Cambiar la narrativa, gestionar bien la emigración y proteger al refugiado
Hace algunas semanas, los principales donantes, entre ellos Alemania, UK, Noruega, Qatar, Kuwait, Naciones Unidas y la UE, se reunieron en Londres para formalizar compromisos de ayuda a los vecinos de Siria que acogen a los refugiados que escapan de la guerra que dura ya más de un lustro. Lo hicieron con la conmoción por el terrible ataque con armas químicas contra la población civil conocido unas horas antes, y solo días después de que se desvelara oficialmente que el número de refugiados sirios supera los 5 millones, la cuarta parte de su población, sin contar los millones de desplazados internos. El nivel de compromisos fue, como sucede siempre, por debajo de lo esperado y muy por debajo de lo necesario. Naciones Unidas reclamaba 7.500 millones de euros y se alcanzaron 5.600. Conviene subrayar que, de ellos, 3.700 procederán de la UE. No es llamativo, la UE es el mayor donante del mundo, con el 60% del total. Tampoco una sorpresa, la llegada a sus fronteras de refugiados a causa de la guerra ha situado a la Unión ante una crisis interna de consecuencias aún difíciles de evaluar. Una crisis provocada por la respuesta, no por la llegada misma.
Pongamos los hechos en contexto. El número total de llegadas se evalúa en 1,2 millones, no todos ellos sirios, también procedentes de Afganistán, Eritrea u otros países del África subsahariana. Una cifra que apenas representa el 0,5% de la población de la Unión. Entre los vecinos de Siria, Líbano, con una extensión menor a la provincia de Soria, acoge a 1,5 millones, más de la cuarta parte de su población; Turquía, menos de la sexta parte de la población europea, a 3 millones. Tampoco es la primera vez que se produce una importante llegada de refugiados. A las costas españolas e italianas llegaron decenas de miles por año durante la década de los 90 y a primeros de este siglo. Ha sido el clima de inseguridad, xenofobia y revitalización del nacionalismo, subproducto en muchas partes de la crisis económica y social, el que ha marcado, con algunas excepciones, las respuestas insolidarias, inhumanas, llenas de indiferencia y agresivas en las que la Unión se ha dejado una gran parte de su crédito moral.
En todo caso, tenemos que mirar más lejos. Aun si acabara pronto la guerra en Siria, y ojalá fuera mañana mismo, habría en el mundo más de 60 millones de desplazados y refugiados, procedentes de guerras enquistadas de larga duración, de hambrunas provocadas por sequías, de distintas emergencias climáticas y de otros desastres naturales. Decenas de millones en Sudan del Sur, Yemen, Eritrea, Somalia, Nigeria, Afganistán, y otras parte de Asia o Latinoamérica. Y aún en el utópico caso de que todos estos conflictos y crisis se recondujeran, la dinámica demográfica seguiría empujando a millones de personas hasta las fronteras de los países ricos, muchos de ellos, por cierto, con necesidades objetivas de incorporar emigrantes a sus envejecidas poblaciones.
De ahí que mejor que entendamos pronto que esa presión no la frenaran los muros, las alambradas, los gases o los disparos; de ahí que tengamos que cambiar la narrativa dominante asumiendo que los movimientos de población han sido naturales a lo largo de la historia y también ahora; de ahí la necesidad de cambiar las políticas. Políticas de medio y largo plazo y no solo respuestas de emergencia. Contribuir con inversiones y con ayudas al desarrollo de aquellos países cuya pobreza obliga a emigrar por falta de oportunidades, no por una opción libre de intentar mejorar sus condiciones de vida o la de sus hijos. Apoyo a la mejora de su gobernanza. Oferta de vías legales de emigración y visas humanitarias para refugiados. Defensa siempre de los derechos humanos, pero en primer lugar de los de aquellos que arriesgando sus vidas han llegado a nuestras fronteras.