi marido e hizo de cuchara pequeña por última vez en mis brazos. Le prometimos que lo querríamos para siempre.
Ayer tuvimos que sacrificar a nuestro perro, a un mes de cumplir los 14 años. Tú no estuviste ahí, pero ese día pensé mucho en ti, más que ningún otro día. Nos hiciste uno de los mejores regalos que nos podría haber hecho nadie. Lestat nos hizo mejores personas. Nos completó.
Nos enseñó lo que es amar de forma desinteresada y cómo superar los baches y volver más fuerte. Fue todo lo que a mí misma me gustaría ser, todo lo que aspiraré a ser de ahora en adelante.
Así que, al primer dueño de nuestro perro: gracias. Siempre lo querremos.
Este post fue publicado originalmente en el 'HuffPost' Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.