Caminando hacia el ciberautoritarismo
La trazabilidad de nuestros móviles, la vigilancia digital y los test de seroprevalencia se han convertido en poderosos métodos de biovigilancia en tiempos de pandemia.
En estas semanas las emociones nos magullan el alma y el riesgo de infectarnos ha sobredimensionado el miedo a los “otros”, una situación que están aprovechando algunos gobiernos para implementar medidas disciplinarias.
Cuando echamos la mirada atrás y analizamos cómo se comportó el Estado para combatir las distintas epidemias a lo largo de la historia de la humanidad nos sorprendemos al ver que se hizo de una forma muy heterogénea.
Frente a la lepra, por ejemplo, los reyes medievales utilizaron un sistema de exclusión: aislaron a los afectados, les obligaron a abandonar las ciudades y dictaron condenas durísimas, entre las que se incluía la pena capital, para el que no respetara la normativa. En palabras del filósofo francés Michael Foucault los reyes del medioevo “dejaban vivir y hacían morir”.
Durante la epidemia de peste del siglo XIV se impuso un sistema administrativo que emanaba de cuerpos de vigilancia, los cuales establecían una interrupción de la libertad de movimiento y aislaban a los pacientes infectados durante un período de cuarenta días. De forma similar, se obligó a los barcos en donde había algún tripulante enfermo a quedarse en cuarentena antes de poder atracar en los puertos.
En el siglo XV una epidemia de sífilis asoló el Viejo Continente. La enfermedad se combatió con la represión de la prostitución y la reclusión de las meretrices en burdeles, medidas que estuvieron muy lejos de poder contener la enfermedad. Fue el descubrimiento de la penicilina (1928) lo que realmente controló la sífilis.
Frente a la viruela –ya en el siglo XVIIII– la situación cambió, se estableció un sistema liberal, se dispuso de la primera vacuna de la historia, aparecieron los censos, las estadísticas, se pudo clasificar a la población… Es cierto que, además, existió un sistema disciplinario que obligaba a acatar ciertas normas. En ese siglo se hacían divisiones espaciales de las ciudades durante los periodos de cuarentena, con turnos para salir a la calle, de forma que se evitara el contacto con otras personas.
Foucault lo denomina sistema de gubernamentalidad, puesto que el Estado se interesa por el ciudadano como “ser vivo”, en una concepción estrictamente biologista, en tanto en cuanto el ser humano nace, vive, enferma, se mueve por las ciudades y muere.
En el siglo diecinueve Jeremy Bentham, el filósofo utilitarista, diseñó un tipo de arquitectura carcelaria a la que denominó panóptico. Básicamente consistía en un guardián pertrechado en una torre central desde la cual era capaz de ver a todos los presos, recluidos en celdas individuales. Ninguno de ellos podía saber en qué momento estaba siendo observado.
El objetivo del panóptico era que el detenido fuese consciente de su visibilidad y que, en consecuencia, asumiese su sometimiento al poder.
El “ojo que todo lo ve” de Bentham es una excelente metáfora de la representación del Estado durante siglos, una sola persona –el monarca– es el encargado de dictar las leyes y obligar a cumplirlas.
En la actualidad no hay un rostro, todos pueden ser vigilantes y, además, son a su vez vigilados. Nuestro sistema panóptico está basado en la imagen y en la luz, a través de cámaras y satélites.
La trazabilidad de nuestros móviles, la vigilancia digital y los test de seroprevalencia se han convertido en poderosos métodos de biovigilancia en tiempos de pandemia. Caminamos hacia un modelo de ciberautoritarismo, donde las instituciones tradicionales de encierro –colegios, hospitales, prisiones– se han trasladado a nuestros domicilios y los hogares se han convertido en centros de teleproducción.
Todo esto no es nuevo, ya en 1975 Foucault había acuñado el término “biopolítica” con el que definía el conjunto de mecanismos por medio de los cuales aquello que en la especie humana constituye sus rasgos biológicos fundamentales pasa a ser parte de una estrategia política de la sociedad.
Ahora la pregunta que gravita en la mente de todos es si estamos caminando en la buena dirección o deberíamos replantearnos algunas cuestiones que, inconscientemente, estamos dando por buenas.