Cada loca con su coronavirus
Abrir bares y restaurantes, pero no las escuelas; decidir que puedes ir al cine sin peligro pero no tomar algo en la terraza de un bar... en fin.
Este artículo también está disponible en catalán.
Días de calma, bienestar y tranquilidad absoluta en Peñíscola y no sólo por el masaje en los pies cuando andas a ras de agua o por la maravillosa textura del agua del mar rodeando y acariciando cuerpo y espíritu.
Justamente paseando por la orilla pudimos constatar que las personas o grupos que marcaban en la arena la distancia de seguridad, a pesar de que en las fotos de los periódicos o en los consejos de las autoridades los señalan dibujando un cuadrado, preferían trazar una circunferencia más o menos redonda para colocar en medio sombrillas y sillas, y eventualmente neveras.
De pronto, había una dibujada por una vieja y un viejo (me gusta llamar a personas y cosas por su nombre) que se pertrechaban con sendas mascarillas en su centro. Era enternecedora. El diámetro del círculo era suficientemente grande, permitía mantener una distancia generosa y adecuadísima con el exterior y, además, por si fuera poco, en casi todo el surco de la circunferencia, habían levantado una empalizada con trozos de cañas que tenían una altura que oscilaba entre el palmo y medio a los tres palmos (había algún trozo sin cañas: el material debía escasear). Era inevitable sonreír cuando la veías.
Al día siguiente la habían mejorada sustancialmente y la estacada combinaba, orgullosa, las cañas con palas y rastrillos de plástico multicolor, amarillos, rojos, azules, verdes... de aquellos con que las criaturas construyen quimeras, fortalezas y castillos en el borde del agua, a veces adornados con conchas, para resistir el embate de las olas y poner puertas al mar.
De pronto se me heló la sonrisa: era la metáfora literal, perfecta, acertada, coloreada, de las medidas que los diferentes gobiernos y la humanidad en general está tomando para defenderse del coronavirus. La arbitrariedad, por parte de la autoridad, de abrir bares y restaurantes, pero no las escuelas, por ejemplo; decidir que puedes ir al cine sin peligro pero no tomar algo en la terraza de un bar (o al revés) por parte de una particular. En fin.
Los países que han reaccionado mejor —pienso en Nueva Zelanda, Islandia o Alemania, por ejemplo, y en sus respectivas dirigentes, Jacinda Ardern, Katrín Jakobsdottir y Angela Merkel—, simplemente han pintado con más coherencia y determinación el círculo, las circunferencias, y lo han explicado tan honradamente como han podido partiendo de la base de que la población es inteligente.
En la piel de toro apolillada, cutre y piojosa donde habito, en esta pobre, sucia, muy triste y desgraciada tierra, los diferentes gobiernos discuten y se pelean por si las cañas de la estacada deben medir treinta y tres o cuarenta y ocho centímetros y medio, si tienen que ser más o menos altas, o más o menos tupidas. Unos tribunales de justicia y una fiscalía que dejarían horrorizado y aturdido al mismísimo Kafka dictaminan qué cañas y palas, sí, pero rastrillos, no. O en todo caso, de palas de color amarillo ni hablar; si acaso, rojas o verdes. Y los rastrillos, si es que no hay más solución, siempre, siempre azules y de ningún otro color. Comencé a mirar al viejo y a la vieja con otros ojos.